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Autoritarios, populares y dispersos

Cristóbal Bellolio
Por : Cristóbal Bellolio Profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Si esta centroderecha estuviera realmente comprometida con la idea de una sociedad meritocrática donde sean las capacidades y no el origen el que determine el éxito en la vida, habría tirado toda la carne a la parrilla desde el minuto uno para construir una cancha pareja. En concreto, se la habría jugado por transformar el triste estado de la educación pública en sus etapas preescolar y escolar. Hasta una reforma tributaria habría tenido sentido en ese caso.


¿Qué alternativas le quedan al gobierno una vez quebrada la mesa de conversaciones con el movimiento estudiantil? A grandes rasgos se pueden identificar dos caminos.

Del primero ya tuvimos una probadita a comienzos de semana. La ley que “penaliza la toma” –ese es el titular, no es realista esperar que la ciudadanía espere leer el proyecto para opinar- apunta como han sostenido muchos a consolidar el voto histórico de la derecha, ese que pide mano dura y no le perdona a su gobierno que se le escape el orden público. Es una estrategia curiosa porque es osada, teniendo en cuenta que la gran mayoría de los chilenos apoya la causa de los estudiantes. La interpretación de La Moneda, asumo, es que llegó la hora de gobernar con los propios antes de ofrecerle amor –nunca correspondido- a los del frente. Sin embargo, estaremos de acuerdo en que falló la prudencia política: las fallidas negociaciones estuvieron precedidas por recriminaciones mutuas y un ambiente de crispación y desconfianza.

[cita]La educación, como le gusta decir al Presidente, era efectivamente la madre de todas las batallas. Pero no ahora retrocediendo pasito a paso con un escudo para bloquear los golpes, sino desde el comienzo como la expresión más pura de una nueva derecha dispuesta a acabar con la injusticia de la cuna que marca el destino. Entonces sí adquiere sentido la competencia, la libertad y el emprendimiento.[/cita]

El segundo camino también lo hemos visto, escuchado y leído cada vez que el Presidente o su ministro de educación señalan que no están dispuestos a financiar la universidad de los ricos con el impuesto que pagan los pobres. Independiente de cuán ajustada a la verdad sea esa declaración, es indiscutible que suena sensata y razonable. Cuando va dirigida justamente a los sectores más desposeídos del país –aquellos que todavía sueñan con el acceso a la educación superior y no han llegado a la etapa de amargarse por el endeudamiento posterior- se trata de un discurso que puede surtir cierto efecto.

El problema, una vez más, está en la credibilidad. ¿Pareciera ser este el tipo de gobierno que pone énfasis en los más pobres? Las encuestas demuestran que, por el contrario, más personas creen hoy que se trata del gobierno de los empresarios, los mismos de La Polar, una clase endogámica que después de concentrar el poder económico ahora se protege con el poder político.

En resumen, la primera alternativa casa al gobierno de Piñera con la dureza tradicional de los gobiernos de derecha y alimenta el fantasma del autoritarismo, mientras la segunda pareciera encaminarse a recuperar la narrativa popular del lavinismo: “que los ricos se cuiden solos”.

Lo que llama poderosamente la atención –y lo que indigna a quienes votamos por este gobierno por una razón distinta a las anteriores- es la carencia de un discurso unificador coincidente con el perfil del Presidente que pusiera todas las fichas en la igualdad de oportunidades. Si esta centroderecha estuviera realmente comprometida con la idea de una sociedad meritocrática donde sean las capacidades y no el origen el que determine el éxito en la vida, habría tirado toda la carne a la parrilla desde el minuto uno para construir una cancha pareja. En concreto, se la habría jugado por transformar el triste estado de la educación pública en sus etapas preescolar y escolar. Hasta una reforma tributaria habría tenido sentido en ese caso.

Piñera siempre subestimó la necesidad de contar con un relato que orientara todos los esfuerzos de su gobierno. Aylwin tuvo la transición, Frei la apertura al mundo, Lagos y Bachelet las garantías universales –en salud y previsión respectivamente. Este gobierno quiso poner huevos en todas las canastas.

Confundió el necesario pragmatismo con el pecado de la dispersión. La misma dispersión que le está pasando la cuenta al movimiento estudiantil (¿No era la calidad para todos? ¿O la erradicación del lucro? ¿Ahora es la gratuidad para las tradicionales? ¿Asamblea constituyente y renacionalización del cobre?).

Varios analistas han anticipado que la actual administración no será más que un paréntesis en el largo ciclo de la centroizquierda. Que por querer escribir todas las páginas de la historia terminará apareciendo en ninguna. Que por estar cruzada de miedos atávicos, conflictos de intereses y debates ideológicos no resueltos, su aporte político será limitado. La educación, como le gusta decir al Presidente, era efectivamente la madre de todas las batallas. Pero no ahora retrocediendo pasito a paso con un escudo para bloquear los golpes, sino desde el comienzo como la expresión más pura de una nueva derecha dispuesta a acabar con la injusticia de la cuna que marca el destino. Entonces sí adquiere sentido la competencia, la libertad y el emprendimiento. Bachelet encontró la brújula a medio camino. Ojalá lo mismo le pase al Presidente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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