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Pietro Ingrao: un siglo en la memoria de izquierda Opinión

Pietro Ingrao: un siglo en la memoria de izquierda

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Giovanna Flores Medina
Por : Giovanna Flores Medina Consultora en temas de derecho humanitario y seguridad alimentaria, miembro de AChEI (Asociación chilena de especialistas internacionales).
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El siglo de Pietro Ingrao es, sin duda, el siglo de la memoria, de la estética política y de la ética del eurocomunismo en Italia. Su legado, más allá de ese sino trágico del poder, la realpolitik y la modernidad, que le mezquinó la justica y la libertad, es “la esperanza que la política es de todos y no la dejaremos morir”.


Enrico Olivieri sabía que este discurso retrasaría al menos el fatal destino que esperaba al partido político de ser castigado con el descenso a un dígito de su porcentaje de electores. Sabía que su aparición en el escenario chocaría con la desconfianza y la desorientación que inundaban a esa muchedumbre que se debatía entre la opacidad y la perplejidad, protagonista, en todo caso, de una historia que se apagaba en su letargo. Una izquierda demodé y triste, dirán algunos. Una izquierda ausente, renovada y siempre en connivencia con el nuevo empresariado, dirán, por el contrario, otros. Una minoría en la Italia del 2012 y de las vicisitudes que enfrentaba a sus ciudadanos con los efectos de la dimisión de Berlusconi. Ese vendaval de la derecha popular que terminó defenestrando el régimen político también los empujaba a ellos. Todo esto, tras los veinte años del Tangentópolis.

Allí, donde la gigantografía que enmarcaba el escenario destacaba los derechos reivindicados por décadas, faltaba sin embargo la palabra y el pulso vital, según él mismo, de la vocación política: la pasión, el motor del poder y de la estética que marcó el surgimiento de la Primera República. Fue así que, dirigiéndose a los más jóvenes, decidió recitar un monólogo de Bertolt Brecht, vigente a más de medio siglo de su estreno:

Dices para nosotros las cosas van mal. La oscuridad crece. Las fuerzas disminuyen. Después que se ha trabajado tantos años, estamos ahora en una condición más difícil que cuando se había comenzado. Y el enemigo está ante nosotros más poderoso que nunca. Parece que han crecido sus fuerzas. Ha tomado una apariencia invencible.

No se puede negar, nosotros hemos cometido algunos errores. Cada vez somos menos. Nuestras consignas son confusas. Una parte de nuestras palabras las ha tergiversado el enemigo hasta hacerlas irreconocibles. ¿Ahora qué es lo equivocado, lo falso, de aquello que hemos dicho?

¿Es algo o es todo? ¿Con quién contamos todavía?

Somos de los que hemos sobrevivido, los rechazados por la corriente ¿Nos quedaremos atrás, sin entender a nadie y sin que nadie se entienda? ¿O cifraremos esperanzas en la buena suerte?

¿Es esto lo que pides?

Pues bien. No esperes ninguna respuesta que no sea la tuya.

Fue entonces cuando la aclamación se hizo inmediata. La multitud recordaba los festivales y encuentros sociales de los años 60 y 70, donde la clase operaia se mezclaba con las primeras generaciones universitarias de la reforma educacional de la ―por aquellos años― hegemónica Democrazia Cristiana. Enrico era el secretario general del partido, un heredero del eurocomunismo de elite, y el mejor candidato. El único candidato ante la eminente derrota.

Quizá sea esta la escena que mejor sintetiza el argumento de la película Viva la Libertà (Roberto Andó, 2013), basada en la exitosa novela Il trono vuoto: antes de la junta nacional que lo proclamará, Enrico huye en busca de la gracia perdida que Cannes y el cine alguna vez le auguraron. En tanto, su hermano gemelo, Giovanni, filósofo y poeta, lo reemplazará en secreto tornando la crisis y la encrucijada electoral en una inteligente vía hacia el éxito en las parlamentarias y su aspiración a la presidencia del Consejo. Lejos del criticado concepto de democracia de masas, de la lucha continua de los trabajadores y de las multisindicales que desestabilizaban Milán, o de las Brigadas Rojas y su herencia de terror, había otro relato. Giovanni tomó la decisión:

¿Quieren relato? ¿Quieren una opción ética de la probidad que aplaque lustros de corrupción y desideologización?

Él mismo podría, entonces, ejercer aquel encanto, il fascino de la memoria más vívida y comprometida, esa que aún se guarda como secreto de Estado por el pesado velo de los años de plomo, o por las redes empresariales y de la mafia, cuyo cohecho y lavado de activos han construido la riqueza de tantos.

Uno y otro, son los paradigmas que representan a Enrico Berlinguer y Pietro Ingrao.

