Dramaturga Flavia Radrigán: «El teatro es para voyeristas»
La escritora publicará a comienzos de marzo su libro Miradas lastimeras no quiero, que reúne sus tres obras más emblemáticas, incluyendo la polémica creación sobre Malva Marina, la hija de Pablo Neruda. Aunque reconoce la importancia de su padre -el también dramaturgo Juan Radrigán- en la decisión de escribir, ella se mueve con sus propias coordenadas y lenguaje.
Llega sonriente y apurada. A pesar de que es tiempo de vacaciones, aprovecha todo lo que puede para escribir, aunque sea para acumular material en el cajón. Es que no crea únicamente para que sus textos se lean o se monten, sino porque, al parecer, no tiene más opciones.
Flavia Radrigán pasó años queriendo pasar de largo de su vocación. Era pintora, y escribía cuentos por gusto. Su padre, Juan Radrigán, figura en la galería de los dramaturgos más importantes del país, lo que era, en cierto modo, una disuasión para sus ganas. Hasta que un cuento se transformó de pronto en monólogo, y luego vino la subversión de los diálogos. Se encontró inventando teatro ella también, y aunque más de una vez pensó dejarlo, sus personajes repetidamente la reclamaron en escena.
Hoy, a casi una década de decidirse por la autoría dramática, se apronta a publicar con editorial Ciertopez su libro Miradas lastimeras no quiero, que recopila sus tres obras más representativas: "Miradas lastimeras no quiero", "Lo que importa no es el muerto" y la polémica "Un ser perfectamente ridículo", sobre la hija de Pablo Neruda. Hacer la selección fue difícil y optó, finalmente, por las creaciones que, en términos personales, la marcaron. "Elegí la primera obra que escribí en mi vida -‘Miradas lastimeras…’, que salió de un cuento. La segunda -‘Lo que importa no es el muerto’-, la escogí porque traté de hacer un estudio del lenguaje con el que escribe mi padre, para entenderlo y poder desapegarme de él. La tercera es importante porque en ella yo encuentro mi propio lenguaje. Son tres obras muy significativas para mí", relata. Prepara, además, la publicación de un volumen de cuentos y obras de teatro en editorial Cuarto Propio.
-Una de las características del trabajo del dramaturgo es que su contacto con el público está mediado por el montaje, por los actores, por el director de la obra. Ahora publicas un libro, y el encuentro es directamente con la gente. ¿Cómo asumes el cambio de formato?
-Encuentro que es una maravilla. En este país hacen falta las publicaciones de teatro, de textos dramáticos donde se dé a conocer que hay mucha gente talentosa y que escribe bien. Me gusta pensar, además que el libro es un mundito, y que cada persona lo va a leer desde su problemática, su visión. Me parece que es mágico: ojalá en todas las obras te entregaran el texto de lo que vas a ver. Colecciones como la de Cierto Pez y la de Cuarto propio son un gran aporte, y ayudan a que el teatro se masifique. Piensa que son libros que están al alcance de la mano, que van a costar tres o cuatro mil pesos.
De Radrigán a Radrigán
-¿Tienes complejo de Electra?
-No. Pero nos hemos hecho amigos; más que la relación padre e hija ahora es como de colegas; es como trabajar con un compañero que sabe y al que uno admira, pero también quiero despegarme y escribir a mi manera.
-¿Cuán responsable es tu padre de tu decisión de entrar en la dramaturgia?
– Muy responsable. Yo antes pintaba y escribía, y decidí no trabajar más para dedicarme a la crianza de mis hijos. Un día se me ocurrió mostrarle mis escritos, y me dice ‘¡mira! ¿y por qué no empiezas a dialogar?’ Yo le propuse hacer un taller para comenzar a escribir teatro, con otra gente, y así me inicié. Puede parecer complejo de Electra, pero no lo es. Al principio me costó mucho, porque todos decían que era como un ‘Radrigán chico’.
-¿Te molestaba?
