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Crítica teatral: La Niña de Canterville

Crítica teatral: La Niña de Canterville

César Farah
Por : César Farah Dramaturgo, novelista y académico, es docente en la Universidad de Chile, Universidad Adolfo Ibáñez y Uniacc. Ha escrito las novelas La Ciudad Eterna (Planeta, 2020) El Gran Dios Salvaje (Planeta, 2009) y Trilogía Karaoke (Cuarto Propio, 2007), así como la trilogía dramatúrgica Piezas para ciudadanxs con vocación de huérfanxs (Voz Ajena, 2019), además, es autor de la obra El monstruo de la fortuna, estrenada en Madrid el año 2021, también ha escrito y dirigido las piezas dramáticas Alameda (2017, Teatro Mori), Medea (Sidarte 2015-2016, México 2016, Neuquén 2017), Vaca sagrada (2015, Teatro Diana), Tender (2014-2015, Ladrón de Bicicletas) y Cobras o pagas (2013-2014, Ladrón de Bicicletas).
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El nuevo trabajo de la compañía La Mona Ilustre, “La niña de Canterville” es una obra familiar basada en uno de los textos más célebres de Wilde, evidentemente, en “El fantasma de Canterville”. En sí mismo, resulta interesante que una obra publicada en 1891, en una realidad tan diferente de la nuestra como el Londres decimonónico, siga teniendo validez e importancia y me parece que esto se debe –sin duda- a la maestría de Wilde, pero también a la adaptación de la compañía que, para este caso, genera un puente entre el texto original y nuestro público.


Este viernes 16 de octubre se celebra el natalicio de Oscar Wilde y, sinceramente, se me ocurren muy pocos personajes que se le comparen en la inteligencia, el encanto, la creatividad y, por supuesto, que hayan vivido una historia tan desoladoramente trágica como él.

Personalmente, soy admirador de su obra que, ciertamente, incluye su propia vida y aunque esta predilección por Wilde no deja de resultarme ideológicamente sospechosa en mí mismo, en cierto sentido resulta natural también, especialmente cuando pienso en su remarcable genio, en la belleza de su obra y la crueldad de su destino en una Inglaterra victoriana que hasta hoy se arrepiente de tanto egoísmo, ceguera y brutalidad.

El nuevo trabajo de la compañía La Mona Ilustre, “La niña de Canterville” es una obra familiar basada en uno de los textos más célebres de Wilde, evidentemente, en “El fantasma de Canterville”. En sí mismo, resulta interesante que una obra publicada en 1891, en una realidad tan diferente de la nuestra como el Londres decimonónico, siga teniendo validez e importancia y me parece que esto se debe –sin duda- a la maestría de Wilde, pero también a la adaptación de la compañía que, para este caso, genera un puente entre el texto original y nuestro público.

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La intriga, en el montaje, hace más compacta la historia y se toma libertades en torno al mundo representado, centra el núcleo temático en otro lugar, desplazando el eje estético original a uno relativo a la familia, sin embargo, la construcción del tópico relativo a las emociones y sentimientos que está en la obra de base, permanece arraigado en el trabajo de la compañía.

La puesta en escena concentra la interpretación de la compañía en la llegada de la familia Otis a la casa de Canterville, aquí, la familia está constituida únicamente por el señor Hiram B. Otis, los gemelos (apodados Barra y Estrella en el original), y Virginia Otis; la madre, Lucrecia Otis ha muerto y el otro hermano, Washington Otis, no figura en este universo. En la casa se presenta el ama de llaves que no es un paralelo de la señora Umney original y, por supuesto, el fantasma de Sir Simon Canterville.

Los cambios pertinentes a la adaptación no concluyen en esto, pues la historia se centra en la perdida de la madre de Virginia y la amistad que poco a poco va desarrollando con el fantasma, vinculo que remite a la amistad, la familia, el amor y la reconciliación, palabra esta ultima más bien desafortunada en el léxico chileno, pero correctamente trabajada en esta obra.

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Miguel Bregante, el director, lleva a cabo un trabajo escénico de calidad. Pulcro, preciso, nada sucede al azar y la idea de puesta en escena cobra específico sentido aquí, precisamente porque el centro de su trabajo son los cuerpos y los objetos, utilizando cada espacio, gesto, mirada, máscara o cualquier otro objeto en lugares concretos, con sentidos específicos, en una economía tan precisa como competente. El teatro de objetos, el espacio mínimo e incluso la tira cómica, en tanto técnicas, pueden observarse –y disfrutarse- en el montaje.

Es fundamental el sentido del cuerpo y sobre todo de la kinética en el trabajo escénico, inscribiendo a los cuerpos como el centro del itinerario narrativo y escénico, sin convertirse (en absoluto) en danza, teatro performativo o dramaturgia corporal (como sea que se lea eso), por el contrario, Bregante se sirve de los elementos antes mencionados para impulsar una historia, contándola de manera organizada y legible, de hecho, hablamos de teatro, no diríamos para niños, pero sí familiar, transversal a diversas edades, gustos y miradas estéticas.

