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Chile, tiempos interesantes. A 40 años del Golpe Militar Libros

Chile, tiempos interesantes. A 40 años del Golpe Militar

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Este extracto corresponde al prólogo del libro «Chile, tiempos interesantes». Editado por Ediciones Universidad Diego Portales y el Instituto de Humanidades de la UDP.


chile-tiempos-interesante-705x1024«Sólo puede juzgar sobre historia el que en sí mismo ha experimentado historia.”

Goethe, Maximas.

“Ojalá vivas en tiempos interesantes.”

Antigua maldición china.

Entre 1970 y 1986 milité en el Partido Comunista de Chile. Por entonces aprendí algo no menor: en la política real de los revolucionarios -es decir, en aquélla que se plantea seriamente la cuestión del poder- las discusiones más abstrusas, en rigor metafísicas o teológicas, son precisamente aquéllas más concretas: poner en duda la epistemología “realista” del marxismo-leninismo era, de inmediato, hacer tambalear al gran hermano, la URSS (si la hostia no es el cuerpo de Cristo, sino sólo su símbolo, el poder de Roma peligra). Y es que “la metafísica fundamenta una era” (M. Heidegger 1996, 63); “es la expresión más intensa y clara de una época” (Schmitt 1998, 44). No es de extrañar entonces que quienes aspiran a fundar un nuevo orden y, por tanto, a deponer el orden vigente, vayan a parar a ese “terreno helado […] donde falta la fricción” (Ludwig Wittgenstein en Investigaciones Filosóficas, §107). Pero se puede llegar a esas zonas inhóspitas con o sin el equipamiento necesario. El segundo parece haber sido el caso del marxismo, en su vertiente “real”, cuyo progresismo, hegeliano o simplemente positivista, tendió a bloquear su comprensión de los alcances y peligros de su empresa. Mejor equipados para comprender la relación entre política y metafísica estuvieron algunos pensadores pertenecientes al llamado “conservadurismo revolucionario” de la Alemania de las primeras décadas del siglo XX, como los citados Heidegger y Schmitt; quizás, conjeturo, fue su común raíz católica la que permitió a estos “pensadores negros de la burguesía”[1] entender, desde un comienzo, que en la metafísica, particularmente en aquélla que, por su compromiso con una entidad política -Iglesia, Partido- recibe el nombre de “teología”, el pensamiento que se ocupa de las últimas cosas y la política convergen intensamente.

Por cierto, mucho ha sucedido desde los años de militancia que evoco. A partir de los atentados a las Torres Gemelas en Nueva York el 2001, la noción de “teología política”, propuesta a comienzos de los años ’20 del siglo pasado por el ya mencionado Carl Schmitt -de infame memoria, agrego[2]– adquirió inesperada actualidad, en relación no solamente con la irrupción del Islam como actor político-mediático sino, más profundamente, con la constatación de que, a la hora de pensar la política no bastan -sobran, incluso- las teorías, en boga por entonces que, partiendo por postular un cierto ideal -de racionalidad, de justicia, de validez-  luego miden y juzgan, desde tan elevado sitial, la siempre deficiente facticidad. Y tampoco basta el pensamiento de matriz hegeliana: éste, si bien ofrece sumergirnos en el lodazal de la historia (experimentar, como dice por ahí Hegel “el Viernes Santo de Espíritu”), se cuida, alquimia filosófica mediante, de pre-higienizar tan repulsiva materia, haciendo de ella aséptica “negatividad”. Negatividad que, entendida en clave dialéctica, no sería sino una “astucia de la razón”, que permitiría asegurar que el mundo moderno no sería el resultado de una fractura histórica, sino la necesaria realización de algo -el espíritu universal- ya presente desde el momento mismo en que el ser humano se encontró con el mundo sensible. Lo teológico-político, en cambio, es en su núcleo el pensamiento de la singularidad, de la decisión como discontinuidad, corte; de la excepción que funda la norma, aunque haya de ser “olvidada” en ella.

