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La importancia de la tradición Opinión

La importancia de la tradición

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Jorge G. Guzmán
Por : Jorge G. Guzmán Profesor-investigador, U. Autónoma.
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Encabezada por Isabel II, a partir de la década de 1950 la monarquía británica acompañó el proceso de descolonización que otorgó la independencia a numerosas excolonias en África, Asia e incluso las Américas. Y aunque ese proceso dejó profundas huellas en los países independientes, a través de la inmigración imprimió un nuevo sello a la población británica. Muchos líderes políticos y celebridades de las artes, el espectáculo y los deportes que hoy se identifican como “monárquicos”, son descendientes de ese proceso. Así también muchos de esos países se integraron a la denominada “Commonwealth”, conservando al monarca británico como jefe de Estado. A la fecha, esta fórmula incluye a países de la relevancia de Canadá y Australia, y agrega un elemento de importancia a la monarquía británica.


Una vida de liderazgo y servicio

Activa hasta los 96 años –y después de casi 70 años atendiendo “obligaciones de Estado”– ha fallecido Su Majestad Británica Isabel II. Nacida poco después de la Primera Guerra Mundial (con el recuerdo fresco de sus millones de víctimas), con apenas 16 años Isabel comenzó a distinguirse conduciendo ambulancias durante el período más álgido de los bombardeos nazis sobre Londres. Una década más tarde, con solo 27 años, en junio de 1953, se convirtió en monarca del Reino Unido, esto es, en jefa de Estado de una potencia global. Para entonces Isabel II era “la mujer más poderosa del mundo”.

Sus partidarios y detractores destacan su carácter serio y discreto, el amor por su familia, y su vocación de servicio. Contados desde el propio Winston Churchill hasta la recién asumida Liz Truss, Isabel II debió “trabajar” con 15 Primeros Ministros de diverso signo político, sensibilidades “valóricas” y características personales. Entendiendo que –no obstante su investidura– su labor consistía no solo en acompañar la vida política, sino que contribuir a la continuidad democrática de su país, la reina fue capaz de adaptarse al “gobierno de turno” y, a veces con dificultades, a aprender para caminar al “ritmo de los tiempos”.

Esto, sin embargo, sin afectar la tradición que política, económica y sociológicamente explica la existencia (y la utilidad) de la monarquía parlamentaria británica. La monarquía –con su sistema de gobierno parlamentario– está en el ethos del “pueblo británico” y, para quienes le conocemos, más allá de su afición por el té y la obsesión por el clima, revela muchas de sus particularidades.

Como manifestación de ese ethos, Isabel II no solo ha sido la monarca que más tiempo ha servido a su país, sino que, en “un mundo dominado por los hombres”, desde joven fue un ejemplo de cómo imponerse a las dificultades, a las modas, a las “tendencias” y a las crisis de cualquier tipo. Desde esta óptica, Isabel II constituye un ejemplo notable del aporte estructural que las mujeres hacen (casi siempre silenciosamente) a la prosperidad de sus sociedades.

Su liderazgo y su voluntad de servicio son lo que la hicieron respetada y querida por su pueblo. Las multitudes que durante los días de su funeral participarán de las diversas ceremonias programadas por el estricto, preciso y lucido protocolo británico, darán cuenta de esos sentimientos.

La importancia de la tradición

Junto con la figura de la monarca fallecida (y la de su hijo ahora convertido en Carlos III) y la programada participación popular en las ceremonias, dicho protocolo es expresión de la importancia de la tradición, en tanto esta garantiza la transición programada de la Jefatura de Estado, es decir, la renovación de una de las instituciones esenciales de la democracia británica.

Por siglos esto ha sido así. En la interpretación del propio pueblo británico, en parte medular la tradición de la monarquía explica “el por qué” y “el cómo” una isla de escasos recursos naturales, situada a lo largo de los climas fríos al norte de la tierra firme europea, ha sido, desde el siglo XVII, una potencia mundial.

Tal como en La Invención de la Tradición explica el historiador marxista Eric Hobsbawm, en el caso británico las “tradiciones nuevas” (por ejemplo, el edificio neogótico del Parlamento en Londres, o los villancicos del coro de niños del King’s College de Cambridge transmitidos cada Navidad por la BBC) son partes de una “idea de país” que enraíza con siglos de “historia común”. El primer caso se vincula con la tradición arquitectónica de las catedrales góticas esparcidas a lo largo y ancho del territorio británico y, en el segundo, se expresa vía la tradición de una universidad fundada por monjes en el año 1209. En ambos casos, al igual que la monarquía, estos elementos reflejan el sistema sociopolítico y la condición cristiana del país (hoy practicada a través de un medio de comunicación público, la BBC). Ambos son ejemplos del ethos británico. Incluso elementos de la cultura pop se acoplan a esa “manera de ser”, por ejemplo, la condición de “Caballeros del Imperio” de los integrantes de The Beatles y de Sir Elton John. Lo nuevo y lo viejo son partes de una sola unidad.

