
Desigualdades de género en la academia y el trabajo que no cuenta
En este escenario, las políticas institucionales y estatales juegan un rol fundamental. La implementación de la Ley 21.369, que regula el acoso sexual, la violencia y la discriminación de género en la educación superior, ha sido un avance importante.
En el marco del Día Internacional del Trabajo, vale la pena detenerse en un ámbito laboral poco explorado en las conmemoraciones tradicionales: la academia. En este espacio, existe una realidad muchas veces invisibilizada: condiciones y trayectorias laborales marcadas por desigualdades de género, de clase y territoriales.
Según datos publicados este 2025 por el Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación (CTCI) en la Cuarta Radiografía de Género en CTCI, en Chile las mujeres constituyen el 55,4% de la matrícula universitaria de pregrado, pero solo el 37,8% de las personas que, con doctorado, realizan investigación en instituciones de educación superior.
Esta situación, descrita como una “cañería rota”, da cuenta de cómo la participación femenina disminuye a medida que se avanza en calificación académica, generando una pérdida sistemática de talento que podría enriquecer significativamente la producción de conocimiento en el país.
Estas cifras son el resultado de múltiples factores que se deben estudiar en profundidad. El estudio del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES) titulado “Mujeres en la academia: Orígenes, avances y desafíos en la implementación de políticas de equidad de género en las ciencias sociales” busca explicar trayectorias laborales de mujeres académicas en las disciplinas de sociología, antropología, ciencia política y economía. Esta investigación revela avances importantes en la última década que han contribuido a generar ambientes de producción de conocimiento que valoran la diversidad, pero también revela desafíos estructurales.
En el componente cualitativo de este proyecto, se ha realizado una veintena de entrevistas a académicas en ciencias sociales que trabajan en distintas regiones del país. Sus testimonios indican que ellas asumen tareas esenciales para sostener la academia que afectan el desarrollo de sus trayectorias profesionales. El denominado “trabajo doméstico académico” incluye desde la organización de eventos hasta la contención emocional de estudiantes, pasando por gestión académica y administrativa, comisiones y actividades de vinculación con el medio. Estas tareas son fundamentales para el funcionamiento de las universidades. Sin embargo, su ponderación es marginal a la hora de evaluar su desempeño y, por tanto, su ascenso en la jerarquía académica.
Esta distribución del trabajo generizado, ampliamente reportada en la literatura nacional e internacional, limita el desarrollo profesional de las académicas y las excluye de espacios de decisión. Por su parte, aquella menor proporción que sí accede a cargos de dirección percibe un menor respaldo institucional, y una distribución de otras tareas no necesariamente justa.
A esto se suma la tensión entre la flexibilidad horaria que caracteriza al trabajo académico y la difusa frontera entre la vida personal y laboral. Las investigadoras participantes reportan jornadas extensas, sin horarios definidos, con una fuerte presencia del trabajo en sus espacios privados. Esta flexibilidad, que podría verse como una ventaja, termina muchas veces convirtiéndose en una trampa que impide el descanso y profundiza la desigual distribución de las tareas de cuidado dentro y fuera de la universidad que las emplea.
Otro eje clave es la desigualdad territorial. Las académicas que trabajan en regiones distintas a la Metropolitana señalan enfrentar obstáculos adicionales como menor acceso a redes de investigación, dificultad para participar en eventos académicos, y una menor valoración de sus trayectorias por parte de las instituciones ubicadas en Santiago. En muchas ocasiones, sienten que sus logros son minimizados o que su presencia en espacios nacionales responde más a una “cuota regional” que a un reconocimiento genuino de su trabajo.
En este escenario, las políticas institucionales y estatales juegan un rol fundamental. La implementación de la Ley 21.369, que regula el acoso sexual, la violencia y la discriminación de género en la educación superior, ha sido un avance importante, pues visibiliza prácticas abusivas y establece obligaciones concretas para las universidades. Estas medidas se centran sobre todo en la prevención y sanción de la violencia. Por tanto, deja de lado otros aspectos estructurales de la desigualdad, como las brechas salariales, las barreras para la promoción, o la escasa consideración del cuidado de personas dependientes como una dimensión clave del trabajo académico.
Los fondos concursables, como InES Género, han contribuido a apoyar trayectorias académicas. No obstante, su carácter temporal, por un periodo específico de tres años, limita su impacto para lograr cambios y mejoras a nivel estructural de las instituciones. Esto demuestra la necesidad de avanzar hacia políticas de género a largo plazo, con recursos permanentes y con una redistribución efectiva de responsabilidades.
Con todo, se apuesta por transformar la universidad desde adentro. Desde la docencia, la investigación, el acompañamiento estudiantil y la promoción de espacios de cuidado y bienestar. Ellas indican que, no se trata solo de resistir, sino también de construir alternativas, muchas veces en articulación con redes de investigadoras, organizaciones comunitarias y la sociedad civil.
Al discutir el futuro de la ciencia, la tecnología, el conocimiento y la innovación, así como de la educación y el trabajo, se vuelve urgente revisar los criterios de productividad y acreditación que rigen a las universidades, incorporando una perspectiva que considere género, territorio, y otras dimensiones de desigualdad. Solo así será posible reparar la cañería rota y evitar la subvaloración o pérdida de talento valioso.
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