Tomar en cuenta estas complejidades, tanto en lo que concierne a la historia política chilena reciente, como a la que constituye su suelo -la Transición, la Unidad Popular, el Chile de la “vieja República”, la misma Guerra Fría y sus orígenes- es el objetivo de este libro. En él he procurado combinar mi experiencia de entonces con mis intereses intelectuales de hoy. La primera parte del libro está compuesta, a la manera de un collage, por dieciocho crónicas-ensayo más bien breves, algunas de las cuales han tenido su origen en columnas que he venido publicando desde fines del año 2010 en el diario digital El Mostrador, medio que muy generosamente me ha permitido publicar textos que, tanto por su extensión como por su contenido, difícilmente tendrían cabida en medios convencionales. En ellas hago una lectura de la actualidad que abarca tanto el movimiento estudiantil del 2011 y la interrogante sobre la universidad, así como el carácter de la “transición a la democracia” y la Constitución del ’80; también me remonto a la Unidad Popular y al ancien régime de la República de Chile, y abordo la cuestión de los movimientos sociales –su politicidad, sus perspectivas– a la luz de la experiencia, a mi entender crucial, del leninismo, de los socialismos reales.

En la segunda parte abordo un segmento de la memoria histórica de Chile cuyo restablecimiento, con las complejidades no sólo intelectuales, sino afectivas y también morales que entraña, estimo crucial para el presente. Se trata del conflicto político llevado a su máximo nivel de intensidad -la lucha por el poder del estado, nada más y nada menos- que la izquierda chilena, particularmente en los años de la Unidad Popular, instaló en el supuestamente plácido viejo orden de la nación chilena, el mismo que la “sensibilidad de izquierda” en tiempos actuales suele idealizar y recordar con nostalgia. Asunto delicado, porque cualquier mención a él suele ser descalificada como justificación del Golpe Militar y de la brutal represión que le sucedió: como justificación de lo que se suele llamar “empate moral” entre la dictadura y sus víctimas.

Mi propósito es poner en cuestión esta versión, que sin mayor análisis contrapone política revolucionaria y moral. Para ello, recurro a dos textos del célebre Georg Lukács, que además incluyo como Apéndice en este libro. Se trata de “El bolchevismo como problema moral” y “Táctica y ética”, escritos por Lukács en el momento prístino de la revolución bolchevique –es decir, antes de que, por razones en parte pertenecientes al ámbito de la misma estrategia política, la misma izquierda, Lukács incluido, optase por levantar un tupido velo sobre el asunto– me han parecido útiles. Porque permiten entender que la moral –y esto particularmente para los revolucionarios; en Chile, a mucho honor, los hubo– no es una cuestión de empates ni de cuentas, sino que concierne primordialmente a la conciencia del individuo: éste, si no quiere trasvestirse de mera pieza de una maquinaria ciega, debe asumir él mismo la responsabilidad por acciones que desbordan la norma, la normalidad. Por cierto, soy también un convencido de que el tiempo de las revoluciones anti-capitalistas pertenece al pasado. Pero si bien éste es un convencimiento intelectual apoyado en sólidas razones, no constituye arrepentimiento. Mi generación es quizás la última que, más allá de la mera autorrealización personal, de la aventura juvenil, se planteó con responsabilidad y sentido estratégico el desencadenamiento de un cambio social radical. A muchos se les fue la vida en ello. Pero aunque la guerra se haya perdido, o incluso lo haya estado de antemano, no es posible relegarla al olvido. Y  recordarla consiste, entre otras cosas, en aceptar que no hubo allí sólo víctimas, sino también combatientes.

