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En mi sonrisa está el peligro de muerte BRAGA Créditos: Pexels

En mi sonrisa está el peligro de muerte

Ignacia Godoy Muñoz
Por : Ignacia Godoy Muñoz Escritora y académica
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La utilización del espacio público y los mecanismos de defensa silenciosos que las mujeres han desarrollado a lo largo de los años es la base central de este relato escrito en primera persona, donde se cuestiona el rol del Estado en términos de abolir la violencia contra las mujeres.


La calle me enseñó a no sonreír. A los 12 años, más o menos, me hizo el primer guiño: es peligroso. A los 20 me demostró lo que podía pasar. A los 30 ya sabía que no valía la pena arriesgarse.

Camino por Providencia hacia la graduación de mi hermana. Salgo de mi primer trabajo, llevo un mes, quizás un poco más. Son detalles que no recuerdo. Hace mucho calor, tanto que la ropa se me pega en la espalda y en los muslos. Llevo puesto un vestido, primer error.

Es una ocasión especial y este vestido lo es para mí. Mis pies se mueven cansados hacia mi destino, pero sé que me reencontraré con mi familia, le aplaudiré a mi hermana, lloraré por sus logros y me pondré contenta al verla recibir su diploma. Sé el esfuerzo por el que ha pasado para llegar hasta acá, en eso vengo pensando. La batería de mis audífonos se acabó hacía diez minutos y me veo en la obligación de escuchar lo que sucede a mi alrededor. Segundo error.

Voy leyendo los mensajes en el chat, mi madre ya llegó, mi otra hermana está buscándola entre la multitud. Yo estoy atrasada y el sol me molesta en los ojos. No tengo anteojos de sol. Tercer error.

Doblo en la esquina que me va a guiar por fin al campus, a la puerta de entrada, al guardia, al pasillo, al patio central y a la ceremonia. Me emociona estar logrando el camino a mi cometido y ahí está mi cuarto error: sonrío. Pero una persona me detiene en mi apuro. ¿Sabes dónde queda la calle…? La voz se confunde con lo que me obliga a mirar. Su cuerpo está completamente echado en el asiento del piloto. Las ventanas completamente abajo, como sus pantalones. Noto de inmediato su pene erecto, su mano hacia arriba y abajo, masturbándose.

No le digo nada, no me sale ninguna palabra. Mi mente se detiene y me quedo, por un solo segundo que parece eterno, mirando la escena. Siento un asco incontrolable en mi estómago, como si me hubiesen tocado entera, cada rincón de mi cuerpo.

Escucho el sonido de los fluidos y los gemidos del hombre. Me obliga a hacerlo. Cuando logro desviar la mirada, sigo sin decir nada. Sigo mi camino. Evito el contacto visual con el guardia, con el pasillo, con las personas en el patio central, con el momento que me estoy perdiendo de ver a mi hermana feliz en este instante irrepetible. No le cuento a nadie lo que me pasó porque la vergüenza me inunda. Y no puedo escribir sin cada uno de estos puntos seguidos, sin las pausas entre palabras.

Esta no es la primera vez. No va a ser la última.

Todavía repaso mis errores de esa tarde, aunque tenga claro, hoy, después de entender muchas cosas, que no cometí ninguno. Pero yo ya aprendí los mecanismos de defensa, esa que nadie me ha dado nunca y tampoco me dará.

No usar ropa que muestre mis piernas por encima de la rodilla, escotes por debajo del mentón, prendas apretadas. Sobre todo en sectores sin testigos. Los sombreros y los lentes de sol esconden tu mirada, evita el contacto, por lo menos cuando caminas en lugares donde no hay otras mujeres cerca. La noche no es tu territorio y nunca lo será. No está hecha para ti ni para ninguna de tus amigas. Avanza con cuidado, mira en cada esquina, aprende a desarrollar el oído para aquellos sonidos que parecen ajenos y sospechosos.

Las llaves te caben entre los dedos de las manos, el spray pimienta está de fácil acceso en tu banano. Y lo más importante: no sonrías. La comisura de tus labios puede abrir esa puerta a la confianza invisible que no has dado, pero, claro, es engañosa. Demasiada amabilidad, demasiada alegría. Estás accesible, disponible.

Repaso mis errores otra vez, escribiendo esto, porque una vez más el espacio público no nos pertenece. Si decidimos salir a la calle, es bajo nuestro propio riesgo, hacia un lugar abandonado por el Estado, donde nadie puede protegernos y no existen leyes que impidan la violencia hacia nosotras, las mujeres. La responsabilidad es nuestra, de quienes sufrimos la violencia, no de quienes la ejercen.

Es más fácil contar mis errores, contar los de las 17 mujeres que han intentado ser asesinadas a manos de hombres y de las 4 que lo fueron. ¿Qué hicieron mal? Aunque por dentro las preguntas son otras, ¿hice algo mal?, ¿debo tener vergüenza?, ¿soy la única?, ¿quiénes se hacen responsables?, ¿quién es el culpable?, ¿por qué nadie me ayudó?, ¿qué hago para sentirme segura?, ¿lograré alguna vez sentirme segura?, ¿eso significa “libertad”?, ¿por qué a nosotras?

Aún vivo en una realidad utópica en la que algún día los cuestionamientos serán hacia el otro lado, en la que el Estado se hará cargo de las vidas perdidas y las que, todos los días y a cada minuto, se pueden perder por ese “instinto masculino” que se siente con el poder de quitarnos la libertad, de a poco otorgada, e incluso la vida.

¿Hacia dónde tendríamos que dirigirnos las mujeres en nuestro caminar? Miro para todos lados y me parece, puede ser discutible, que es hacia esa zona que abandonó el Estado para hacer una pedagogía social en pro de la igualdad humana. Y que hay que apurar el paso porque detrás nuestro vienen las máquinas con sus cartillas que pueden relegarnos otra vez al último lugar”, Elvira Hernández, “No nos falta calle”, Avisa cuando llegues.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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