
La épica belleza de la cotidianidad: El cine del autor de “Boyhood»
Al momento de recibir el Oscar al Mejor Director lo primero que hizo el mexicano Alejandro González Iñárritu, aparte de dar las gracias, fue dedicarle un elogio al realizador que acababa de vencer, en una reñida disputa por el galardón (el creador de la trilogía de las “Before”), en un veredicto que se mantuvo en suspenso hasta el último momento: “Eres el artista de nuestra generación”, dijo el azteca, acerca de la figura de su colega estadounidense. Y es que la obra del cineasta nacido en Texas hace 54 años ha sido un espejo donde mirarse, para muchos de los mejores creadores audiovisuales que hoy, protagonizan la exigente escena internacional.
Si Boyhood (2014) -una de las cintas más comentadas que actualmente se encuentran en la cartelera nacional-, no se hubiese enfrentado con el atrevimiento cinematográfico de Birdman, en la última lucha por obtener la estatuilla que consagró, a la Mejor Película, de los Oscar 2015, es muy probable que la apreciada condecoración habría terminado –sin mucha discusión de por medio- acomodada en las repisas privadas del hogar de Richard Linklater (Houston, Texas, 1960).
Con ese hipotético triunfo anotado en su currículum, el director norteamericano habría coronado una carrera, que desde comienzos de la década de 1990, lo tenía como uno de los nombres imprescindibles del circuito independiente, en el séptimo arte del país del norte. En una trayectoria donde ha cultivado las múltiples facetas, a las que puede abocar sus esfuerzos de producción, un realizador audiovisual: los largometrajes y los cortos de ficción, el cine documental, los títulos de animación, el video arte, y las series y las películas con el sello característico del formato televisivo.
Sin embargo, y pese a la variedad de sus intereses creativos, ha sido sólo un cuarteto de créditos los que han situado su talento fílmico, en la memoria y en la órbita de otros autores, y de las audiencias, en general: los de la famosa trilogía de las “Before”, compuesta por Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes de la medianoche (2013); a las que se les agrega la cinta que en estos días lo mantiene vigente y en una reconocida cima artística: Boyhood, esa pieza que ambiciosamente traslada en un tiempo de 165 minutos cinematográficos, doce años de la vida real de un ser humano-actor, a través de unos “fragmentos” enlazados mediante elaboradas técnicas de montaje y acertadas opciones narrativas.
En torno a este obra, en las páginas de El Mostrador Cultura+Ciudad ya hemos esbozado un amplio juicio analítico al respecto, en la fecha del que fue su preestreno chileno durante el mes de enero, y luego de granjearse este largometraje, los premios más importantes de los Globos de Oro, durante la última versión del evento (para leer la crítica de Boyhood, pinche aquí)
Así, en este texto enfocaremos la mirada sobre ese mencionado trío de películas, pues creo, expresan en su prístina gestación, los motivos y el pensamiento audiovisual de mayor originalidad y autenticidad, por parte de su director.
Este no sería otro, que la aspiración por transformar en un atractivo corpus estético y fílmico, la experiencia personalísima de la cotidianidad, pero con el llamativo ingrediente del transcurso de la temporalidad verdadera al interior de la ficción: pues si en la historia protagonizada por el niño-actor Ellar Coltrane, luego devenido en adolescente y joven universitario, se despliega la década de aprendizaje de su existencia; en las “Before” se proyectan tres días, separados por un intervalo de nueve temporadas, de la relación de pareja entre Jesse y Celine, desde que se conocieran en un vagón de tren a las afueras de Viena, durante el verano boreal de 1995.
Luego, se reencontrarían en París (2004), consolidando el flirteo inicial, y, después, ya en pareja, y con dos hijas a cuestas, los veremos en una jornada de sus vacaciones, instalados en un balneario de la península del Peloponeso, Grecia.
Esa obsesión con el tranco imparable de las horas y de los segundos, pero circunscrito a la vivencialidad de un “grupo” humano restringido, tiene su fundamentación “ideológica”, en el caso de Linklater, en un escogido archipiélago de autores literarios y cinematográficos: en el novelista estadounidense Thomas Wolfe (oriundo al igual que el realizador y su “alter ego”, Jesse Wallace, del profundo sur norteamericano, y escritor de los títulos El ángel que nos mira (1929) y Del tiempo y el río, de 1935); en los temas narrativos del poeta inglés Wystan Hugh Auden (1907 – 1973), y en la saga fílmica dedicada a Antoine Doinel (1959 – 1979), por el director galo Francois Truffaut.

Porque además de la fijación con el “tic tac” del reloj, otra de las venas dramáticas que disecciona en su reflexión audiovisual el cineasta de Houston, Texas, resulta del advenimiento del sentimiento erótico-amoroso, que surge en el desarrollo de las secuencias emotivas y argumentales, de sus personajes y protagonistas. Rasgos a los que añade, un manejo de cámara (en la totalidad de los planos posibles) atrevido y preciosista, y un uso perfeccionista del montaje, en la continuidad narrativa del relato, que lo sitúan entre los creadores fílmicos más ambiciosos y admirados, con el adjetivo y apodo “de culto”, de la industria mundial.
Si nos vemos obligados a escoger entre los largometrajes que representarían sus mejores trabajos, estos serían, en mi opinión, los siguientes: Antes del amanecer (Before Sunrise, 1995) y Antes del atardecer (Before Sunset, 2004). En ese par de cintas, también, pueden apreciarse con mayor claridad sus objetivos estéticos y los estímulos artísticos que han conformado su imaginario.