Restablecer esta memoria e interrogar a fondo las relaciones entre política revolucionaria y moral me parece, como lo he dicho, crucial para el presente: para que las buenas razones que hoy se esgrimen no den lugar a nuevos monstruos. El movimiento estudiantil, los nuevos movimientos sociales surgidos en los años recientes han tenido, entre otras cosas, el mérito de instalar una discusión de fondo respecto al Chile de la Transición, su historia, sus límites, sus fundamentos; pero esta discusión no está completa si la memoria del conflicto político –memoria compleja, amarga, heroica–  que en parte dio origen a este Chile, se reprime con el objeto de obtener una dudosa victoria moral. Dudosa, entre otras cosas, porque se basa en la internalización del liberalismo globalizado de nuestros días en lo que tiene, no de fáctico, sino de normativo, es decir, hegemónico: el universalismo de los DD.HH. al cual la izquierda se vio forzada apelar en momentos difíciles, elevado ahora a la categoría de un  nuevo “motor de la historia”. Por cierto, esta internalización puede ser, a estas alturas, inevitable: “lo  más que podríamos esperar”, como dice la filósofa norteamericana Wendy Brown en un texto que también comento más adelante. Pero su carácter  inevitable no debiera inhibir la reflexión en torno al núcleo político-intelectual del cual el aparente minimalismo de los DD.HH. es el portador.

Las movilizaciones han hecho surgir una suerte de joven izquierda que parece, una vez más, querer tomar, como alguna vez se ha dicho, “el cielo por asalto”. Hasta dónde esta izquierda se plantea en términos realmente políticos, o si se trata más bien de un fenómeno generacional y estético, de “estetización de la política”; hasta donde las subjetividades que ella canaliza no son, más bien, una expresión del mismo liberalismo globalizado de nuestro tiempo –del pathos anti-autoritario que paradójicamente sirve de vehículo a su implantación soberana– son preguntas recurrentes en estos textos. Pues hay en esta joven izquierda una suerte de adánica inocencia respecto a lo que fue, hasta 1989 (el año de la caída del Muro de Berlín) la experiencia de los revolucionarios del siglo XX; como si las peripecias de la revolución, sus glorias y miserias, hubiesen pertenecido a otro mundo. Y, de alguna manera es así, en la medida en que 1989 constituye un punto de quiebre. Pues con el Muro se desploma todo el dispositivo político-intelectual de la izquierda; y lo que queda de ésta subsiste al costo de una amnesia, de una denegación de la experiencia que bloquea su intelección en profundidad y favorece la inocencia y la adulación de la juventud. Por cierto ella, tal como ha sido comprendida por el mundo moderno, parece una y otra vez llamada a reinventar el mundo. Pero la juventud es una enfermedad que pasa pronto: pronto llega el momento de enfrentar el peso gravitatorio de la realidad, el desgaste inexorable que provoca su roce; el modo como esa realidad desvía, deforma a veces hasta lo irreconocible lo que parece ser el recto camino de las utopías, los ideales.

La realidad a la que me refiero es la realidad de lo político, del poder y la violencia que constituyen su “medio”; también la de su neutralización bajo la forma de una hegemonía, de una economía del poder que desarma a los contrincantes y les ofrece la paz al interior de un “estado de derecho”. Lo que tanto el desnudo ejercicio del poder como las formas que asume esta economía tienen en común es el trazado de límites, la operación que comúnmente se asocia a la autoridad: no todo es posible.

La denegación de la experiencia de la izquierda afecta principalmente a esta dimensión: parece imposible -¿pero cuál es aquí la autoridad que lo determina?- mirar de frente lo que fueron los socialismos, llamados “reales” en tanto corrieron el riesgo de hacerse efectivamente con el poder, y de ejercer la autoridad, la facultad de trazar límites. Por cierto, parte de la izquierda, y muy particularmente su ala intelectual, guardó reservas respecto al ejercicio del poder en la URSS y demás “socialismos reales”. A menudo estas reservas tuvieron que ver con los excesos; con el carácter totalitario que este ejercicio tendió asumir y al cual la componente utópica del marxismo parecía radicalmente contrapuesta. Pero la cuestión aquí es más compleja, porque la utopía de una sociedad sin estado, y del socialismo como una fase de transición a la sociedad comunista autorregulada fue precisamente aquello que, en los socialismos reales, legitimó el ejercicio totalitario del poder: en el asalto al cielo, todo está permitido. La componente utópica, al bloquear la comprensión de la realidad del poder, hizo posible su ejercicio despótico; el desgarro ante la diferencia insalvable entre utopía y realidad no atenúa la violencia, sino que la desata: el Inquisidor es aquel personaje que, habiendo perdido la fe, encubre su pérdida mediante la minuciosa búsqueda de traidores y herejes: la posibilidad de hacerlo lo eleva paradójicamente al sitial de verdadero creyente: para que yo sea fiel, todos han de ser potenciales traidores.

