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¿Qué no enseña el llamado a una segunda renovación socialista? Opinión Crédito foto: Marcelo Pérez

¿Qué no enseña el llamado a una segunda renovación socialista?

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Se avanza como si nada hubiera sucedido, se avanza en la confianza de que nada ha cambiado, de que es posible seguir en el camino, que los mapas cognitivos que orientaban la acción política todavía constituyen patrones válidos al momento de situar y definir un mundo.


No hay enunciación individual, ni siquiera un sujeto de la enunciación. En cada acto de habla resuena la voz de un socius común y extraño a la vez. A la soledad de ese doble vínculo, al gesto manifiesto de un riesgo tomado sin cálculo ni programa se debe toda llamada a rebelarse contra la injusticia de un mundo, contra aquello que se identifica con lo peor, con lo que solo puede empeorar en la mora del presente. La estructura del manifiesto es justamente una que advierte de este doble vínculo, que impone y se impone el anudamiento de temporalidades múltiples (anacrónicas, asincrónicas, heterocrónicas) con el objeto de suspender un presente, ese tiempo de lo peor que se guarda y dilata en la regularidad de una experiencia que parece extenderse sin límite ni limitación.

En este sentido, el manifiesto es un llamado a la interrupción de un orden de cosas, es una manifestación que busca suspender el orden de un mundo para dar lugar a otro, a uno acaso que solo puede despuntar en la política de un gesto que no es praxis ni acción, sino que se soporta en la estructura paradójica del acontecimiento, en la fugaz interrupción de un tiempo propio y ajeno. 

Los recientes llamados públicos a llevar adelante una “segunda renovación socialista”, en tanto se originan en una declaración que se enseña en la forma del Manifiesto (Manifiesto del socialismo democrático), obligan a introducir de modo preliminar un conjunto de precisiones conceptuales con el fin de delimitar lo que se busca relanzar por medio del impulso renovador.

Si bien la discusión aún no ha tenido lugar, si bien lo que se enuncia bajo la forma de un llamamiento se exhibe por momentos como una obligación política de defensa de lo existente (Respuesta de los socialdemócratas al manifiesto del socialismo democrático), cabe sin embargo atender a la cuestión que se adelanta en la urgencia, en la demanda de una nueva, de una segunda renovación socialista.

Más allá de lo que de forma explícita se reclama en una u otra intervención, y que no es más que la necesidad de dotar de un discurso legitimador a la continuidad de un proyecto político que se identifica con el legado de los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia y con la administración de esa herencia por parte del actual Frente Amplio, la cuestión de la renovación del socialismo chileno concierne a todas las izquierdas, a lo que se arriesga y resguarda en el uso plural de la denominación.

Si, en efecto, el mundo que se habita es un mundo que no puede ser pensado, imaginado, sin los efectos políticos y teóricos asociados a los debates de la renovación socialista, si ese mundo de nombres propios y significados compartidos se estableció a partir de una semántica, de una gramática, que reconfiguró las lenguas de la izquierda, que reestructuró aquello que con Norbert Lechner cabría identificar con los “mapas cognitivos” de su política, entonces el reclamo, la urgencia de una segunda renovación socialista no puede ser sino la señal de un agotamiento, de un desfallecimiento de ese orden de discurso que definía un mundo, que determinaba sus objetos, sus preguntas, sus problemas y que, en fin, declaraba lo que podía ser dicho y no dicho según un conjunto de reglas y procedimientos de producción de significación y autorización enunciativa. Este orden de discurso, este régimen de comunicación política, se encuentra hoy agotado. 

La estridencia suele ser un signo de extenuación discursiva, una especie de chirrido o aspereza que acentúa la violencia de una expresión que aún se quiere y reclama soberana, autorizada en la fuerza que su decir declara y sanciona. A propósito de los acontecimientos entreabiertos en octubre de 2019, esta estridencia suele puntuar el tono de las intervenciones intelectuales del socialismo democrático (Alfredo Joignant, “La responsabilidad de los intelectuales”, El País).

Se diría que la revuelta, aquello que los medios de comunicación identifican como “estallido social”, fue el incidente que introdujo un non sequitur en el orden de razones de una comunicación política que intelectualmente se identifica con la renovación socialista y políticamente con el legado de los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia. Este non sequitur no solo interrumpe un orden de razones, no solo da lugar a una negación, a un rechazo absoluto, sino que, además, moviliza otra renovación en la izquierda, testifica de manera singular de la necesidad y la urgencia de una nueva renovación, de una segunda renovación.

