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Chile y Venezuela: cuando el doble estándar es el estándar Opinión

Chile y Venezuela: cuando el doble estándar es el estándar

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Marcel Oppliger
Por : Marcel Oppliger Periodista y co-autor de “El malestar de Chile: ¿Teoría o diagnóstico?” (2012)
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Resulta ingenuo esperar que Bachelet y la Nueva Mayoría saquen al pizarrón al gobierno de Nicolás Maduro por acciones que cada vez más miembros de la comunidad internacional estiman incompatibles con la democracia, desde la persecución judicial de sus opositores al acoso de la prensa independiente, desde la concentración de poderes en el Ejecutivo a la intervención electoral del Estado


Quienes reclaman que Michelle Bachelet no ha condenado con firmeza la represión política del actual gobierno venezolano no pueden hacerse los sorprendidos. Lo justo es reconocer que siempre que se ha tratado de tomar posición frente a las tropelías de autocracias de izquierda –desde China a la República Alemana Oriental, y desde Cuba a Venezuela–, la Presidenta de Chile ha sido de una consistencia que no admite equívocos. Es cosa de hacer memoria.

En 2005, cuando se enfrentó a Soledad Alvear en el primer debate del posteriormente fallido proceso de primarias de la Concertación, le preguntaron a la candidata del PS si estaría dispuesta a firmar un tratado de libre comercio con China, “país reconocido por sus flagrantes violaciones a los derechos humanos”, como precisó un periodista. Bachelet salió del paso contestando que incluso apoyaría sanciones internacionales contra “aquellos países que incurran en estas violaciones”, pero sólo “si hay denuncias concretas y se investigan y se demuestran en organismos pertinentes, no sólo en información de prensa”.

[cita] El doble estándar que Chile y otras democracias aplican a la crisis venezolana –que no sería síntoma de un déficit democrático, sino de conspiraciones golpistas (jamás demostradas) de la ultraderecha doméstica y extranjera– contribuye a disfrazar el evidente cinismo del Palacio de Miraflores. Entre otras cosas, Caracas apunta estridentemente a EE.UU. como Enemigo n.° 1, pero sus finanzas dependen de ese país como principal comprador de su petróleo; se dice preocupada de los pobres, pero ha sumido a Venezuela en la peor debacle económica de la que tenga memoria.[/cita]

Es bien sabido que ya por entonces, y desde mucho antes, el gobierno chino estaba en la lista negra de todos los organismos mundiales preocupados de los derechos humanos, y que los reportes sobre las numerosas formas en que Beijing atropellaba –y sigue atropellando– a sus ciudadanos eran mucho más que simple “información de prensa”. A China se le recriminaba, entre otras cosas, la falta efectiva de derechos de movimiento, expresión y religión; la inexistencia de un Poder Judicial independiente, de un Estado de derecho vigente y de un debido proceso creíble; así como el no respeto a derechos humanos esenciales a nivel político, laboral y étnico. Sin olvidar aspectos específicos como la mayor tasa planetaria de condenados a muerte, la política del hijo único, el estatus legal del Tíbet, la ausencia de sindicatos independientes, la asignación de beneficios sociales según criterios políticos, la restricción de la migración interna, etc. En suma, “un Estado altamente represivo”, a juicio del Informe 2005 de Human Rights Watch.

(Por cierto, en 2009, cuando Bachelet concluía su primer gobierno, el disidente Liu Xiaobo fue condenado a 11 años de cárcel –donde aún permanece– por suscribir un documento a favor de ampliar las libertades en su país, ante el atronador silencio de Chile. Al año siguiente Liu recibió in absentia el Premio Nobel de La Paz por su “larga lucha no violenta en pro de los derechos humanos fundamentales en China”).

¿Qué decir de la RDA, donde Bachelet escogió vivir su exilio? Todo indica que ella comparte la opinión de que en ese país “no hubo dictadura”, como dijo el secretario general del PC chileno en 2013. Siete años antes, la entonces Presidenta había descrito su estadía bajo el despotismo de Honecker como “un tiempo muy feliz”, puesto que allí “pude seguir mis estudios, me casé, tuve mi primer hijo”. Y en noviembre pasado, con motivo del 25° aniversario de la caída del Muro de Berlín, la por segunda vez Presidenta viajó a la Alemania reunificada sólo para decir que agradecía sentidamente la hospitalidad recibida en su juventud, sin mencionar para nada al extinto régimen germano-oriental que se la había brindado. Sobre la Stasi, los gulags o los alemanes que murieron tratando de cruzar el Muro… mutis.

En cuanto a Cuba, el doble estándar de Bachelet es el mismo que gran parte de la izquierda latinoamericana ha exhibido durante décadas a la hora de calificar al régimen de los hermanos Castro por lo que es: una dictadura comunista que perdura gracias al apoyo de unas Fuerzas Armadas ideológicamente capturadas (y económicamente corrompidas) por un proyecto político consagrado a mantener en el poder a los Castro y su círculo de aliados, sin atisbo de respeto por los principios y las prácticas de una verdadera democracia. La actitud de la Mandataria hacia Cuba no difiere gran cosa de aquellos miembros de su coalición que han expresado simpatías por figuras como Kim Jong-Il en Corea del Norte o Muammar Gaddafi en Libia, por ejemplo, dos tiranos cuya retórica pretendidamente izquierdista bastó en más de una ocasión para legitimarlos ante muchos de quienes se consideran defensores del “progresismo” en este lado del mundo.

A la vista de antecedentes como estos, resulta ingenuo esperar que Bachelet y la Nueva Mayoría saquen al pizarrón al gobierno de Nicolás Maduro por acciones que cada vez más miembros de la comunidad internacional estiman incompatibles con la democracia, desde la persecución judicial de sus opositores al acoso de la prensa independiente, desde la concentración de poderes en el Ejecutivo a la intervención electoral del Estado, desde la negativa a aceptar observadores internacionales de DD.HH. a la represión violenta de las protestas ciudadanas, por nombrar algunas. Según la óptica de La Moneda y el oficialismo, parecería que los regímenes que invocan públicamente un ideario de izquierda (en su versión más añeja) –igualdad económica, lucha de clases, antiimperialismo, Estado omnipresente, etc.– no pueden ser culpables del vicio autoritario, ya que utilizar el poder en forma arbitraria sencillamente no estaría en su ADN. La evidencia, desde luego, muestra todo lo contrario.

Peor aún, el doble estándar que Chile y otras democracias aplican a la crisis venezolana –que no sería síntoma de un déficit democrático, sino de conspiraciones golpistas (jamás demostradas) de la ultraderecha doméstica y extranjera– contribuye a disfrazar el evidente cinismo del Palacio de Miraflores. Entre otras cosas, Caracas apunta estridentemente a EE.UU. como Enemigo n.° 1, pero sus finanzas dependen de ese país como principal comprador de su petróleo; se dice preocupada de los pobres, pero ha sumido a Venezuela en la peor debacle económica de la que tenga memoria; proclama la independencia bolivariana, pero acepta el tutelaje político de la autocracia habanera y depende de las importaciones de alimentos para su subsistencia; denuncia las taras del sistema de partidos que antecedió al chavismo, pero el país ostenta hoy los peores índices de dependencia petrolera, corrupción, inseguridad y crispación social en su historia.

El doble estándar de la administración Maduro es, desde luego, problema de los venezolanos, y ojalá lo resuelvan más temprano que tarde. El doble estándar de Chile, en cambio, es problema nuestro.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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