Los desafíos del nuevo rey

Siempre –o casi siempre– son tiempos de cambio. El nuevo monarca Carlos III debe saberlo. Si quiere emular a su homólogo español del siglo XVIII (un gran innovador), tendrá que cambiar sin perder la esencia de “lo británico”. Deberá evolucionar sin revolucionar. Los británicos (un pueblo con memoria histórica) saben que hay aprender del pasado. A pesar de los siglos transcurridos, recuerdan que la guerra civil inglesa de mediados del siglo XVII dividió al país entre partidarios de la monarquía y partidarios del Parlamento y que –tal como en otros “procesos revolucionarios”–, el conflicto terminó “tragándose” a sus propios líderes (el Rey Carlos I y el líder parlamentario Oliver Cromwell). Saben que ese conflicto debilitó estructuralmente al país, exponiéndolo a los intereses de sus más peligrosos adversarios.

“Nacido para ser rey”, además de su trágico primer matrimonio, en las últimas décadas la opinión pública ha identificado al nuevo rey al frente de fundaciones que, a la par de haber recibido “aportes” de donantes de dudosa reputación, ostentan un carácter “progresista ambientalista” que preocupa a ciertos sectores empresariales y al Partido Conservador (el principal defensor de la monarquía). Este es un aspecto que el nuevo monarca ya explicó que tendrá debidamente en cuenta.

También está consciente de que las circunstancias internacionales en las que asume son especialmente complejas para su país. Sabe que a los efectos esperados y no esperados del Brexit se suman la actual crisis en Europa del Este (en la cual el Reino Unido está de muchas formas involucrado), la crisis de la energía (a propósito del bajo nivel de las relaciones con Rusia) y la baja estima social por ciertos miembros de propia familia real (comenzando por su hermano Andrés).

Carlos III sabe que su reinado deberá –además– hacer frente al movimiento sísmico que importa el nacionalismo escocés encabezado por la Primera Ministra de Escocia, Nicola Sturgeon. Conoce que ese sector está completamente decidido a celebrar un nuevo referéndum para alcanzar la independencia del Reino Unido y que, si ello ocurre, será, literalmente, el fin del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.

No solo eso, sabe que el desmembramiento del Reino Unido podría continuar con la secesión de Irlanda del Norte, en la cual incluso sectores unionistas monárquicos resienten los efectos del Brexit. En Belfast son cada vez más los que, para evitar los efectos prácticos sobre la población derivados de las restricciones de la separación de la Unión Europea, proponen la unión con la República de Irlanda. Algo impensable hace solo cinco años.

Así, la vocación ahora europeísta del independentismo escocés, sumado esto al resentimiento in crescendo en Irlanda del Norte en contra de la clase política de Londres, constituyen el más inmediato de los desafíos del nuevo rey.

Sus opciones son muy pocas. En el concepto de la Unión Europea el Brexit es, primero, un proceso irreversible y, segundo, los acuerdos comerciales pactados para la salida del Reino Unido no son revisables. Para la Unión Europea no importa si post facto el gobierno británico cayó en cuenta de los efectos negativos que le acarrearía la implementación de dichos acuerdos, o si el gobierno conservador británico negoció de mala fe. El Brexit es cosa juzgada. La Unión Europea no revisará lo pactado, porque su normativa lo prohíbe y porque hacerlo sentaría precedentes que ni la Comisión ni el Parlamento europeos, ni los gobiernos de Alemania, Francia, España e Italia, están dispuestos a conceder. En este escenario el independentismo escoces –firme opositor del Brexit– tiene todas las condiciones para continuar su camino.

Es en este complejo escenario en el que la monarquía británica y la tradición centenaria de unidad política y sociológica están llamadas a demostrar su importancia y actualidad. El Reino Unido es una unidad política en torno a un monarca común. La secesión de Escocia y de Irlanda podrían desarticular esa unidad, alterando no solo la cartografía de las islas británicas, sino que los balances de poder en Europa y en Occidente (incluso, con su lejano capítulo de las islas Falkland/Malvinas).

Encabezada por Isabel II, a partir de la década de 1950 la monarquía británica acompañó el proceso de descolonización que otorgó la independencia a numerosas excolonias en África, Asia e incluso las Américas. Y aunque ese proceso dejó profundas huellas en los países independientes, a través de la inmigración imprimió un nuevo sello a la población británica. Muchos líderes políticos y celebridades de las artes, el espectáculo y los deportes que hoy se identifican como “monárquicos”, son descendientes de ese proceso. Así también muchos de esos países se integraron a la denominada “Commonwealth”, conservando al monarca británico como jefe de Estado. A la fecha, esta fórmula incluye a países de la relevancia de Canadá y Australia, y agrega un elemento de importancia a la monarquía británica.

Este último puede ser uno de los ejemplos que Carlos III podría considerar para conservar la unidad nacional y el lugar de su institución y del gobierno de Londres en el mundo. Parafraseando a El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el nuevo rey deberá “cambiar sin cambiar”, tratando de dar satisfacción a los nacionalismos que exigen una conexión con la dinámica europea, sin afectar lo esencial de la unidad de su reino. Un enorme desafío para el nuevo rey, que requerirá fortaleza de ánimo y mucha imaginación, y para lo cual cuenta a su favor con “el peso de la tradición”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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