-Mucho, mucho, mucho. Claro que era un ‘Radrigán chico’, soy hija de él, y obviamente tenía el mismo lenguaje, porque era el que conocía, conocía a sus personajes, cómo hablaban. Me costó esa separación del lenguaje y el mundo de él. En más de un momento pensé dejarlo todo, pero es más fuerte que uno. ¡A veces estoy escribiendo un cuento y me doy cuenta de que los personajes están conversando!
-Has dicho que una de las diferencias con tu padre es que él, a partir de lo particular, aborda temas generales y que tú, en cambio, vas más hacia la intimidad, la subjetividad de tus personajes.
-Sí, lo prefiero, porque me parece que cada uno es un mundo muy rico, y vivimos las mismas cosas de distinta manera; eso encierra una unidad tácita entre mujeres y hombres. El teatro, por ejemplo, te muestra lo que todos ven, pero se particulariza cuando muestra lo que está debajo. Esa cosa privada que te perturba y no te deja dormir en paz es lo que me interesa. El teatro es para voyeuristas. La gente va al teatro porque quiere ver lo que pasa, lo que hay debajo de la falda, cómo funcionan las cosas desde el alma.
-En "Lo que importa no es el muerto" recorres el lenguaje de tu papá deliberadamente.
-Sí. Lo hice para entenderlo, para apropiarme de él. Era mi referente más cercano, y una manera de desapropiarme de él es imitándolo. Es la historia de dos hombres a los que les pagan por desenterrar un ataúd y desenterrarlo en otra parte. Cuando llegan al cementerio, tienen que solucionar sus problemas personales: los dos aman a una misma mujer. Todo lo que se refiere al ataúd, al desenterrar y enterrar, es como el lado político del asunto. El otro es la contraparte, la esencia, esos submundos que uno desentierra en los lugares más insólitos. No me costó nada hacer esa obra; lo que me costó fue el desapego frente a mi papá, entender que uno va por otra parte, que son otros los temas.
-¿Fue difícil hallar ese otro lenguaje?
-Mucho, porque inauguré mi lenguaje con una obra que era casi un parto nacional -"Un ser perfectamente ridículo"-, que necesariamente tenía que tener un valor. El ejercicio se transformó en un peso, porque yo dije la idea -ni siquiera había escrito la obra- y salió en todas partes. Fue un parto duro, pero muy hermoso. A mí lo que me importaba de la obra era el monólogo de la Malva Marina, y eso me ayudó a descubrir por dónde iba mi camino literario.
Pecado de omisión
-La obra de Malva Marina la escribiste por encargo. Supongo que sabías que podía generar cierto nivel de polémica. ¿Te imaginaste hasta qué punto?
-No, jamás. Pero es lo que logra el teatro, y eso me emocionó. Que el teatro lograra esa ebullición, esas ganas de decir algo de la gente me pareció fascinante. Los malos ratos dan lo mismo; ojalá la gente se comprometiera de esa manera con todas las obras.
-¿Sacaste alguna lección de ese conflicto?
-Mi única experiencia es que primero hay que escribir la obra, no decir de lo que estoy escribiendo. Además me di cuenta de lo que sucede alrededor de las vacas sagradas. En este país hubo detenidos desaparecidos, gente muerta y por ese maldito pecado de omisión nunca se pudo saber, se ocultó. Eso es detestable. Que uno, después de muchos años , tenga una excusa para gritarlo, me parece fantástico. No es Malva Marina, es el gran tema del abandono. Ella es la bandera, pero son los temas que están detrás. Malva significa abandono, omisión, miseria, hambre, dolor. A la gente no le gusta que se hable de lo que duele.
-¿Te sorprendiste escribiéndola?
-Mucho. Cuando uno escribe llora y se ríe… a mí me sorprendió la extraña conexión. Era como fluir, que brotaran las cosas, era un simple vehículo para que saliera todo eso. Me lo tomé en serio. Tan en serio que fue muchísimo mi agotamiento después. Necesité parar un largo tiempo.