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Celibato, pederastia y vocaciones sacerdotales

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Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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El abrir la oportunidad de la opción, en cambio, no sólo abre nuevos espacios, sino que tampoco deniega la posibilidad de que muchos llamados al sacerdocio mantengan el celibato, «si les ha sido dado». Y si la propiedad y herencia es el problema, más fácil resultará legislar canónicamente respecto de este asunto, que sobre un pulso tan humano y poderoso.


Las masivas denuncias de pederastia en contra de sacerdotes de la Iglesia Católica han sacudido a su feligresía mundial, obligando a sus máximas autoridades a pedir perdón por tales conductas, al tiempo que se han levantado múltiples voces en contra del celibato, relacionándolo con dichos comportamientos anómalos. Celibato (del latín caelibis) no es, como se cree, un concepto necesariamente asociado a la Iglesia y se refiere al estado de quienes no contraen matrimonio o no tienen pareja sexual. Es decir, un soltero bien podría ser llamado célibe, aunque el término adquirió un sentido de opción de vida y, por lo general, se entiende hoy célibe a quien no desea casarse por alguna razón. Así, el celibato puede tener motivos sociales, psicológicos o religiosos, que es el caso de los sacerdotes católicos, algunos ortodoxos, monjes budistas e hinduistas ascetas o anacoretas.

De acuerdo a historiadores religiosos, son escasos los pueblos que han valorado el celibato. Por de pronto, en el judaísmo es visto como maldición. Poblar la tierra es un mandato divino: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra” (Génesis 1:28). La idea pasó al Islam, que también es fiel a la reproducción, incluso mediante la poligamia. En el cristianismo, la evolución del celibato tiene dos dimensiones: la monacal y la sacerdotal, que suelen confundirse.

[cita]Es un hecho histórico-neo-testamentario que en la formación del precepto no hay condena explícita de Cristo a pastores que opten por el matrimonio.[/cita]

El sacerdocio cristiano, como evolución institucional de las comunidades de los primeros siglos de nuestra era, no lo contempla ni bíblica, ni tradicionalmente obligatorio. Como movimiento nacido del judaísmo, el cristianismo también ve divinidad en la reproducción humana. Pero por influencia griega, en sus primeros años desarrolló una dicotomía entre la dimensión espiritual y quienes “viven según la carne”, siguiendo la idea socrática de la “doble fecundidad” de cuerpo y espíritu. El otro tipo de celibato –con gran impacto en el desarrollo del concepto- fue el de los monjes del desierto, en Egipto, quienes buscaron practicar los mandatos evangélicos en un abandono total del mundo, al estilo anacoreta, en un seguimiento radical de Cristo (Pacomio, Agustín de Hipona, San Benito, quienes promueven los votos de pobreza, castidad y obediencia, como condición esencial de la vida consagrada).

¿Cuándo, entonces, se torna obligatorio? Jesús de Nazareth  no planteó el celibato como medio imprescindible para alcanzar la meta divina. Por el contrario, en Mateo 19:4 recuerda: “¿No habéis leído que el Creador desde el comienzo los hizo varón y hembra y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos harán una sola carne?”. Y agrega, ante una consulta de sus discípulos sobre la conveniencia de no casarse, que “no todos reciben esa palabra, sino aquellos a quienes es dado”.

Sin embargo, el nazareno agrega un aspecto nuevo cuando se refiere a la continencia voluntaria señalando: “Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos; el que pueda ser capaz de eso, seálo” (Mateo 19:12). Es en este elemento que la Iglesia comienza a ver una invitación de Cristo al celibato para consagrarse al “Reino de los Cielos”.

Esa afirmación de Jesús fue vital para el desarrollo de los dos tipos de celibatos cristianos y fue reforzada por Pablo en su Carta a los Corintios 7:1 al señalar que “(…) bien le está al hombre abstenerse de mujer”, aunque añade que “No obstante, por razón de la fornicación, tenga cada hombre su mujer y cada mujer su marido”. Pero en la misma carta advierte que “el no casado se preocupa de las cosas del Señor (…) El casado se preocupa de las cosas del mundo; está por tanto dividido”. Así y todo, no es claro que tal sentencia apunte sólo al sacerdocio y más bien parece un llamado a todo creyente, pues indica que “digo esto por permisión, no por mandamiento”. El mismo Pablo, en Timoteo 3:2, pide que “(…) es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, (…)”. Es decir,  se deduce que quienes ejercían ministerio dentro de la Iglesia primitiva tenían la opción de casarse.

El celibato sacerdotal obligatorio en la Iglesia Católica comienza a promoverse a contar del siglo IV, en el Concilio de Elvira y en el de Letrán, en el XII, aunque en esas ocho centurias, la norma no fue seguida estrictamente. Sería sólo en el siglo XVI, en el Concilio de Trento (1545 – 1563), que se establece en su forma definitiva, en respuesta a la Reforma protestante que permitía el matrimonio de los sacerdotes. Entre las razones esgrimidas estarían la relajación en los hábitos sexuales de los prelados (que intentaron regularse en los concilios de Maguncia y Augsburgo) y problemas de propiedad y herencia de curas casados, cuyos hijos, al morir sus padres, reclamaban haberes que incluían hasta las parroquias. En épocas recientes, la postura oficial está normada por la Sacerdotalis Caelibatus, sexta encíclica de Pablo VI (1967) y en el mismo sentido se han pronunciado Juan Pablo II y Benedicto XVI.

En consecuencia, es un hecho histórico-neo-testamentario que en la formación del precepto no hay condena explícita de Cristo a pastores que opten por el matrimonio y que, si bien se valora el celibato (a quien le haya “sido dado”), no lo impone. Instalada su obligatoriedad desde la mera voluntad pastoral institucional resulta que muchas reales vocaciones se ven truncadas por una norma cuya exigibilidad es, al menos, discutible. El abrir la oportunidad de la opción, en cambio, no sólo abre nuevos espacios, sino que tampoco deniega la posibilidad de que muchos llamados al sacerdocio mantengan el celibato, «si les ha sido dado». Y si la propiedad y herencia es el problema, más fácil resultará legislar canónicamente respecto de este asunto, que sobre un pulso tan humano y poderoso.

Una renovación en esta materia puede atraer hacia la guía espiritual a muchos fieles de una Iglesia que, además, sufre por la baja de estas vocaciones. Benedicto XVI tiene, pues, una gran oportunidad, poniendo en la mira lo sustantivo y liberando de la carga a quienes, desde la santificación de la vida matrimonial, pueden y desearían ofrecer su vida a la difusión del evangelio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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