
El mito y fanatismo libertario: la peligrosa ilusión de vivir sin Estado
La libertad sin justicia social es privilegio. El privilegio sin empatía es egoísmo. Y el egoísmo disfrazado de ideología es el camino más corto hacia la descomposición del pacto social.
Hace unos días, un conocido me compartió con entusiasmo su simpatía por las ideas libertarias, esas que promueven un Estado mínimo, la supresión de impuestos y una libertad absoluta del individuo. Es un hombre mayor, sobre los 60 años, que depende del sistema público de salud para un tratamiento vital. Tres veces por semana asiste al hospital. Sin ese tratamiento, su vida estaría en riesgo.
Entonces le pregunté: “¿Y si nadie pagara impuestos, quién financiaría el tratamiento que lo mantiene vivo?”
Lo invité a pensar qué pasaría si tuviera que asumir ese costo en el sistema privado, donde los tratamientos que recibe gratuitamente superarían varios millones de pesos mensuales. Silencio. Incómodo, pero revelador.
Este no es un caso aislado. Refleja una de las grandes contradicciones de nuestro tiempo: muchos que dependen del Estado para vivir abrazan discursos que buscan desmantelarlo. Se aferran a la promesa de una “libertad” mal entendida, una que se reduce al “sálvese quien pueda” y al debilitamiento de todo tejido social. Pero lo cierto es que, sin impuestos, no hay salud pública. No hay educación, pensiones, caminos, ni agua potable. No hay nación.
Norbert Elias, por su parte, abordó el desarrollo del Estado como parte de un proceso civilizatorio. La consolidación del Estado moderno implicó desplazar la violencia privada y reemplazarla por mecanismos regulados de convivencia y cuidado colectivo. Un Estado débil, entonces, no es sinónimo de libertad, sino de regresión a una lógica premoderna donde la supervivencia depende del poder económico individual y no del reconocimiento mutuo como parte de una sociedad.
Y Pierre Bourdieu aporta una mirada aún más incisiva: el Estado no solo administra, también moldea percepciones, define lo que es legítimo, lo que cuenta como «realidad». En su concepto de “violencia simbólica”, Bourdieu muestra cómo ciertas ideologías —como el neoliberalismo radical o el libertarismo extremo— logran que personas defiendan ideas que van en contra de sus propios intereses materiales. Como en el caso de mi conocido, que defiende la idea de no pagar impuestos mientras su vida depende de que todos los paguemos.
Max Weber, uno de los padres fundadores de la sociología moderna, definió al Estado como “una comunidad humana que reclama con éxito el monopolio del uso legítimo de la violencia dentro de un territorio determinado”. Pero su análisis va mucho más allá de la coerción: Weber planteó que la legitimidad del Estado se basa en la capacidad de generar obediencia no por la fuerza, sino porque sus acciones son vistas como justas, necesarias y racionales. En este sentido, los impuestos no son una imposición arbitraria sino un acto legítimo, incluso moral, cuando el Estado responde a las necesidades colectivas. En una democracia moderna, los ciudadanos no financian un aparato represivo, sino un sistema de derechos, servicios públicos y seguridad social que estructura la convivencia. Sin ese Estado —y sin los impuestos que lo hacen posible—, lo que queda es la ley del más fuerte.
Los impuestos no son una carga injusta: son el mecanismo a través del cual garantizamos que todos, incluso los más vulnerables, puedan vivir con dignidad. Son la base de un Estado que no solo administra, sino que protege.Los países nórdicos —Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca— han demostrado que un Estado fuerte no es incompatible con la libertad individual ni con el crecimiento económico. Pagan altos impuestos, sí, pero a cambio tienen educación pública de calidad, salud universal, seguridad ciudadana y una planificación urbana que mejora la vida diaria. El secreto no está en reducir el Estado, sino en hacerlo eficiente, transparente, confiable y legítimo. Esa es la verdadera modernidad.
La libertad sin justicia social es privilegio. El privilegio sin empatía es egoísmo. Y el egoísmo disfrazado de ideología es el camino más corto hacia la descomposición del pacto social.
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