Día a día los docentes también enfrentan una jornada con una alta carga de horas lectivas y pocas posibilidades reales de colaboración o acompañamiento. ¿El sistema educativo ha hecho algo en esta situación? Por supuesto, y algunos aportes han sido muy relevantes.
Es importante indicar, en primer lugar, que al hablar de carrera docente no nos referimos únicamente a los estudios de pregrado en pedagogía, sino al período en que una persona dedica su vida a formarse y desempeñarse en esa profesión.
Partimos haciendo esta distinción, porque el debate de las carreras de pedagogía no puede escindirse de la vida profesional. Hace décadas que existe consenso al respecto, razón por lo que se acuñó el concepto de “aprendizaje a lo largo de la vida”, popularizado por la Unesco.
Ya sabemos esto. Listo, ¿entonces por qué pensamos que las personas que quieren estudiar pedagogía lo hacen solo pensando en el año que viene? ¿Por qué estamos discutiendo mayormente sobre los mecanismos de acceso? Aquí viene el tema de los incentivos. El sistema educativo chileno recurre persistentemente a aquellos de tipo “duro”: vas a competir, te voy a cerrar, te voy a eliminar, te voy a evaluar, especialmente este último.
Si se ve la disposición de estos incentivos a lo largo de la vida de un docente, esto se hace mucho más evidente: luego de ofrecer posibilidades de financiamiento para acceder (no sería un incentivo “duro”), además de los mecanismos propios de evaluación que todo estudio de pregrado tiene –y que debe tener–, un estudiante es evaluado dos veces por la Evaluación Nacional Diagnóstica (END).
Se indica que esta evaluación no tiene consecuencias, sin embargo, las carreras que los forman no lo perciben así. Si bien la ley indica que la END se debe usar para la mejora interna, es evidente que, en un sistema como el nuestro, por lo bajo existe la preocupación de si el desempeño tendrá o no efectos en la acreditación de la carrera e incluso en la institucional. Así, entonces, sería ingenuo pensar que dicho incentivo no termina decantando en los estudiantes y quienes los forman.
Luego de salir de la universidad, la Ley de Carrera Docente propicia que los maestros y las maestras puedan avanzar por tramos, lo que ha sido percibido como un cambio positivo para el sistema de manera transversal. Asimismo, este año se terminó con la llamada doble evaluación, la que también tuvo un respaldo amplio para ser aprobada. Entonces, pareciera que los incentivos “duros” se han flexibilizado. Sin embargo, si seguimos viendo a lo largo de la carrera de un profesor, es simple observar que no es tan así. Solo requerimos dejar de verle de manera individual y observarlo como un actor dentro de una institución, que a su vez forma parte de un sistema educativo.
El proceso de evaluación docente –que personalmente creo que es positivo que exista– sería el incentivo individual. Sin embargo, el docente es parte de una escuela que es objeto de un sistema de evaluación con altas consecuencias, que tiene como protagonista al Simce.
Asimismo, participa de un establecimiento cuyo financiamiento es parcialmente variable, porque depende de la asistencia y, además, de ser beneficiario de un conjunto de proyectos que tienen ciclos cortos de duración, en los que, por lo tanto, no es posible hacer proyecciones a largo plazo.
Las escuelas además han sido permeadas por una evidente crisis de la convivencia social, la que se manifiesta día a día en la existencia de conflictos de diferente tipo y respecto de las cuales los docentes no han sido prácticamente formados.
Día a día los docentes también enfrentan una jornada con una alta carga de horas lectivas y pocas posibilidades reales de colaboración o acompañamiento. ¿El sistema educativo ha hecho algo en esta situación? Por supuesto, y algunos aportes han sido muy relevantes.
La Ley de Carrera Docente, por ejemplo, contempla el deber del Estado de brindar instancias de formación continua y disminuir el número de horas no lectivas, entre otros beneficios. Entonces, podríamos pensar que estamos equilibrados entre incentivos “positivos” y “negativos”. Sin embargo, ello no es así. Desde la lógica que da sentido a los incentivos, las personas priorizarán y actuarán en función de aquel estímulo que disminuya el daño o aumente la recompensa.
Piense ahora en la vida cotidiana de un docente. ¿Cuáles son los incentivos más fuertes? Piense ahora que usted fuera ese profesor, ¿qué le pesaría más? ¿Entrar a una carrera docente, que entrega ciertas garantías de desarrollo profesional o trabajar día a día en instituciones condicionadas año a año según su desempeño y recursos y en espacios con climas adversos y hasta riesgosos? ¿Se arriesgaría a vivir su vida laboral así?
En Chile parece gustarnos la idea de la mano dura como principal incentivo para hacer nuestro trabajo bien. Sin embargo, al mismo tiempo nos extraña que no haya profesores con vocación. Les terminamos pidiendo a las personas que enfrenten un escenario sistémico e institucional adverso en base a sus recursos personales y lo que aportamos más fuertemente a esa tarea es principalmente el garrote. Da para pensar.