
La pelea del Presidente Boric en materia de seguridad
Si la cuestión de la violencia ha aparecido en el debate público del último tiempo, ha sido siempre como supuesto autoevidente que conmociona y que hay que controlar, y mucho menos como objeto de reflexión política que abra las posibilidades de pensarnos, como sociedad, de otro modo.
En el último tiempo el Presidente Gabriel Boric se ha visto demandado a dar cuentas públicas por los avances de su Gobierno en materia de seguridad, tanto a causa del incremento de acciones delictuales en diferentes zonas del país, como por los grados de conmoción social que estos han provocado.
Presionado desde diferentes lugares por una situación nacional considerada como crítica, tan solo en el período de un mes el Jefe de Estado ha debido realizar al menos tres alocuciones importantes al respecto, enfatizando en ello un conjunto de medidas que deben ser implementadas con urgencia: el anuncio de la creación de una “nueva cárcel de alta y máxima seguridad que permita el control efectivo de los líderes de bandas organizadas”; la puesta en marcha del plan “Calles sin Violencia”, que, colocando poco más de 900 nuevos carabineros en diferentes lugares de la ciudad, colaborará en la contención del crimen y la violencia; y la articulación de una “Fuerza de Tareas Especiales”, instancia de coordinación interinstitucional que habilitará la toma de decisiones estratégicas en la materia, a nivel regional, comunal o barrial.
Las razones esgrimidas por el Presidente respecto de las medidas tomadas, así como el llamado que realiza para apoyarlas de manera transversal, comunican no solo una mirada de Gobierno con sentido de urgencia, sino toda una posición soberana para restituir el orden que se ha perdido: en la batalla contra la delincuencia, en el combate contra el crimen organizado, lo que está en juego, ha dicho el Mandatario, es la seguridad de cada uno de los habitantes, la felicidad de la patria, y, por lo tanto, la posibilidad de vivir en paz.
Lo puesto en juego aparece como razón suficiente para reforzar su posición, indicando que se hará uso del monopolio de la fuerza que detenta el Estado, en un horizonte de protección de la vida de los ciudadanos.
Por supuesto, las voces críticas respecto de las medidas anunciadas por el Gobierno no tardaron en llegar. Siempre compartiendo el sentido de urgencia y preocupación por la situación de violencia a la que se asiste, personeros políticos de diferentes sectores se concentraron en aspectos que, sin embargo, solo contornean el problema: la conversación política y la crítica han circulado por la localización idónea de la nueva cárcel de alta seguridad, por las atribuciones de Carabineros en la utilización de recursos para contener el crimen, por el conjunto de leyes en materia de seguridad que no han podido pasar a tramitación, ni siquiera quedando en tabla legislativa, o por la necesidad de contar o no con el apoyo de las Fuerzas Armadas en la restitución del orden.
En algunos casos se ha indicado la necesidad de volver a la implementación de planes de intervención barrial con enfoques integrales de desarrollo, mientras que las cuñas políticas menos sofisticadas han alegado que el Presidente solo se queda en la realización de reuniones sin efectividad, o que en realidad no pasa del discurso a la acción.
Ante las diversas críticas formuladas, la posición del Presidente se ha puesto por encima con bastante firmeza, reforzando que no le interesa pelearse con los que dicen tener una receta al problema, porque su pelea es con los delincuentes.
Respecto de la escena descrita, no me interesa referirme a las medidas comunicadas por el Mandatario o a las críticas que ha recibido, cuanto más bien al modo en que el problema ha sido planteado, descuidando, creo, el aspecto central: una reflexión sobre el ejercicio de la violencia, tanto marco de comprensión de lo que presenciamos como la necesidad de recurrir a ella en tanto que modalidad acción para contener el problema.
Que la misma escena del último tiempo no haya permitido colocar una atención por parte de la clase política sobre este punto no debe considerarse solo como una cuestión relativa a las urgencias gubernamentales –siempre presionadas por el curso de los acontecimientos: 8 homicidios el fin de semana antepasado; la balacera entre bandas, el viernes recién pasado; el asesinato de un carabinero el último fin de semana– sino que debe ser leída, en realidad, como lo que no nos es posible pensar o atender a causa del mismo marco de comprensión desde donde el problema está enfocado.
Si la cuestión de la violencia ha aparecido en el debate público del último tiempo, ha sido siempre como supuesto autoevidente que conmociona y que hay que controlar, y mucho menos como objeto de reflexión política que abra las posibilidades de pensarnos, como sociedad, de otro modo.
Cuando la violencia aparece como supuesto naturalizado en la base de los discursos, en realidad lo que se actualiza es un clásico problema de la soberanía política, que sostiene que es con violencia legitimada –la fuerza del Estado– que se contrarresta la violencia de quien transgrede la ley –la violencia de la delincuencia, la del crimen organizado; o, dicho de otra forma, se supone que la seguridad, la paz, el resguardo de la vida de los habitantes proviene, sobre todo en períodos complejos, del ejercicio mismo de la violencia, esta vez legitimada como violencia de Estado–.
Como las ciencias sociales y las humanidades lo han indicado de tantas maneras y hace tanto tiempo, este problema no solamente es consustancial a la forma de la soberanía política –que hoy encarna el Presidente Boric como signo de nuestros tiempos–, sino que clausura la mirada en aporías asfixiantes pero provechosas en períodos de elecciones, al tiempo que tensiona internamente las diferentes posiciones de quienes se sostienen en ella, sin que se pueda encontrar, desde el interior de este marco, un enfoque diferente al asunto.
