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“Ley Hijito Corazón”: La obligación de afecto asumiendo el abandono estatal Opinión www.freepik.es

“Ley Hijito Corazón”: La obligación de afecto asumiendo el abandono estatal

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Durante la última semana, una ONG ha levantado una alarma que expone crudamente la realidad del abandono estructural en Chile: miles de personas mayores han sido retenidas en hospitales tras recibir el alta médica, simplemente porque no hay redes disponibles —familiares ni públicas— que puedan acogerlas. Este dato revela una vez más el colapso del modelo de cuidados y la ausencia de un sistema de protección integral para quienes envejecen en condiciones de dependencia y pobreza.

La solución que se ha puesto sobre la mesa es una vía legal denominada “Hijito Corazón”, que pretende equiparar el abandono hospitalario de personas mayores a la lógica de la “Ley Papito Corazón” (Ley N°21.484). Esta analogía no solo es simplista, sino que desconoce por completo la especificidad de la vejez y los desafíos del cuidado en contextos de fragilidad. Es una medida emocionalmente atractiva, pero técnicamente ineficaz y socialmente regresiva.

La propuesta resulta preocupante por varios motivos. Primero, porque perpetúa una lógica que equipara las experiencias del envejecimiento con las de la niñez, como si ambas compartieran la misma naturaleza de dependencia. Esta infantilización de la vejez reproduce una mirada asistencialista y caritativa, que, en vez de reconocer a este grupo como sujetos de derechos, los posiciona como objetos de caridad y lástima, perpetúando la discriminación estructural.

Además, esta narrativa refuerza una noción peligrosa: que las personas mayores son una “carga” que debe ser asumida por otros. Esa visión —arraigada en el viejismo cultural— debe ser erradicada para avanzar hacia políticas públicas que reconozcan la interdependencia como condición humana y promuevan la autonomía con apoyos. El lenguaje importa, y construir políticas libres de discriminación comienza también por cómo nombramos el cuidado.

La propuesta intenta regular el abandono familiar mediante la imposición de un deber de cuidado filial, como si el afecto pudiera ordenarse por decreto. Pero los vínculos afectivos no son exigibles legalmente, ni existen mecanismos institucionales que permitan fiscalizarlos. El Estado no puede garantizar el cumplimiento de ese “deber”, porque ni siquiera cuenta con una infraestructura mínima de apoyo a cuidadores o redes comunitarias.

Esta visión parte de una premisa errada: que cuidar es un deber natural, y que la familia es siempre un espacio de cuidado seguro. Pero no lo es. Muchas veces hay violencia, abandono, vínculos rotos, o simplemente ausencia de redes. Lo sabemos quiénes trabajamos con personas mayores: esperar que la familia cumpla un rol sin garantías, sin apoyos y sin condiciones es no querer ver la realidad.

Esta lógica no solo es ciega a las condiciones materiales en que envejece gran parte de la población, sino que refuerza una narrativa donde la vejez es una carga —algo que debe “soportarse”— y no una etapa valiosa de la vida que debe ser acompañada con derechos, recursos y cuidados justos y dignos.

Y en ese contexto, pensar que una persona mayor con patologías de base, que egresa de una hospitalización compleja, pueda demandar a sus hijos por pensión de alimentos es, sencillamente, ilusorio. No solo por lo difícil del trámite, sino porque enfrentarse judicialmente a sus propios hijos es emocionalmente devastador y contradictorio con cualquier lógica de reparación o acompañamiento. Lo sabemos: estos juicios son lentos, deshumanizantes y profundamente dolorosos.

Lo que lograría una ley de este tipo no es resolver el abandono, sino maquillar el desamparo estructural del Estado con una narrativa de culpa individual. Se traslada el problema de lo público a lo privado, sin modificar ninguna de las condiciones estructurales que generan el abandono. ¿Retener licencias de conducir o registrar deudores resolverá el colapso del sistema de cuidados? No. Tampoco mejorará las pensiones, ni habilitará redes de apoyo formal.

Lo que se necesita no es más castigo, sino más Estado. Un Estado que financie unidades de cuidado post hospitalario, programas de rehabilitación domiciliaria, redes de apoyo comunitario y centros de recuperación transitorios. Un Estado que no criminalice los afectos, sino que garantice derechos sociales con corresponsabilidad e integración territorial.

Necesitamos dejar de romantizar a las familias como redes salvadoras y dejar de culparlas cuando el sistema colapsa. No se puede esperar que los afectos reemplacen a las políticas públicas. Porque los vínculos rotos no se cosen en tribunales. Porque las personas mayores no están solas por decisión propia ni por ser “malqueridas”. Están solas porque el Estado las ha abandonado.

Y porque, en definitiva, los derechos humanos no pueden depender de que alguien te quiera. Deben depender de que el Estado haga lo que le corresponde: cuidar, proteger y garantizar condiciones de vida dignas para todas las personas, en todas las etapas del curso de vida.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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