[cita]Una ética que buscaba en la modernidad construir la libertad y la justicia de los derechos fundamentales, diríamos hoy la democracia constitucional de Ferrajoli, su amigo, y que terminó desdeñada por el neoliberalismo. Su vinculación con Chile, desde Neruda hasta el Tribunal Russel, que en 1974 fue la primera instancia internacional de investigación de los crímenes de la dictadura, se hace presente en las conversaciones de aquellos jóvenes y políticos que buscan referentes ideológicos. Si Gramsci, Berlinguer, Ingrao y Moro son citados por Corbyn en Londres, Alexis Tsipras en Atenas o Pablo Iglesias en Madrid, para nosotros tampoco son ajenos.[/cita]

Berlinguer, el ya casi mítico fundador del Compromiso Histórico que tras el golpe militar en Chile defendería una coalición de gobierno con la DC de Aldo Moro, pero que, después del fatídico secuestro y ejecución del líder democristiano a manos supuestamente de las Brigadas Rojas, el 9 de mayo de 1978, no vislumbraría nunca otra oportunidad para dicha tesis, menos en una nación convulsionada, ya no por la lucha armada, sino por las purgas entre la ‘Ndrangheta y la Camorra. Su muerte en 1983 impactó a la izquierda mundial, en especial a Ingrao, quien le sobrevivió hasta cumplir cien años. Fue él quien se opuso tenazmente al proyecto, aunque terminó siendo uno de sus principales restauradores al paso de tres décadas.

Ingrao: la estética política, la dirección de L’Unità y el derecho al disenso

Aquel pasaje del film es una remembranza de la última aparición de un octogenario Pietro Ingrao ante el Foro Social de Florencia en noviembre del 2002. Esa tarde llamó a los dirigentes estudiantiles a avanzar por sobre la crisis y el inconformismo trazando un camino de largo aliento: “No basta vuestra pasión, la política exige poder y debe además saber intervenir sobre el poder”.

Militante activo por casi siete décadas, su testimonio no se deslucía por la senectud de una vida intensa. Del brazo de Carrillo y la Pasionaria en la España antifranquista, fumando puros con el Che y Fidel, o estrechando la mano de Yasser Arafat y Muammar Gadafi, bien podía narrar sus aventuras ante una audiencia cautiva. Aunque esa sería una feble distracción ante lo urgente: la amenaza de la subpolítica, del terrorismo transfronterizo, de la islamofobia, y del poder autárquico con el cual jugaban los Bush y su política exterior en el África. Todos problemas ante los cuales la izquierda se ensimismaba. A poco más de diez años del “Otoño de las naciones” no se enfrentaban males cotidianos de la globalización ni se refutaba la carencia de políticas públicas que protegieran el derecho a la memoria. Fuera para las víctimas de la Khmer Rouge, de las dictaduras militares sud y centroamericanas (en especial de Chile y Argentina), o en casos emblemáticos, como la matanza de Srebrenica en la guerra de los Balcanes, todos merecían conocer los vicios de las ideologías que los justificaban. Él, no volvería a cometer el error ni a ser cómplice militante de ningún régimen totalitario.

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Su trayectoria comenzó en las juventudes fascistas, apenas entró a estudiar derecho y literatura, jornadas de lucha que combinaba con su interés por la poesía y el cine. Será esa mirada y la imaginación poética las que inspirarán sus artículos y textos más variados en una época donde el discurso político exigía no solo creatividad y pragmatismo, sino belleza. De las loas a Mussolini pasó al proselitismo con los actores emergentes de la que sería Cinecittà. La Guerra Civil española despertará en él una crítica vital que le exige abandonar la universidad y sus orígenes terratenientes. Contará de forma recurrente que fue el 17 de julio de 1936 el día clave, en que con 21 años de edad, cuando explotó la revuelta franquista, decide que “la lucha de clases se convertirá en el punto central de su vida, su primer deber, su primera esperanza”.

Partisano a medio tiempo, más que soldado, y activista clandestino o de enlace con fuerzas extranjeras, adquirió experiencia para desplegar lo que sería su batalla contra Il Duce en las cálidas tierras de Calabria. Serán sus anécdotas y las de sus más cercanos camaradas las que se plasmarán en los primeros guiones de Visconti (Obsesión, 1942), Rossellini (Roma Cittá Aperta, 1945 – Paisá, 1946), y De Santis (Arroz amargo, 1948). Y si bien nunca fue actor, sí fue asistente de producción y gestor de prensa: El Gatopardo (Visconti, 1963) y La Batalla de Argel (Pontecorvo, 1966), son los títulos que más polémica le redituaron, transformándolo en heraldo de una equívoca propaganda política, tanto para alabar la revolución como para denostarla. Mientras la primera es una de las piezas del cine clásico más pulcras y elegantes, una reivindicación estética del refinamiento y belleza de la aristocracia en los albores del nacimiento de Italia, la segunda develó los métodos de desarticulación aplicados contra la resistencia árabe en los años 50 en la guerra franco-argelina, mismo modelo que exportaron las dictaduras militares de Argentina, Brasil y Chile. Aquello en un comunista resultaba, para muchos, una contradicción imperdonable.