En el comienzo del primero de los títulos mencionados, la cámara dirige su lente en movimiento, hacia arriba de los rieles de una línea férrea, sobre el puente que cruza un río que, posiblemente, sea el Danubio, un poco antes de llegar a la estación de Viena, la capital de Austria. Así, el símbolo de un tren, el que equivale a una imagen del azar, del desplazamiento a causa del acto de viajar, y que corporiza el concepto de la reunión fortuita entre dos personas, inmediatamente se funde con ese otro encuadre que semeja el avance constante de los minutos: el fluir de las aguas de un cauce fluvial.
La referencia fotográfica y hermenéutica a una de las novelas imprescindibles de Thomas Wolfe, ya está hecha: a Del tiempo y el río, evidentemente. Luego, en las escenas iniciales de Antes del atardecer, la cita será clara y verbal: el escritor Jesse Wallace, ahora de gira por París, hablará en una de sus conferencia literarias, en la sala de una pequeña librería, de las ideas y de las particulares visiones de la realidad, que el narrador norteamericano redactó en el prologo de su primer libro de ficción, El ángel que nos mira.
Después, proseguirían las referencias al motivo de la pasión personal, en el primer plano-secuencia de Antes del amanecer: al contacto inaugural entre Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy), tiene a lugar el encuadre, en el que los futuros enamorados se enseñan los respectivos libros que leían mientras duraba el trayecto hasta Viena, comenzado en Budapest. Si el joven turista norteamericano “disfruta” de la desgarradora autobiografía del actor alemán Klaus Kinski, Yo necesito amor, ella se encuentra inmersa en las eróticas hojas de Madame Edwarda, un texto perteneciente a la rúbrica del pensador y narrador francés, Georges Bataille.

A continuación, y en un logrado plano medio angular, el aprendiz de escritor le cuenta a la muchacha, en el vagón-comedor del tren, su interés en rodar un largometraje documental, basado en la vida diaria de un hombre común y corriente: como si fuese el realizador, quien se halla detrás de la cámaras, el que hablara en la voz de su alter ego-protagonista. En ese diálogo pareciera ubicarse el germen del concepto estético-audiovisual, que sostendría, casi dos décadas después, la grabación de Boyhood.
Una vez en la ciudad austriaca, la cámara de Linklater se desenvuelve bajo los parámetros de una táctica de recreación documentalista, la que no hace amago de ninguna toma, distancia y perspectiva, con el propósito de registrar el instante mágico, implicado en el enamoramiento entre dos seres humanos; y recalcando la mirada de su lente, en esos gestos, detalles y modulaciones, que anteceden al primer beso, y a la mutua complicidad emocional y corporal. La estructura fílmica de esa caminata vienesa, se repetirá en el parque Promenade Plantée, de París, nueve años después, en las secuencias de Antes del atardecer.

De esa manera, se enuncia una de las raras características en las direcciones de arte de esa trilogía del realizador, incluyendo Before Midnight, si nos detenemos en su rodaje hecho casi de exteriores y al aire libre: el rasgo de que las urbes que sirven de puesta en escena, constituyen casi un cuadro solitario y sin otros habitantes (unos entes que desaparecen instantáneamente), ante la presencia “épica” de la pareja de amantes. Así, igualmente, se perfila uno de los tópicos audiovisuales más caros a Linklater, el exhibir claramente las diferencias entre esas capitales pobladas por seres anónimos y esa otra radiante, plena de callejones y recovecos inolvidables, que camina y recorre su pareja de estelares.
En efecto, y una vez que se despiden Jesse y Celine, en la estación de trenes de Viena, al finalizar la realización diegética de la primera parte de la saga, el autor insiste en proyectar tomas donde se muestran vacíos, sin ninguna presencia humana, los distintos espacios, cafés, calles, parques y paseos peatonales, por los que se habían desplazado los jóvenes, en su descubrimiento de justo un día de duración, por las esquinas del antiguo enclave imperial.
En la misma Antes del amanecer, ya cerca del desenlace, emerge el cuadro en el que el rol de Ethan Hawke, sosteniendo a Celine sobre su regazo, y sentado en los escalones de una estatua ecuestre, que rodea el edificio del Hofburg Palace, declama los versos del poema “Mientras paseaba una tarde”, de W. H. Auden, imitando la voz del poeta Dylan Thomas: “Los años correrán como liebres / porque en mis brazos llevo / la Flor de los Tiempos / y el primer amor del mundo. Pero los relojes de la ciudad / empezaron a zumbar: / No dejéis que el Tiempo os engañe / nunca lo vais a vencer”.

Esa hermosa escena, además de contener la cosmovisión íntegra y sincera del cine de Richard Linklater, ha inspirado, entre otros, al citado mexicano Alejandro González Iñárritu, en su filme 21 gramos (Sean Penn seduce con un texto del venezolano Eugenio Montejo, al papel femenino interpretado por Naomi Watts); e igualmente estimuló creativamente al director estadounidense, Michel Gondry, en las tomas de su Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (cuando Kirsten Dunst recita al actor Tom Wilkinson, unas bellas líneas pensadas por el vate inglés Alexander Pope).
Porque es en la imagen de la inmensidad inabarcable del tiempo, en contraste con la pequeñez física del hombre (brillante son esos “picados” que en Antes del amanecer, en unos prados de Viena; y en el pasto de una localidad de la sureña Texas, durante los planos de Boyhood), muestran a los protagonistas de Richard Linklater, acostados y observando en dirección al cielo, donde están soñando con el amor, la eternidad, o en el suceso mínimo y cotidiano, de toparse con un “otro”, nuestro complementario definitivo en el mundo. Escrito con otras palabras, seres vivos enfocados por una cámara que, simplemente, vibra con la épica bella, pedestre y casual, de la cotidianidad, con la gesta de retratar al hombre, en su día y noche sobre la Tierra.