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Acuerdos tras bambalinas, reforma educativa y proyecto país

Pablo Torche
Por : Pablo Torche Escritor y consultor en políticas educacionales.
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El riesgo es que, tal como sucedió con la reforma tributaria, si la reforma educativa sigue perdiendo apoyo ciudadano, la real politik termine por imponerse otra vez, y empuje al oficialismo a pactar un acuerdo entre gallos y medianoche, que salve lo que queda de una reformita. En vez de conseguir los ajustes y precisiones que reclaman, cada grupo descubrirá entonces con un mero programa de mejoramiento, un nuevo plan de recursos, pero en el mismo paradigma privatizado y mercantil que se desea cambiar.


El acuerdo tras bambalinas para pactar la reforma tributaria despertó justa indignación en diversos sectores políticos, así como en la ciudadanía más atenta y activa. Antes aún de saber bien qué es lo que se había acordado, un consenso tan amplio con la derecha, fraguado completamente a espaldas de la ciudadanía, levantaba la sospecha respecto de que nuevamente la “elite” había transado lo que era más conveniente para ellos, en desmedro de los intereses del país.

Más que los contenidos del acuerdo, entonces, lo que escandalizó fue la forma en que este se alcanzó. Es por esta razón que el hecho de que las reuniones hubieran tenido lugar en la casa de Juan Andrés Fontaine (un detalle, al fin de cuentas, menor), adquirió tanta importancia. Un tufillo oligárquico rezumaba de toda la negociación, la idea de que un grupo de amigos se reunía en sus casas de Vitacura para sellar los destinos del país.

En lo personal, comparto plenamente el recelo y rechazo frente a este tipo de maniobras políticas torpes y poco transparentes, que enturbian la política y la alienan aún más de la opinión pública. Esto es tanto más grave tratándose de una reforma política estructural para el gobierno y la sociedad, y que por lo tanto es clave que cuente con un respaldo ciudadano amplio. En las actuales circunstancias, más allá de la dimensión técnica de la reforma (difícil de comprender salvo por los más entendidos), la modificación tributaria adolecerá de una clara falencia política, una falla de origen que será difícil de restituir.

[cita]El riesgo es que, tal como sucedió con la reforma tributaria, si la reforma educativa sigue perdiendo apoyo ciudadano, la real politik termine por imponerse otra vez, y empuje al oficialismo a pactar un acuerdo entre gallos y medianoche, que salve lo que queda de una reformita. En vez de conseguir los ajustes y precisiones que reclaman, cada grupo descubrirá entonces con un mero programa de mejoramiento, un nuevo plan de recursos, pero en el mismo paradigma privatizado y mercantil que se desea cambiar.[/cita]

Sin embargo, las críticas a la forma en que se realizó esta negociación, no debiera hacernos olvidar el clima de opinión previo a la reforma, que sin duda se encuentra en la génesis misma de este mal habido acuerdo. Lo cierto es que la reforma tributaria venía perdiendo apoyo popular progresivamente en los últimos meses, al punto que, según algunas encuestas, menos de la mitad de la población la respaldaba, y seguía bajando. En estas circunstancias, resultaba casi ridículo que los dirigentes de la Nueva Mayoría siguieran esgrimiendo el argumento de que la reforma “estaba en el programa”. Esta razón podía servir (supuestamente, tampoco servía mucho en todo caso) para los partidos de gobierno, pero no tenía mucho sentido restregárselo en la cara a los votantes. El hecho concreto era que una de las reformas estrellas del programa de Bachelet, que había arrasado con el 62% de los votos, se estaba quedando, a menos de 4 meses del cambio de mando, sin apoyo ciudadano.

Hay muchas razones para esto: la muy mala política comunicacional del gobierno, el fatídico video por el que hubo poco menos que salir a pedir disculpas (además de decir que no tenía costo) y una muy bien orquestada campaña de desinformación de la derecha (uno de cuyos puntos altos fue el video de Juan Pablo Swett diciendo que emprendedores con 6 millones de utilidades mensuales, eran clase media), entre otros.

La más importante, a mi juicio, fue la gran dispersión de los actores sociales y políticos que salieron a criticar la reforma tributaria. A algunos no les gustaban los impuestos a los alcoholes, a otros los impuestos verdes, a los que tenían una segunda vivienda, o pensaban comprar una, no les apetecía siquiera correr el riesgo de pagar el trámite, a los más radicales no les gustaba que el sistema de tributos no fuera completamente integrado, a los emprendedores les gustaba el FUT, en fin.