Igualmente, abrirá en el diario L’Unità un espacio de reflexión y de lucha política contra el conservadurismo de la derecha democristiana. Comprometido director entre 1947 y 1957, y encargado de ediciones especiales después, su sello fue incorporar a los intelectuales italianos de mayor renombre a sus filas. Escritores como Alberto Moravia, Italo Calvino y Pavese, y, posteriormente, dramaturgos y novelistas como Darío Fo, o el conflictivo Pier Paolo Passolini, usaban sus páginas como si hoy escribieran en sus propios blogs. Fueron sus titulares de los comienzos sobre la expulsión de Neruda y la prohibición de ingreso de Bertolt Brecht, los que le valieron amistad con ambos. Sin embargo, sus detractores le acusaban de favoritismo y liberalismo. A los 32 años y sin experiencia profesional, sin pertenecer al Comité Central y con una pulcritud de lenguaje que desdeñaba la pobreza de la propaganda más elemental o el escándalo, su autoridad fue siempre objeto de discusión en el partido. Nunca aceptó las rectificaciones en torno a menos moda, menos deportes y menos ópera en pos de más sindicalismo y trabajo de bases. Así pues, si Palmiro Togliatti le pidió convertir el humilde pasquín de la guerra, creado en la década del 20 por Antonio Gramsci, en ‘Il Corriere della Sera’ de la clase obrera, ello fue conseguido con creces. Su editorial ‘El coraje de tomar posición’ del 25 de octubre de 1956, donde criticaba duramente la revolución húngara, determinará su salida del medio, una solidaridad filosoviética de la cual él mismo renegará en los 70.

Con todo, será en 1966 cuando su derecho al disenso, una prerrogativa inexistente en el pétreo escenario de los comunistas, desbordará su historia personal originando una nueva corriente: el ingraismo. El 27 de enero de ese año en el XI congreso del partido pronuncia su ‘disentimiento fundamental’ con la dirección del Comité Central. El punto en cuestión era la propuesta primigenia de un gobierno de centroizquierda que incluiría a Aldo Moro en un diseño de futuro. Nuevamente Chile, bajo el gobierno de Eduardo Frei Montalva, era el espejo en el cual varios se miraban. La revolución en libertad era un horizonte que no solo despertaba admiración en la DC, sino en parte de la izquierda más moderada y con aspiraciones parlamentarias. Él, sin embargo, se negaba a extrapolar dicho proyecto a Italia, mientras se debatía el PC entre apoyar esa vía o la radicalización definitiva, incluso arriesgando disminuir su electorado. Y así surge la disidencia que permanentemente estará distanciándose de lo que ellos denominaban la derecha del PC (con dos vertientes: por un lado, católicos favorables a la DC; por el otro, socialdemócratas) y los soviéticos o stalinistas. Hace un bienio reconocería que su diseño estratégico era más retórico que real, a fin de limitar el liderazgo del sofisticado Berlinguer y sus propensiones hacia la socialdemocracia de izquierda, una tercera vía adelantada a los 90 y el London School Economics.

‘Non mi avete convinto’ y el periplo del derecho a la memoria

Considerado uno de los más jóvenes padres de la República, su carrera de parlamentario entre 1950 y 1992, puede dar cuenta de una extensa memoria histórica, pero también de un derecho a la deliberación y a la construcción del testimonio personal, de su propia memoria de los años de plomo. Fue el primer presidente comunista de la Cámara de Diputados gracias al acuerdo de Enrico Berlinguer y los democratacristianos. Entre 1976 y 1979 estuvo a cargo de dicha testera, debiendo aprobar iniciativas de secreto de Estado para varios casos de terrorismo. La duda sobre la incapacidad del partido y de su liderazgo personal ―que no de jerarquía partidaria― para frenar la acción desbocada de las Brigadas Rojas, le pesarán hasta el final de sus días.