Por cierto, la izquierda no ha estado sola en negar la realidad del poder. Particularmente durante la Guerra Fría, la propaganda del “mundo libre” se centró en presentarlo como un mundo sin límites: el poderoso Leviatán que está en la base del liberalismo se vistió de un ropaje “libertario” –ya tendré oportunidad de referirme a este apelativo, en relación a Milton Friedman– con lo cual se propagó, a nivel tanto de la alta cultura como de la industria cultural, una ideología para la cual toda autoridad es a priori ilegítima. Si algo enseña el idilio de Friedman con la dictadura chilena es que la ideología libertaria opera -así parece haber sido en la “democracia de masas” que Jaime Guzmán anticipó para Chile- como contraparte, reflejo invertido de una autoritarismo que se legitima anunciando su extinción. Pero más allá de ello, es posible afirmar que, sea en este giro libertario del “mundo libre”, sea en la vertiente utópica del marxismo, se anticipa, se fragua la deslegitimación de la autoridad que impregna al mundo contemporáneo en todos su niveles, desde la familia, pasando por la escuela, hasta la política y el estado. Una deslegitimación que, enfrentada a la realidad del poder, no puede sino generar, a su manera, efectos inquisitoriales como los que expuse más arriba, y que se hacen presentes en la crispación que crecientemente adquiere el debate público; crispación que caracteriza también a la peculiar “política-antipolítica” que tienden a desarrollar los “movimientos sociales” de hoy. Y que es, por otra parte, el caldo de cultivo en el cual se terminan por incubar los autoritarismos más extremos: lo reprimido, la realidad del poder, tiende a retornar violenta, vengativamente.

En su libro La conjura, a cuya valiosa información acerca del período de la Unidad Popular he recurrido, Mónica González rescata el rol del CENOP, el Centro de Estudios de la Opinión Pública, el grupo de jóvenes intelectuales, la mayoría venidos de las ciencias sociales, al que Salvador Allende recurrió para contar con información confiable respecto a lo que verdaderamente estaba sucediendo en el país. Y los integrantes del CENOP supieron cumplir con ese rol sin contemplaciones, lo que los llevó a establecer, con Allende, una relación de gran franqueza y confianza: fueron, como Allende los llamaba, su “GAP intelectual”. En su libro, Mónica González registra una conversación entre Salvador Allende y el Dr. Jorge Klein (Vanzetti), integrante del CENOP, el 20 de agosto de 1973.

Frente a la propuesta de los integrantes del CENOP de llamar a retiro a los militares golpistas (Ruiz Danyau, Arellano, Bonilla Carvajal y Merino); volver a incorporar a las FF.AA al gabinete; y negociar con la DC, Allende dice “No tengo fuerzas para hacer lo que proponen”. Y Klein con su boina puesta y una actitud físicamente indolente, le dijo sacándose la boina: “¿sabe, doctor, porqué tiene que hacerlo? Porque en una semana más va a venir Leigh a La Moneda y le va a decir: ‘doctor Allende, porque usted ya no va a ser Presidente, tiene un avión para salir con su familia del país’. Allende: “No diga huevadas, Vanzetti”. (González 2000, 235)

