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La historia se descongeló

Movidos por ideas fuerza comenzamos a trabajar en lo que se denomino la «renovación socialista». En la revista Umbral, que sacábamos clandestinamente con Arturo Navarro, escribí una crítica a Alvaro Cunhal, entonces Secretario General del Partido Comunista de Portugal. Ella enojó a la ortodoxia, la cual exigió que retiráramos de circulación la ofensa, es decir, la revista. Para qué decir que quien dio la orden es hoy un conspicuo liberal social.


Claudio Magris escribe en uno de los artículos más deslumbrantes de su libro Utopía y desencanto esta frase que me interesa comentar: «Estas [la humildad y la autoironía] nos ponen en guardia frente a la tentación de abandonarnos al pathos de las profecías y fórmulas que hacen época (…) como la famosa frase según la cual en 1989 habría acabado la historia, frase que ya entonces podría haber encontrado acomodo en el Diccionario de lugares comunes e idioteces de Flaubert. El ’89 lo que hizo fue descongelar la Historia, que había permanecido durante decenios en el frigorífico».



Me siento identificado con el comentario de Magris. Algunos que hasta 1989 eran fervientes partidarios de la URSS y la consideraban la patria de los trabajadores descubrieron con su derrumbe la imposibilidad del socialismo y el carácter intrínsecamente totalitario del marxismo. Más de uno ha devenido neoliberal, o por lo menos liberal social.



Mi experiencia es distinta. Inmediatamente después del golpe empecé, en la compañía fraternal de Manuel Antonio Garretón, un arreglo de cuentas con el dogmatismo teórico que nos había llevado a políticas suicidas durante la Unidad Popular, las cuales contribuyeron al fracaso de la más atrayente experiencia de construcción del socialismo.



Para mí, ese proceso fue doloroso como lo es para todo creyente. Pese a que en 1968 había criticado la invasión soviética a Checoslovaquia y ya en el periodo de la Unidad Popular había comenzado mi crítica a la concepción leninista del socialismo, me aferraba sentimentalmente a las experiencias revolucionarias y no estaba muy lejos de afirmar, como lo hizo Sartre, que el mejor capitalismo es peor que el peor socialismo.



La brutalidad de la dictadura nos convenció que no podíamos tener dos morales. Que no había torturas benéficas fundadas en el hecho que los fines de los torturadores eran virtuosos. Aceptando esa lógica perdíamos legitimidad para criticar a la dictadura.



Movidos por esas ideas fuerzas comenzamos a trabajar en lo que se denomino la «renovación socialista». En la revista Umbral, que sacábamos clandestinamente con Arturo Navarro, escribí una crítica a Alvaro Cunhal, entonces Secretario General del Partido Comunista de Portugal. Ella enojó a la ortodoxia, la cual exigió que retiráramos de circulación la ofensa, es decir, la revista. Para qué decir que quien dio la orden es hoy un conspicuo liberal social.



Confieso que recuerdo todo esto por vanidad. Estoy orgulloso de una línea de continuidad, porque pese a mi temprana desilusión de los socialismos reales creo, como Magris, que con el derrumbe de la URSS no se terminó la historia, sino se descongeló. Pero esto significa para mí que a partir de entonces el socialismo puede revivir, y con él la teoría que lo inspiró, el marxismo.



El fracaso del modelo bolchevique de la revolución, el cual instaló dictaduras del proletariado que fortalecieron a los aparatos estatales en vez de debilitarlos como pretendía Lenin, no significa el triunfo del capitalismo. Este sigue siendo igualmente inhumano, continúa privilegiando el lucro por sobre la satisfacción de necesidades. En el punto más alto de su desarrollo tecnológico y de su despliegue de fuerzas productivas existen en el mundo 2 mil millones de pobres.



¿De qué clase de triunfo se trata? Es el triunfo de una irracionalidad inhumana: mientras algunos núcleos familiares viven con un automóvil para cada miembro de la familia, en casas de más de 500 metros construidos con varios miles de metros de jardines, millones de seres humanos viven en la hambruna. Se alimentan de lombrices que sacan de la tierra, como en los campamentos de refugiados en Pakistán.



Por eso no hay razón alguna para dejar de ser anticapitalista, y hay múltiples razones para tratar de pensar nuevamente, con la ayuda de Marx, de los socialistas utópicos, de los socialistas comunitarios, de los teólogos de la revolución, en un nuevo socialismo.



Por eso creo con Magris que la historia se descongeló cuando sucumbieron los viejos socialismos de las burocracias estatales y partidarias. Nos dejaron la tarea y la oportunidad de pensar otros nuevos.



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