Férreo opositor de la propuesta del Compromiso Histórico y de Aldo Moro, tras la fatídica suerte del secuestro y homicidio de este, cambió su opinión. Fue la primera autoridad en pronunciar un sentido discurso sobre él ese 9 de mayo en que fue hallado su cuerpo. En dicha alocución admitió el fracaso de la izquierda, así como la obstinación de varios actores relevantes en la crónica de una muerte anunciada. Un crimen que todavía, en parte, permanece preso de la impunidad y la obstrucción a la justicia, mientras una comisión parlamentaria ha reabierto el caso y hasta el Papa Francisco afirma en la prensa que, a diferencia de Pablo VI y sus sucesores, facilitará el testimonio y antecedentes de sacerdotes posiblemente involucrados, incluso autorizando a levantar el secreto de confesión si fuere necesario.

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Posteriormente, la hecatombe que significó para la primera república y el sistema de partidos el proceso del Mani Pulite en 1992 no lo alcanzó, pero nunca más la política italiana sería igual. Ni las glorias pasadas podrían salvar las miserias ajenas y los delitos económicos que arrastraron a emblemáticos líderes ―como Benedetto Craxi (socialista) y a Giulio Andreotti (democristiano)― por financiamiento ilegal de campañas, cohecho, lavado de activos y colaboración mafiosa. Aunque las condenas recayeron sobre empresarios y privados, antes que en figuras públicas, ese desfile de autoridades y la impudicia de la aceptación de sus vinculaciones, lo erigieron en el paradigma y calificativo de cualquier escándalo o proceso judicial de esa naturaleza en Occidente. Diría él que lo que la CIA y la derecha internacional no lograron, lo terminaron haciendo ellos mismos: el shock y la ruina del Estado de Bienestar.

Poco antes, en 1991, aceptó participar en la fundación del Partido Democrático de Izquierda, militando dos años a cargo de los comunistas democráticos. Decepcionado de la actividad se retiró, adhiriendo esporádicamente a partir de 1996 en el Partido Refundación Comunista, entidad en la cual militó entre 2005 y 2009. A partir del 2011, retomó el activismo, siendo su libro Indignarse no basta, una respuesta a Indignaos!, de Stèphane Hessel: ni la política líquida, ni las traiciones de la socialdemocracia, ni la corrupción que entrañaría la tercera vía, como el mismo Giddens denuncia, podrían deslegitimar la lucha europea por el Estado Bienestar y la sociedad de derechos garantizados.

El 30 de marzo cumplió cien años. Entre las diversas celebraciones y actividades, el reestreno de su documental Non mi avete convinto! (No me habéis convencido) ha sido la más exitosa. Sus recientes declaraciones apoyando el progresismo del Papa, felicitando la elección del Presidente de la República Sergio Mattarella ―al que muchos reconocen como el heredero de Moro― y su pública petición de justicia para casos emblemáticos, como el del democristiano y del comunista siciliano Giuseppe Impastato, o más recientes, como los atentados contra Giovanni Falcone y Paolo Borsallino, los jueces antimafia, lo han traído a las notas de prensa nuevamente. Sin contar, claro, que Viva la libertà, era la consigna de festejo de los fascistas conversos en partisanos cuando Mussolini fue muerto. Expresaría él mismo que Viva la libertà y el 25 de abril eran los dos elementos fundacionales de la conciencia y la memoria de la izquierda italiana.

Falleció este 27 de septiembre. Con Bella Ciao y el tema principal, Donnafugata, de El Gatopardo como música de fondo, su velatorio ―tal como lo pidiera en vida― ha sido en Montecitorio, la sede de la Cámara de Diputados, y su féretro puesto en la sala Aldo Moro en la compañía de sus hijos y nietos. Ateo convencido y, sin paradojas, admirador de Hans Küng, no tenía problema en que alguno de sus amigos sacerdotes y diáconos oficiaren un responso.

Un testimonio, criticado de herético, díscolo y narciso, o alabado como héroe de la patria y de la conciencia del disentimiento, que refleja una moralidad que entre los políticos casi ya no existe. Una ética que buscaba en la modernidad construir la libertad y la justicia de los derechos fundamentales, diríamos hoy la democracia constitucional de Ferrajoli, su amigo, y que terminó desdeñada por el neoliberalismo. Su vinculación con Chile, desde Neruda hasta el Tribunal Russel, que en 1974 fue la primera instancia internacional de investigación de los crímenes de la dictadura, se hace presente en las conversaciones de aquellos jóvenes y políticos que buscan referentes ideológicos. Si Gramsci, Berlinguer, Ingrao y Moro son citados por Corbyn en Londres, Alexis Tsipras en Atenas o Pablo Iglesias en Madrid, para nosotros tampoco son ajenos.

El siglo de Pietro Ingrao es, sin duda, el siglo de la memoria, de la estética política y de la ética del eurocomunismo en Italia. Su legado –más allá de ese sino trágico del poder, la realpolitik y la modernidad, que le mezquinó la justica y la libertad– es “la esperanza que la política es de todos y no la dejaremos morir”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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