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Conspiraciones

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Los teóricos de la conspiración deben ser perdonados. Es porque les dan motivos que su fantasía, en ocasiones, se vuelve un tanto enfermiza. Por ejemplo, a más de dos años del atentado del 11 de septiembre aún no se sabe nada con certeza. O mejor dicho: lo poco que nos dicen las fuentes oficiales es tan poco creíble que sólo aquellos dispuestos a jugar a la gallinita ciega logran aceptarlo.



El asunto es complicado, mucho más allá de la afirmación que todo comienza y termina con un tal Osama bin Laden, que no es aceptada ni por los más ingenuos. Por tanto es necesario plantear el problema de otro modo. A los largo de estos dos años las personas más informadas -aquellas que, por otra parte, dirigen las investigaciones- disponen de documentación, probablemente esencial, pero la tienen guardada. Para ser más precisos: la Casa Blanca hizo todo lo posible para impedir la puesta en marcha de la Comisión especial de investigación del Congreso, y posteriormente para obstaculizar los trabajos ¿Por qué?



Los teóricos de la conspiración gozan al recalcar quiénes son estas personas. Descendiendo literalmente por las ramas de la actual administración de Estados Unidos, se trata de George Bush, presidente; Dick Cheney, vicepresidente; Ronald Rumsfeld, secretario (ministro) de Defensa; «Condy» Rice, asesora Nacional de Seguridad Nacional, y así sucesivamente.



¿Cuáles son los documentos que no quieren compartir? Muchos al parecer, pero uno debe ser muy interesante: el informe de una agencia secreta -nombre no revelado- que un mes antes del ataque, informó a Bush «que Al Qaeda podría intentar desviar aviones de línea».



¿Quién es el teórico de la conspiración que dice estas cosas? Un editorial no firmado publicado en el New York Times el 30 de octubre en el que el autor se pregunta por qué los detalles se han mantenido en secreto. El asunto aparece como una gran fuente de sospechas si se considera que incluso el presidente de la Comisión especial de investigación, el senador por Nueva Jersey, Thomas Kean -un republicano elegido por la «recalcitrante» Administración porque lo creían inofensivo- perdió la paciencia y amenazó con denunciarla por no colaborar.



El diario estadounidense insinúa que Bush quizás no exhibe los papeles porque se acercan las elecciones y no tiene intenciones de poner en evidencia las increíbles y extraordinarias debilidades del sistema defensivo y de inteligencia de Estados Unidos. Se escuda, como siempre, en que son «secretos de Estado» y hasta niega la existencia de aquellos documentos, entre los que figura un plan detallado de ataque a Afganistán que ya estaba listo en la mesa del presidente el 9 de octubre y que nadie sabe por qué nunca fue autorizado.



Los teóricos de la conspiración piensan que Bush no firmó porque se esperaba que sucediera «algo» que pudiera justificar esa firma. El New York Times se detiene en el umbral del abismo y escribe textualmente: «El acercamiento de las elecciones presidenciales vuelve más sospechosa la intención evasiva de la Administración. La documentación que falta y el rechazo a enfrentar la verdad no harán más que alimentar las teorías de la conspiración y la imagen de que Estados Unidos no será capaz de prever futuras amenazas».



Palabras calculadas y graves que acusan a un emperador, mentiroso y reticente, de exponer a Estados Unidos a futuros peligros.



¿Cuántos misterios deben aún develarse? Hemos sabido -siempre de la prensa de EE.UU.- que la misma mañana del 11 de septiembre Rumsfeld encontró el tiempo para convocar a sus colaboradores y pedirles que buscaran «todo lo que hay y también lo que no hay» para acusar a Irak. Una rapidez de reflejos absolutamente fantástica: Rumsfeld había mentalmente finalizado una guerra que aún no había comenzado, la de Afganistán, y ya estaba pensando en la segunda. Todo en la mañana del 11 de septiembre.



Y en los días inmediatamente posteriores -se supo después de dos años (NYT de 4 de septiembre 2003) – la Casa Blanca autorizó que dejaran en secreto Estados Unidos alrededor de 14 sauditas influyentes, entre los que había muchos miembros de la familia Bin Laden.



Todos los aviones estaban bloqueados en tierra en esos días. Estados Unidos se encontraba en estado de parálisis, angustiado, a la defensiva, pero algunos aparatos pudieron volar, con permiso del presidente, para sacar del país a un grupo de personas como mínimo sospechosas y que, por lo tanto, debían ser interrogadas. No fue un asunto de incompetencia, error o incapacidad: fue una elección. Para no ceder a la tentación de pensar en un complot -que no sería el de Osama bin Laden- se necesita hacer un gran esfuerzo.



* Periodista y escritor italiano. Experto en política y relaciones internacionales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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