En nuestro país, progresistas y conservadores hoy quedan recurrentemente subsumidos en lugares valóricos y normativos que al respecto tienden cada vez más a la indistinción. Mientras que la derecha chilena reclama insistentemente la necesidad de la mano dura en la batalla contra la delincuencia y el crimen organizado, la izquierda ha debido matizar progresivamente una posición que antaño interrogó incluso el mismo uso de la violencia por parte del Estado, hipotecando así una posición que, lamentando por supuesto las muertes acontecidas, pueda al mismo tiempo ofrecer una lectura de mayor alcance. Hoy, en esta materia, la episteme securitaria participa de un reparto transversal que atraviesa a unos y otros, siendo las alocuciones del Presidente solo un botón de muestra.
Pero ¿qué podría comunicar darnos la posibilidad de colocar en el centro de la conversación política una interrogación crítica sobre el ejercicio de la violencia, y desde ahí problematizarlo? ¿Qué podría querer decir permitirnos pensar la violencia, los enfrentamientos, en fin, las vidas perdidas, sin que necesariamente quedemos anclados en opciones dicotómicas de rechazo o aceptación de una violencia mayor?
Sin duda, tal ejercicio habilitaría menos una respuesta apresurada con relación a medidas gubernamentales que la posibilidad de volver a pensar al menos dos cuestiones importantes, que por supuesto no son nuevas: por un lado, acerca de las condiciones históricas y políticas a partir de las cuales una sociedad como la nuestra produce violencias, incita la violencia, la estimula, actualizándola en los más diferentes campos de la vida; por otro lado, habilitaría detenernos a pensar críticamente en la idea de que es justamente imponiendo una violencia mayor, amplificada, pero legítima, que el problema de la trasgresión a la ley se podrá resolver.
Vale decir, colocar en el centro de la reflexión este punto supone volver a preocuparnos por cuestiones fundamentales que hasta hace poco tiempo estuvieron muy presentes en la escena de nuestra conversación, sobre el tipo de sociedad que hemos construido, o que anhelamos, y sobre el modo en que, dentro de ella, no relacionarnos o queremos hacerlo los unos con otros.
En ese sentido, no son los acontecimientos criminales insistentemente desplegados ni la valoración positiva o no de medidas adoptadas por el Gobierno lo que debe llamar en sí mismo y en principio nuestra atención, cuanto el tipo de sociedad que instituye la violencia, y las diversas formas de su reproducción. Habría que recordar en este punto que la violencia y las prácticas que la movilizan son siempre la consecuencia estructural de una sociedad históricamente producida.
Si el ejercicio de la violencia es siempre un asunto difícil de abordar, me parece que es posible comprenderlo, en un sentido, como la forma y modalidad de actuación que toma una sociedad para explotar nuestra relación con los demás, allí donde la vida del otro, de cualquier otro, ya no vale la pena, o importa muy poco, o no es necesario de reconocerla, simplemente, como una vida.
La idea es amplia, lo sé, pero creo que parte de su fortaleza está en que justamente permite pensar toda violencia producida por la sociedad, y que puede afectar la vida de cualquier persona, sin distinción; me parece también que pensar desde ahí la cuestión de la violencia habilita una fisura en el punto de vista de soberanía, que es siempre el enfoque de la guerra cuando de lo que se trata es de proteger la vida de algunos ejerciendo fuerza contra otros.
La idea que rescato, al contrario, no hace distinciones gubernamentales entre violencia legítima e ilegítima, justificada o injustificada, entre violencia del Estado y violencia criminal, entre quienes deben ser protegidos y quienes deben ser violentados, entre quienes deben vivir y quienes deben de morir, entre aquellos que vale la pena cuidar y los que cabe dañar, porque su problema no es la soberanía materializada en la forma perpetua del enfrentamiento de unos contra otros, sino el de la vida en común actualizada en la forma de una igualdad sociopolítica radical.
Si el problema de la soberanía deviene siempre en una preocupación por la seguridad como modalidad de contención de la violencia, recurriendo a ella, sin embargo, para arremeter contra aquellos considerados como enemigos, pensar en las condiciones históricas de su producción implica que la preocupación restituya la pregunta por una sociedad que recrea injusticias y desigualdades, agravios y desvalorizaciones, en los planos fundamentales de la vida, en una suerte de exposición deferencial pero cotidiana de la persona al daño, al enfrentamiento, a la pérdida de la vida, a causa, justamente, de la sociedad que la alberga.
Pero salir de la perspectiva de la soberanía vinculándonos más bien en una preocupación por la vida en común, implica un desafío mayor en la medida en que se requiere de otra mirada, de otro lenguaje, de otras sensibilidades, incluso, diríamos, que se requiere de otra imaginación: tal otra mirada supondría la posibilidad de pensar no solo en “calles sin violencias” gracias a la imposición de una fuerza mayor, proveniente del Estado, sino aquella posibilidad de la no-violencia en el encuentro siempre tensionado con el otro.
¿Es posible articular un pensamiento de la no violencia que destituya el lugar central de la episteme securitaria que hoy gobierna los discursos y que nos hace pensar que es siempre dentro de sus límites que la vida se puede desarrollar? Me parece que su posibilidad pasa, para nosotros, por volver a concentrarnos en las cuestiones fundamentales, cuyas denominaciones comunican siempre un desafío compartido, el de la vida en común. Pero me parece que tal posibilidad pasa, también, por que que el Presidente Boric reevalúe en realidad con quién está peleando.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.