No existe relación humana sin comunicación y, por eso, cuando dos amigos se enfadan decimos que “no se hablan”: que alguien nos retire la palabra es la representación más extrema y tangible de que no nos quiere en su vida. Pero cuando el enfado se produce en el seno familiar, cuando un hijo o una hija hace algo que nos altera, nos molesta o incluso nos enfurece, ¿es buena idea ignorarlo, dejar de comunicarnos con él, y “congelar” nuestra relación, aunque sea por unas horas?
Una cosa es tomarse un respiro en un momento de conflicto: esto puede ser una herramienta útil en la crianza. Una pausa breve, consciente, que permita regular las emociones y retomar el diálogo desde la calma. Pero cuando el silencio se convierte en una forma de castigo, repetida y mantenida en el tiempo, aplicamos lo que se conoce como la “ley del hielo”: una práctica relacional que rompe el vínculo y puede dejar huella en la salud emocional de niños y adolescentes.
Tratamiento de silencio y maltrato emocional
Entre adultos, cuando el silencio se impone de forma sistemática como respuesta a un conflicto, genera desconcierto, inseguridad y dolor.
Pero en la infancia, el impacto puede ser aún mayor. Ignorar deliberadamente a un niño o niña tras un conflicto –dejar de hablarle, de mirarle, de nombrarle– no es una pausa: es una exclusión. No se le ofrece una explicación ni una vía de reparación, bloqueando cualquier posibilidad de reconstrucción y enviando el mensaje: “Ya no existes”.
Por eso, cuando este patrón se repite, hablamos de una forma de maltrato emocional, definido por la negación reiterada del afecto y atención del cuidador, lo que vulnera el derecho del niño a ser escuchado, expresar su opinión y, por tanto, de entender qué ha ocurrido.
De hecho, la exclusión emocional activa las mismas zonas cerebrales asociadas al dolor físico: la corteza cingulada anterior y la ínsula anterior, particularmente sensibles a la exclusión social en la infancia. El rechazo y la ignorancia generan también dolor.
Consecuencias a medio y largo plazo
Los niños expuestos habitualmente a este tipo de castigo aprenden a asociar el afecto con la aprobación condicional y el silencio con la amenaza o el rechazo. Es decir, aprenden que el afecto está condicionado a aquello que hagan o no hagan y que cuando alguien se calla delante de ellos es porque los rechazan o castigan.
El “tratamiento de silencio” familiar se asocia con menor satisfacción relacional en adultos y baja autoestima. Además, se transmite de generación en generación: si nuestros padres lo usaron con nosotros, es probable que a nosotros nos surja esa reacción de manera espontánea cuando nos enfadamos. Esto último nos recuerda cómo nunca dejamos de ser modelos y ejemplo de lo que los niños serán en el futuro.
Este patrón de crianza que se basa en ignorar al menor cuando no cumple con nuestras expectativas puede generar ya desde la infancia:
- Baja autoestima y sensación de no ser suficiente.
- Dificultades para establecer relaciones seguras y confiables.
- Miedo al conflicto, evitación emocional o respuestas desproporcionadas en crisis.
- Problemas de comunicación emocional, mostrando incapacidad para expresar o identificar sentimientos.
Un daño que se produce sin pensar
Uno de los aspectos más insidiosos de la “ley del hielo” es que los padres, madres o cuidadores que la aplican no suelen ser conscientes de estos efectos tan devastadores.
A menudo, no se realiza con intención voluntaria de dañar. Surge de la frustración, el agotamiento o la falta de recursos educativos. Muchos adultos, desbordados por conflictos diarios, optan por el silencio como forma de imponer autoridad sin enfrentarse al diálogo. Pero aunque no haya intención, el daño está ahí.
Alternativas para gestionar el enfado
Distinguir entre una pausa reguladora y un silencio castigador es fundamental. Parar para afrontar de manera más asertiva la resolución del conflicto es saludable. En cambio, si el silencio impide la reparación del vínculo y excluye emocionalmente al niño o niña, no es educativo: es destructivo.
Educar implica acompañar los conflictos de forma respetuosa y sana. El apoyo emocional continuo y el contacto positivo actúan como amortiguadores frente a los efectos del maltrato emocional. Algunas estrategias eficaces para evitar la sistematización del silencio pueden ser:
- Nombrar lo que sentimos, poner palabras antes del silencio y limitarlo en el tiempo: “Estoy muy enfadada, necesito unos minutos para calmarme y después hablamos”.
- Retomar el diálogo siempre, para que el vínculo no sufra. Esto no implica mantener largas conversaciones donde el niño fácilmente puede desconectar. Permitir hablar, ser escuchado y posteriormente poder argumentar desde la protección y el límite sin fisuras.
- Cuidar el tono relacional: a veces, el acto de ignorar proviene del lenguaje no verbal (mirada, gesto, postura). Se debe tener en cuenta para evitar dolor innecesario y para reforzar el modelo de conducta que queremos ofrecer a los pequeños.
- Separar conducta de persona: recordar que el menor no es malo o un desastre o torpe; en todo caso será aquello que ha hecho lo que no está bien.
- Prever y anticipar consecuencias con los menores: avisarles y explicarles qué ocurrirá si se transgrede una norma, los ayuda a autorregularse pero también sirve a los adultos para no tener que improvisar castigos o silencios impulsivos.
- Distribuir el cuidado y la gestión de las dificultades: otro adulto puede contener cuando el principal está desbordado.
Y en caso necesario, buscar apoyo externo y soporte profesional.
No podemos obviar que cuando el silencio daña, es violencia emocional. Negar la palabra, la mirada o el acompañamiento emocional no es una técnica educativa, es una forma de violencia psicológica que provoca angustia, confusión y vulnera derechos fundamentales. Como adultos, nuestra responsabilidad incluye proteger, acompañar y asegurarnos de que nuestros hijos y alumnos puedan equivocarse sin perder su espacio emocional, ni sentir la pérdida del vínculo sin entender por qué.
Sylvie Pérez Lima, Psicopedagoga. Psicóloga COPC 29739. Profesora tutora de los Estudios de Psicología y Educación, UOC – Universitat Oberta de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.