El Tren de Aragua articuló la cárcel de Tocorón con la ciudad vecina de San Vicente, en Venezuela y, en acuerdos con el sistema penitenciario bolivariano, fue parte de las fuerzas de choque para reprimir la oposición política a la dictadura de Maduro.
La construcción de una nueva cárcel en el país ha tenido un debate muy pobre de parte de la política. Tanto del Gobierno, que se enredó en el dónde y terminó en dispersas explicaciones de hacerla en Santiago (como una extensión del complejo penitenciario existente en calle Pedro Montt), como por parte de perdida reflexión parlamentaria muy transversal en sus críticas, abierta de parte de la derecha opositora, vergonzante y resignada de parte del oficialismo.
El problema es que, pese al aumento del tipo y profesionalidad de la criminalidad en el país, los criterios de política criminológica y carcelaria no han variado sustantivamente. Se ha reflexionado sobre la calidad persecutoria y represora de las policías o del Ministerio Público, y la rigurosidad de las penas en la legislación, pero poco o nada sobre el tipo de recintos penitenciarios para la delincuencia que nos acecha y nada sobre la gestión que los recintos requieren para su ubicación y funcionamiento que, como primer requisito, no deben generar un impacto contaminante negativo de criminalidad, urbano o rural, cualquiera sea el territorio.
Las definiciones de Alta Seguridad y Alta Rigurosidad tampoco han sido explicitadas a la luz de los nuevos delitos y el cumplimiento real de las sanciones.
La delincuencia organizada que aqueja a nuestro país se puede apreciar en experiencias ya vividas desde hace años en países como México, Venezuela, Colombia y Brasil. Está constituida por estructuras básicas de colonización, que tornan híbridos los territorios que rodean la cárcel y eliminan el adentro y el afuera de ella. Eso se hace con una organización básica que instrumentaliza el contacto familiar y las pobladas, establece negocios y servicios y facilita el tráfico –en ambos sentidos– de todo tipo de bienes, incluidos los simbólicos de poder, como son las drogas, las armas y los acuerdos de negocio mafioso. Con recursos y ocupación rápida de los entornos, la cárcel se disuelve en un poder interno de los reclusos sobre su espacio, y como territorio hostil gobernado por la ley, generalmente bajo la aceptación implícita o ausencia de las autoridades locales o la incapacidad del personal.
Entonces la gente tiene razón (como en el título del documento de los autoflagelantes de 1998) cuando protesta por la instalación de una cárcel en su comuna o hábitat cotidiano, porque los costos de la cárcel para la delincuencia actual no están internalizados por la gente ni menos por las autoridades, como argumenta el ministro Luis Cordero.
Tampoco está aceptado el criterio de aislamiento y rigurosidad como algo muy necesario. Se acepta en cambio, implícitamente, algo que la experiencia regional indica que vendrá: el deterioro del entorno, la poblada ilegal y la ausencia de autoridad en el perímetro carcelario, que precede al control criminal interno del mismo. Todo como una zona de ensamblaje social.
La primera decisión que se debe tomar es construir en terreno aislado y en extremos territoriales que permitan regímenes rigurosos y perímetros despejados con profundidad de varios kilómetros y difícil acceso, sin alternativas de escape por la rigurosidad del entorno físico (islas o desiertos), con regímenes de visitas presenciales con intervalos de meses, mitigadas por visitas digitales semanales, y un entorno de seguridad adecuado para el personal de Gendarmería y servicios. Las audiencias judiciales deberían ser 100% digitales.
Tal vez lo menos considerado pero lo más riesgoso para producir porosidad en el sistema es la protección del personal. La delincuencia en el país ha sido tratada con candidez e ignorancia por los jueces, quienes aplicaron dispersión de reclusos para inhibir o mermar su poder, tal como lo hacían con los nacionales, y se dedicaron a repartir reclusos extranjeros unos lejos de otros, abriendo múltiples vías de control externo y de contaminación criminal. Quienes hayan visto y seguido políticas de cárceles habrán encontrado amplia literatura de esto como algo superado. El Tren de Aragua articuló la cárcel de Tocorón con la ciudad vecina de San Vicente, en Venezuela y, en acuerdos con el sistema penitenciario bolivariano, fue parte de las fuerzas de choque para reprimir la oposición política a la dictadura de Maduro.
El caso más complejo y riesgoso se produjo en Brasil, en Sao Paulo, en mayo de 2006, cuando el grupo criminal Primer Comando de la Capital (PCC) paralizó por 48 horas la ciudad y salió a matar indiscriminadamente agentes de policía, jueces y personal de gendarmería en sus propias casas. Hubo más de 140 muertos, la mayoría agentes del orden. ¿La causa? Oponerse a políticas de rigurosidad y traslado de reos a otras cárceles, entre ellos, Marcos Herbas Camacho, Marcola, líder de esa asociación criminal que se supone tiene vínculos con Hezbolá. El PCC enseñó al Tren de Aragua el control de cárceles. Por esa época, Chile vivía la huelga de los Pingüinos, antecedente de las movilizaciones estudiantiles del 2011 que llevaron a sus líderes a La Moneda, en el actual Gobierno.
Lo más dramático de ese hecho se dio respecto del personal que, no solo en Brasil, sino que en todas partes, convive laboralmente con la delincuencia en una cárcel y habita sus mismos barrios, siendo plenamente identificables junto a sus familias. De ahí a captarlos bajo premio o amenaza hay solo un paso y eso nunca se ha considerado en las políticas. “Billetera mata galán”, dice un dicho argentino. En el hampa organizada de hoy se dice que “plata o plomo matan policía y gendarme”.
Poco o nada de inteligencia, poco o nada de prevención, poco o nada de organización y discernimiento acerca de los riesgos. No está bien, pues gana el miedo y ya no es un problema de dónde se construyen las cárceles ni de una enorme desinversión en materia carcelaria. Entonces, la gente tiene razón en protestar, porque se trata de una política sin memoria y sin recursos, no de una solución real para los delitos. Lejos, aislados y rigurosos, y con los más altos estándares de derechos humanos, sí se puede y es legítimo en una democracia.