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¿A quién benefician las instituciones?

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Gabriel Angulo Cáceres
Por : Gabriel Angulo Cáceres Periodista El Mostrador
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Los ciudadanos votan por un gobierno que les promete prosperidad, pero grandes inversionistas, que son una ínfima minoría, obtienen amplias y permanentes ventajas del Estado.


Por Diego López*

Es una virtud del régimen democrático que las instituciones se respeten: sin importar la riqueza que se tenga, ni las influencias políticas que se puedan ocupar, la igualdad ante la ley es consustancial a la democracia. Una famosa frase ha resumido este valor democrático con precisión: «Las instituciones funcionan».

¿Pero en beneficio de quién funcionan? Hace ya tiempo que el sentido común de las decisiones sobre los asuntos públicos plantea que no basta con que las instituciones funcionen; deben tener una clara orientación: se cree que las posibilidades reales de las personas de obtener prosperidad dependen directamente del crecimiento económico que se obtenga. Esto significa que el objetivo prioritario es garantizar que las empresas produzcan riqueza para financiar una mejor calidad de vida. Se trata de que en tiempos de bonanza económica no se debe apabullar a las empresas, para dejarlas que se concentren en crear riqueza sin obligaciones distributivas, pero en tiempo de crisis económica la autoridad debe auxiliarlas procurando salvaguardar sus intereses. Es un laissez-faire muy sui géneris: libertad empresarial para acumular riqueza y asistencia estatal para recuperarla.

Pero en realidad, la prosperidad de las empresas no necesariamente es la prosperidad de las personas que trabajan para ellas y compran los bienes y servicios que venden. El éxito empresarial puede lograrse a costa de reducir salarios, destruir empleos, depredar el medio ambiente, aumentar los precios de venta al público, imponer condiciones draconianas de contratación o eliminando a los competidores más pequeños.

Existen otros intereses en la sociedad además del interés empresarial de crear riqueza y el régimen democrático no está diseñado para crear prosperidad empresarial sino para que las decisiones de gobierno representen el interés de la mayoría. Eso significa que las leyes y las decisiones de gobierno deben tratar de equilibrar los distintos intereses de la sociedad. He aquí un criterio útil y democrático para evaluar nuestra institucionalidad: observar a quién benefician las normas que operan en el mercado, identificar quién saca provecho y ventaja con las reglas vigentes. Bajo este criterio, nuestra institucionalidad económica ofrece, en general, un panorama lamentable: facilidades, ayudas y comprensión institucional generalizada con las grandes empresas; indiferencia, debilidad institucional y habitual desprotección para los intereses de los consumidores, deudores, trabajadores y pequeños emprendedores. Medidas que se presentan como promotoras de la inversión, el empleo, el consumo y el crecimiento, en realidad, muchas veces, otorgan amplias ventajas a empresas que mientras más grandes son, más provecho sacan de tales medidas.

El tratamiento excepcionalmente favorable que suelen conseguir grandes empresas (rebaja de impuestos o el compromiso gubernamental de no alterar tratamientos impositivos ventajosos, facilidades para invertir, apoyo de la autoridad para enfrentar dificultades en el extranjero, ingentes recursos públicos para apoyarlas sin exigirles mayores responsabilidades sociales o ambientales, benévolas concesiones y adjudicación de licitaciones altamente rentables) revela cuán débil es nuestra democracia: todos los ciudadanos deben someterse al cumplimiento de la ley, pero algunas grandes empresas suelen obtener un trato preferencial de la autoridad o incluso beneficiarse con modificaciones legales hechas a la medida de sus intereses; los ciudadanos votan por un gobierno que les promete prosperidad, pero grandes inversionistas, que son una ínfima minoría, obtienen amplias y permanentes ventajas del Estado.

Evaluar a quién benefician realmente las instituciones es un criterio especialmente útil en crisis económica, porque revela cómo se distribuye socialmente el esfuerzo para paliar los efectos negativos de los malos ciclos económicos.

Por ejemplo, informaciones de prensa señalan que las concesiones entregadas por el Estado a las empresas de salmones equivalen a 500 millones de dólares. Un proyecto de ley  propuesto por el gobierno, actualmente en tramitación, permitirá que las empresas salmoneras accedan a créditos bancarios pudiendo hipotecar estas concesiones. Considerando la pérdida de valor de estas empresas  por el virus ISA, el mayor activo que poseen son las concesiones acuícolas cedidas por el Estado. Mientras tanto, la subsecretaría del Trabajo informó en abril que el paquete total de ayuda a los desempleados del sector salmonero equivaldrá a unos 5 mil millones de pesos. Las instituciones funcionan, claro que sí, pero en desproporcionado beneficio de unos pocos.

*Diego López es abogado, académico de la Universidad Alberto Hurtado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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