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De cómplices pasivos a apologistas Opinión

De cómplices pasivos a apologistas

La derecha ha sido astuta –además de contar con los medios– en encuadrar los 50 años del golpe en lo que Scherman llama inversión de responsabilidades. Así, obliga a víctimas a dar explicaciones y hacer mea culpa, eximiendo a victimarios de tal ejercicio, además de poner el énfasis en los antecedentes del golpe.


El déficit de modelo de autoridad, descrito por Kathya Araujo, y su consecuente comportamiento destituyente, como lo llama Juan Pablo Luna, configuran un escenario político que, pese a rasgos distintivos, no le es exclusivo a Chile. Distintos países han visto emerger de estas circunstancias caudillos sin respaldo orgánico, que desprecian algunos avances elementales conseguidos por las democracias liberales, entre otros. Dicha figura es fácilmente identificable en José Antonio Kast, quien consolidó un partido, pero que en el resto sigue el modelo de manual: retrocede en derechos de grupos en situación de vulnerabilidad, niega el cambio climático, acusa al orden multilateral de ser una herramienta del marxismo cultural, desconoce resultados electorales cuando no le favorecen, etc.

Dicho modelo, con matices, hoy es gobierno en Hungría e Italia, lo fue en Brasil y EE.UU., podría serlo en Argentina o Chile, y configura fuerzas relevantes en España y Francia. Sin embargo, existe un rasgo que no parece común a todos, y es que, pese a la afinidad que pueda sentir Meloni por Mussolini o Abascal por Franco, no promueven discursos nostálgicos ni revisionistas de la dictadura. Javier Milei, pese a medias tintas, reconoce abusos del Estado y su plataforma no es heredera de la dictadura. Kast y Bolsonaro, en cambio, han hecho de la nostalgia dictatorial una herramienta de su discurso. Cabe preguntarse, respecto de Chile, qué ha hecho de esto un fenómeno no solo atribuible a la extrema derecha, sino también a la tradicional. 

La derecha ha sido astuta –además de contar con los medios– en encuadrar los 50 años del golpe en lo que Scherman llama inversión de responsabilidades. Así, obliga a víctimas a dar explicaciones y hacer mea culpa, eximiendo a victimarios de tal ejercicio, además de poner el énfasis en los antecedentes del golpe.

El carácter bravucón y cruel que ha adoptado la derecha sincera una, hasta ahora, velada posición: lo harían de nuevo. ¿Por qué ahora, en condiciones que hace 20 años hablaron de cómplices pasivos? Pues, porque por primera vez en 40 años debieron preguntárselo en serio. El 2019 y el fallido proyecto constitucional tocaban la médula de sus intereses, tal como la UP lo hizo con la nacionalización del cobre o la reforma agraria. Pese a augurar el retorno de la UP en cada elección, fue siempre un ejercicio retórico. Hasta el plebiscito.

La izquierda hizo su reflexión sobre lo ingenua que fue durante la UP al imaginar un país que no convocaba a un sector amplio y poderoso, misma reflexión que tímidamente se levanta en torno al fallido proceso constitucional. El plebiscito se perdió por ciertas propuestas refundacionales y por el maximalismo del borrador, entre otras cosas. Pero abrió discusiones como el régimen de propiedad sobre los derechos de agua, la libre disposición de las mujeres sobre su cuerpo, el principio de solidaridad en materia de salud y pensiones, entre otras, que para la derecha representarían una “nueva reforma agraria” y que quizás, discutidas de forma individual, concitarían apoyo en la población.

El temor que sintieron entre 2019 y 2022 no está del todo disipado, y capear esa ola requiere de una estrategia de tres frentes.

El primero es sellar estas discusiones a su favor, en un proceso constitucional que sea lo más opaco posible.

El segundo es mantener el apelativo “refundacional” respecto de reformas de las que se puede discrepar, pero que en caso alguno podrían calificarse de refundacionales (recaudar más impuestos del capital o crear mecanismos de solidaridad en pensiones). Podría presumirse que, con ello, buscan dilatar discusiones hasta que, bajo su Constitución, sean inconstitucionales o, en su defecto, sean ellos gobierno y puedan frenarlas.

El último y más triste elemento es mantener en el aire el silencioso reconocimiento de que, habidas las condiciones necesarias, el valor de la democracia y los derechos humanos no inclinan la balanza.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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