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Kill PowerPoint

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Sébastien Monnier
Por : Sébastien Monnier Profesor asociado en geografía, Universidad Católica de Valparaíso
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Una vez, un eminente colega me dijo: “Enseñar es un tema de seducción. Obviamente esta seducción debe quedar intelectual; si no quedase así, nos acostaríamos rápidamente con nuestra(o)s alumna(o)s”. Más allá del chiste final de su sentencia, él tenía toda la razón: seducir con los ojos y las palabras, orientándose hacia la mirada del público, y dejar la pantalla como fondo de soporte, tendría que ser una regla de base para todos los docentes y expositores.


PowerPoint ha matado todo, o casi. Todo lo que hacía el arte y la magia de ser profesor. Por supuesto, los programas informáticos de presentación (son varios más que PowerPoint pero, por comodidad, diremos “PowerPoint” en adelante) han traído potencias considerables, dando la posibilidad de proyectar de manera flexible y a costos reducidos (financieros y físicos) una gran variedad de información y añadir una dimensión estética a las clases y exposiciones. Sin embargo, el uso de PowerPoint es un número de equilibrista y varias veces el utilizador cae: derivando hasta desnaturalizar y poner en cuestión su esencia de docente o expositor.

Hace más de diez años que observo esta deriva en el mundo académico. ¿De cuántas presentaciones sobrecargadas me recuerdo? –decenas de diapositivas y megabits, animaciones por todo lado y que a menudo no funcionan más, falta de coherencia y de orden –momento clásico: el expositor suspendido en su presentación, sorprendido por una diapositiva no recordada o desubicada– son los ingredientes ideales del aturdimiento del público.

[cita] Una vez, un eminente colega me dijo: “Enseñar es un tema de seducción. Obviamente esta seducción debe quedar intelectual; si no quedase así, nos acostaríamos rápidamente con nuestra(o)s alumna(o)s”. Más allá del chiste final de su sentencia, él tenía toda la razón: seducir con los ojos y las palabras, orientándose hacia la mirada del público, y dejar la pantalla como fondo de soporte, tendría que ser una regla de base para todos los docentes y expositores. [/cita]

Sin embargo, la forma más común, representativa, y acabada de deriva en el uso de PowerPoint es esa que consiste, para el “orador”, en escribir en la presentación todo (o casi todo, o a veces más que) lo que dice oralmente. Si hay que reconocer que la inscripción de la mayor parte de una presentación en el PowerPoint puede eventualmente tener un interés en conferencias internacionales –cuando las diferencias de pronunciación del inglés representan un obstáculo potencial para la comprensión–, un buen uso de PowerPoint consistiría en una limitación estricta del texto y una preponderancia de las ilustraciones. Pues no solamente escribir tanto en el PowerPoint representa tiempos excesivos de preparación, bien superiores –por “gastos de puesta en forma”– a los requeridos por las tradicionales notas sobre papel y “en cabeza”, sino que, más que todo, el media entre el saber y el público deja de ser el expositor y llega a ser la pantalla. El expositor dará la espalda (o el costado) a su público durante una gran parte del tiempo y tendrá la demasiada grande tentación de leer –en lugar de hablar–. Retroacción: un público a quien el contenido de la presentación oral está dado en pantalla progresivamente se pierde entre el auditivo y el visual; no escucha realmente; se contenta con copiar el contenido proyectado del PowerPoint; incluso espera pasivamente el fin de la sesión pues sabe que la presentación estará distribuida de una manera u otra (papel, archivo electrónico). También, a través de esta deriva, se reduce o desaparece la improvisación que hace una gran parte del encanto de una clase, hecho que se aplica obviamente al discurso pero también al movimiento del expositor, la pantalla actuando como factor de mantención e inmovilización corporal.

La deriva en el uso de PowerPoint tiene una influencia considerable sobre la conducta de los alumnos universitarios. Ellos se pueden satisfacer de una atención limitada y pasiva en la medida que los contenidos aparecen en la pantalla; copiar sin realmente entender en tiempo real permite salvarse de una caña postcarrete, por ejemplo. Aún más preocupante: las “aulas virtuales”, al uso de las cuales los docentes están incitados, si no obligados. Como el PowerPoint, cuyo fin es la prolongación lógica, el aula virtual tiene ventajas y al el mismo tiempo representa amenazas para la docencia. Permite un soporte de la clase (traer un material pedagógico adicional, por ejemplo) mientras, como lo dice su nombre, realiza la duplicación de la materia de la clase real en un universo virtual. Nada de sorprendente, en el fondo, en un mundo en el cual uno vive más y más en la esfera internet desdoblada y también más y más desacoplada del mundo real: Baudrillard lo había predicho bien hace veinte años. Así el aula virtual añade una segunda capa de permiso de desconcentración para los alumnos. Aquellos pueden además llegar atrasados o simplemente faltar a la clase cuando eso está tácitamente permitido. ¡Serán los últimos en quejarse de tal sistema! Pero tal vez estarán menos felices cuando el aula virtual se cierre, porque no han pagado sus deudas con la Universidad, haciendo de la materia docente virtual un producto de consumo bajo reglas autoritarias y penalizando –¡sorpresa!– a los más pobres (cómo si tuviesen menos mérito). Por otra parte, del lado de los docentes, las aulas virtuales exigen un aumento de carga docente y, por lo tanto, reducen el tiempo disponible para otras tareas académicas.

Una vez, un eminente colega me dijo: “Enseñar es un tema de seducción. Obviamente esta seducción debe quedar intelectual; si no quedase así, nos acostaríamos rápidamente con nuestra(o)s alumna(o)s”. Más allá del chiste final de su sentencia, él tenía toda la razón: seducir con los ojos y las palabras, orientándose hacia la mirada del público, y dejar la pantalla como fondo de soporte, tendría que ser una regla de base para todos los docentes y expositores.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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