Dedico este libro a la memoria de este Vanzetti, Jorge Klein Pipper. Jorge, Georges, había nacido en Francia en 1945, donde sus padres, judíos franceses, habían logrado sobrevivir casi milagrosamente bajo la ocupación nazi. La familia Klein-Pipper llegó a Chile a instancias de familiares en los años ’50: ironías de la historia, la idea fue trasladarse a un país donde nada de lo sucedido en Europa pudiese repetirse. Mi madre conoció a sus padres por intermedio de una compañera de trabajo y amiga. Y así, durante un período significativo de mi pubertad  y de mi adolescencia Jorge, quien con toda naturalidad, sin una pizca de soberbia, tenía éxito en todo (buen estudiante, gran lector, el mejor de su promoción en el Instituto Nacional, deportista, precozmente triunfador en cuestiones amatorias) fue mi modelo, la versión mejorada de mí mismo. Mientras estudiaba Medicina en la U. de Chile, Jorge se acercó a la izquierda: primero al Partido Socialista, luego militó en el Partido Comunista. Y así, como militante, me lo solía encontrar en concentraciones y actos del Partido; de alguna manera, su convicción confirmaba la mía. Esta historia prosigue en los archivos de los detenidos desaparecidos. Jorge, quien integraba el CENOP, fue detenido el 11 de septiembre en La Moneda, llevado al Regimiento Tacna y finalmente, tal como la justicia después de décadas lo ha logrado establecer, ejecutado sumariamente en el llamado Fuerte Arteaga, al norte de Santiago.

Imposible saber que habría pensado Jorge de este libro; tampoco pretendo que su sacrificio avale mis discutibles tesis. Quiero pensar, sin embargo, que a él le habría gustado ser recordado como un militante, un combatiente, no como una víctima. Pues es esa la figura que vino inesperadamente a mi encuentro desde las páginas del libro de Mónica González. Y me hizo evocar toda la emoción de una época, desde el precoz horror ante el exterminio judío hasta el duro aprendizaje de la militancia política; desde los juegos de la adolescencia -Jorge amaba los trenes eléctricos- hasta la pasión por el conocimiento y el rigor intelectual.

Se dice que Karl Liebknecht, alto dirigente del Partido Comunista alemán, asesinado en 1919, alguna vez habría dicho: “Somos muertos que estamos de vacaciones”.

De vuelta de vacaciones nos vemos, querido Jorge, alias Vanzetti.

 


[1] La expresión es de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, en su Dialéctica de la Ilustración. Éstos, dicen, refiriéndose específicamente a Sade y Nietzsche, pero la lista bien puede ampliarse, “no han pretendido que la razón formalística tuviera una relación más estrecha con la moral que con la inmoralidad. Mientras que los escritores luminosos cubrían, negándolo, el vínculo indisoluble entre razón y delito, entre sociedad burguesa y dominio, aquellos expresaban sin miramientos la verdad desconcertante” (Horkheimer y Adorno 1994, 162).

[2] En 1933 Schmitt adhirió al nacional-socialismo, el mismo que había propuesto proscribir durante la República de Weimar, en 1929; en 1936 cayó en desgracia y se retiró de la política a la vida privada. Complejidades de la historia, de las cuales, por razones de fondo, nadie que pretenda hacer política en serio se libra. De hecho, se podría hacer un paralelo entre la figura de Schmitt y la del filósofo marxista Georg Lukács. En 1918, en un texto que traduzco y comento al final de este libro (“El bolchevismo como problema moral”), Lukács reflexiona sobre la naturaleza de una opción que, por esos días, está considerando tomar (la de ingresar al Partido Comunista, al cual de hecho ingresó, y jamás abandonó, aún a costa del Max-Weberiano “sacrificio de la inteligencia” que sus recurrentes retractaciones ponen en evidencia). Y plantea tal opción, precisamente, en términos teológico-políticos: “credo quia absurdum est”, “creo porque es absurdo”, la frase de los primeros cristianos que se suele atribuir a Tertuliano (Weber la atribuye a Agustín de Hipona).

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