Cada quien quería hacer una reforma a su pinta y, por otro lado, a nadie le gusta pagar impuestos, siempre hay alguna razón para oponerse a un alza. En ese contexto, quienes querían un poco más, se confundieron con quienes querían un poco menos, y se mezclaron sobre todo con todos aquellos que defendían sus intereses personales, y al final eso terminó debilitando la reforma. Si todos se oponen por alguna razón, aunque sean razones de muy distinta índole, la opinión pública general no saca un promedio, simplemente termina por desconfiar, y oponerse también. Y, sin apoyo ciudadano, era difícil que el gobierno alineara una mayoría rotunda en torno a un alza de impuestos más jugada, más “pro-equidad”.

En la actualidad, algo muy muy parecido está ocurriendo con la reforma educativa. Una gran dispersión de las fuerzas de centro izquierda (y particularmente de izquierda), parecen haber ido dejando sin apoyo las transformaciones estructurales que se requieren para dejar atrás un paradigma de mercado. Cada actor parece pensar que su labor es oponerse por una razón distinta, y ser más radical en su crítica, con lo que sólo terminan por beneficiar a la derecha, que es la que saca cuentas alegres de este fragmentario oposicionismo.

Los rectores de cierto tipo de universidades se oponen por una cosa, los de otro tipo por otras. Los sostenedores de toda índole (incluida la Iglesia), acusan, sin más, de “estatización”. El Colegio de Profesores anuncia derechamente paro, algunos liceos emblemáticos acusan tomas.

A la Confech, que no ha logrado encontrar el tono, le disgusta la reforma entre otras cosas porque no toca a los colegios particulares pagados. Este es exactamente el mismo argumento utilizado por sectores más liberales de la Nueva Mayoría, que critican la reforma diciendo que, si los colegios particulares pueden cobrar y seleccionar, ¿entonces por qué los subvencionados no podrían hacerlo? (Esto es algo que molesta particularmente a la gente que ha estudiado en EE.UU., no sé bien por qué). Claro, se supone que la Confech realiza esta crítica en un sentido inverso, pero esto nadie lo entiende.

Los dirigentes estudiantiles (que de pronto lo saben todo, una cosa sorprendente), también critican que no se haya privilegiado la calidad de la educación pública, en vez de las reformas estructurales propuestas. Esto es exactamente lo mismo que dice la derecha, que propone dejar a un lado las reformas propuestas por Eyzaguirre, y dedicarse a lo que “verdaderamente importa”: la calidad de la educación de nuestras niñas y nuestros niños (con tono de gran sentimiento). Esta similitud desafortunada entre argumentos de la Confech y la derecha, aunque sea por razones distintas, confunde y sólo debilita el proyecto de construir una educación pública inclusiva y de calidad. Al final, en vez de profundizarse la reforma, cobra sentido el adagio “La Confech y la derecha unida, jamás serán vencidas”.

Una reforma estructural de la educación es difícil, e implica necesariamente costos y sacrificios de muchos sectores, en pro de un sueño mayor. Para esto se requiere la convergencia amplia de los actores políticos y sociales que creen en una educación pública inclusiva e integradora en torno a las transformaciones estructurales básicas que harán posible el cambio de paradigma. Este no es el momento de los ajustes y prioridades específicas de cada sector, ni menos de los iluminados o sábelotodos, cada uno con su propia reforma lista bajo el brazo, mejor que la del otro. Es más bien el momento de ponerse de acuerdo sobre las condiciones básicas del nuevo sistema educacional que queremos para Chile, con el propósito de lograr transmitir una cierta convicción y esperanza a la ciudadanía, que sin duda mira los cambios con algún temor y dudas.

En este sentido, la principal labor del gobierno, debería ser la de abrir este horizonte de expectativas, la oportunidad de construir un proyecto de sociedad que adquiere más realismo a través de esta reforma educativa.

Un proyecto de país no es un conjunto de medidas, menos un conjunto de cifras, para no hablar de un conjunto de condiciones de compraventa o traspaso. Eso es un discurso técnico, útil para mesas técnicas con los involucrados. Para el conjunto de la ciudadanía, para el país que atiende la reforma educativa y cifra una esperanza en ella, el discurso debiera ser muy otro y tiene que ver con visualizar el tipo de sociedad en que queremos vivir, una sociedad que se parezca un poco más a la que anhelamos

En este sentido, como ha dicho el senador Montes, a la reforma educativa le hace falta “alma”, pues esta es la única forma de contactarse con las aspiraciones cotidianas de los ciudadanos. Si la discusión se queda en el área chica de las frías cifras (muy en el estilo Piñera), ya habremos perdido la batalla, por mucho díptico o infograma que se haga.

El riesgo es que, tal como sucedió con la reforma tributaria, si la reforma educativa sigue perdiendo apoyo ciudadano, la real politik termine por imponerse otra vez, y empuje al oficialismo a pactar un acuerdo entre gallos y medianoche, que salve lo que queda de una reformita. En vez de conseguir los ajustes y precisiones que reclaman, cada grupo descubrirá entonces con un mero programa de mejoramiento, un nuevo plan de recursos, pero en el mismo paradigma privatizado y mercantil que se desea cambiar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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