Al menos, esta es la sensación que predomina en los llamados a la responsabilidad que desde el socialismo democrático se hace a los “intelectuales públicos chilenos [que] sucumbieron a la belleza bruja del acontecimiento” (ibid.). Este reclamo, este llamado al orden, no exento de descalificaciones y silenciamientos, puede ser interpretado como un tipo de reacción violenta ante la pérdida de autoridad enunciativa, o más propiamente como una especie de denegación de la declinación o el agotamiento de un régimen de comunicación política.

Que la extenuación de la semántica y la gramática política propia del universo de sentidos de la renovación socialista sea percibida principalmente como una disputa por la autoridad enunciativa, da cuenta de la incapacidad teórica de las posiciones intelectuales del llamado socialismo democrático para advertir el fin de un orden de discurso. 

Se avanza como si nada hubiera sucedido, se avanza en la confianza de que nada ha cambiado, de que es posible seguir en el camino, que los mapas cognitivos que orientaban la acción política todavía constituyen patrones válidos al momento de situar y definir un mundo.

Si la racionalidad política se delimita a partir de la ordenación de medios y fines, y si esa ordenación estructura una cierta experiencia de la temporalidad, un tipo de historicidad que se ordena según un modelo de gestión del tiempo reconocible, entonces aquello que está por determinarse, aquello que se debe, que se tiene el deber de determinar, no es más que la dietética, el encadenamiento de un orden de razones capaz de definir un modo previsible de incrementación, de expectación ante lo que se identifica con la tecnología, con los desafíos del futuro.

Por supuesto, se utilizan estas palabras sin pensar, como si se supiera qué se quiere decir con los vocablos “futuro”, “tecnología”, “cambio climático”. La lexis que movilizan los llamados a una segunda renovación es ciega a los desplazamientos, las discontinuidades, las mutaciones semánticas que de un modo paradigmático marcan el tiempo presente. Esta ceguera, esta especie de punto ciego, no concierne solo al uso de las palabras que se movilizan en el llamado, en el manifiesto, es también una ceguera respecto al orden del propio discurso, a ese régimen de comunicación política que tuvo su origen en los procesos de renovación del socialismo propios del siglo XX.  

De las síntesis de lo que se expone en el número aún limitado de textos que propician una “segunda renovación socialista”, se desprende que dos son los motivos que parecen fijar la reflexión: la democracia y la tecnología (Mauro Basaure, “El desafío de la segunda renovación socialista”, El Mostrador). Ambas cuestiones se asumen de un modo aproblemático, es decir, funcionan como significados plenos en el orden discursivo del socialismo democrático.

No hay en los textos puestos a circular en el espacio público ninguna interrogación seria en torno a la democracia, a la cuestión democrática, no hay esfuerzos evidentes por forzar la teorización democrática, incluso en la línea del formalismo en la que esta se inscribió en los debates del socialismo liberal de los años ochenta del siglo pasado (Norberto Bobbio, Chantal Mouffe).

La democracia, la experiencia democrática se enseña en estos textos como una experiencia terminada, acabada. De igual manera, la tecnología, la cuestión de la tecnología, no parece ser entrevista en lo que en ella reconfigura el tiempo presente, el modo en que en el presente la cuestión de la democracia, que es también, de algún modo, la cuestión de la política, se ve sobredeterminada por las nuevas teletecnologías, por una arquitectura medial que no solo vuelve obsoletas las distinciones dieciochescas sobre las que se configuró lo público y lo privado, sino que además expone un nuevo principio generatriz de subjetividad que está lejos de limitarse a lo que se identifica con el neoliberalismo (véase, Alejandra Castillo, Adicta imagen, Buenos Aires, LA Cebra, 2020).

Advertir en la revuelta y en el pensamiento de la revuelta el punto de interrupción de un régimen de comunicación política (“Sobre la revuelta y el pensamiento de la revuelta”, Nelly Richard, Tiempos y modos. Política, crítica y estética, Santiago de Chile, Paidós, 2024), advertir en la revuelta y en el pensamiento de la revuelta el reinicio de un proceso de renovación de las izquierdas chilenas, pasa necesariamente por una puesta en cuestión del régimen democrático, por una historización de sus prácticas, por una reinvención de lo político y de la democracia en un presente que se identifica con lo peor.

La urgencia de un manifiesto que llame a retomar la discusión teórica en las maneras de hacer de las izquierdas debe radicar en esta doble exigencia, en esta doble determinación: reconocer en el presente las figuras de lo peor y convertir a la democracia en un punto de partida, no de llegada, de la imaginación teórica.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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