Un agrado extra en la obra fue ver dos cosas en torno a este punto. Primero, en la sala había gente de todas edades: adultos mayores, adultos, jóvenes y niños. Segundo, aún teniendo en cuenta el amplio repertorio de la audiencia, incluyendo niños, la obra no es “a prueba de tontos”, no subestima a sus receptores e incluso exige particular atención.

Compañía La Mona Ilustre

Compañía La Mona Ilustre

La dramaturgia es, a su vez, un sostén preciso para este trabajo. Lo primero que –me parece- necesario tener en cuenta, es que el trabajo de dramaturgia que Andrea Gutiérrez se ha propuesto es, en esencia, cuesta arriba; después de todo, hablamos de adaptar un clásico, una obra que en sí misma es notable, hermosa y bien construida ya en su versión original, famosa, internacional y reconocida.

En lo personal, desconfío de toda “vaca sagrada” y de cualquier idolatría, incluso de a quienes considero genios; los clásicos están ahí lo mismo para interpretarlos o usarlos (cosas diferentes,claro) y lo que uno, en tanto receptor, pedirá a cambio, es calidad en el trabajo propuesto.

La dramaturgia de Gutiérrez hace elecciones en su interpretación, claro está, se adapta a la época y –muy importante- a la puesta en escena, acentúa ciertas relaciones por sobre otras y articula –ideológicamente hablando- un núcleo temático personal; en mi interpretación: la familia, el amor y la reconciliación, interna y externa, desplazando otros tópicos del texto original, a saber, el arte, la tradición, el capitalismo o al menos, el adormecimiento que este provoca.

Lo central, es que las elecciones dramatúrgicas son eso: decisiones estéticas sobre una propuesta y aquí son acertadas, fundamentalmente por hacer gala de una coherencia interna sólida, por dejar que la palabra sirva a los cuerpos, objetos y espacios, así como por unificar la acción en torno a centros temáticos muy bien vinculados entre sí. Podría criticársele ser reduccionista o ingenua, pero eso implicaría no comprender que hablamos de la adaptación de un texto narrativo para un texto dramático (que en mi opinión implica, tradicionalmente, su puesta en escena) y la falta de visión en torno a la necesidad y pertinencia de entregar una obra para público transversal.

No puedo negar que se pierde parte de la exquisitez y el encanto de la pluma de Wilde, de la que algunas buenas traducciones logran dar cuenta, pero tampoco es justo exigirle esto a Gutiérrez (ni a nadie), aunque podría haberse mantenido algo más de la articulación del estilo del original… tal vez, por qué no, solo estoy berreando como calcetinera por los enunciados de Wilde… no hay necesidad de hacerme caso, ni en esto ni en nada. La escritura de Gutiérrez está bien articulada y con una sensibilidad personal, una voz propia que le da frescura al trabajo escénico, sin duda.

Todas las actuaciones son competentes. Ninguna de ellas es destacada sobre las otras, pero me parece que esto se debe, fundamentalmente, a la construcción coral de la obra, es una decisión que proviene más desde la dirección y es que la propuesta misma se asienta en ello, seguramente, puede aquí verse un punto conflictivo, puesto que a momentos, aquello que podríamos llamar la interioridad de los personajes, esa dimensión semiótica y técnica del teatro que nos engaña haciéndonos creer que hay alguien ahí que no existe en la realidad, a momentos es feble, puede argüirse que se trata de la propuesta misma, pero ello resulta dificultoso de leerse así al pensar que estamos en presencia de un teatro mimético, su verosímil no es realista, claro está, pero intenta imitar un mundo posible y reconocible.

A pesar de esta mínima discusión, las actuaciones se desarrollan con solidez, las actrices y el actor interactúan con el espacio y objetos comunicando emociones y discursos, son capaces de modular sentimientos en sus personajes (suelen hacer más de uno), mantienen un flujo constante de tensiones y distensiones que le dan un pulso dinámico y propio a la obra.

Cabe mencionar, además, como el elenco trabaja con las marionetas, máscaras y múltiples objetos de la puesta en escena. Nada sucede de modo casual y la precisión de su trabajo y la capacidad de sostener solo entre 3 actuantes un montaje que supone más personajes, es altamente profesional.

Paula Barraza nutre un personaje difícil, siempre vinculado a una vejez que lejos de atarla a una tipología, permite una comunicación específica y dotada de identidad a su personaje. Isidora Robeson construye una Virginia tímida, que habla poco y, a pesar de ello (o precisamente por ello) genera una relación de más intensidad con el público, su cuerpo y rostro integran una totalidad orgánica y bien ejecutada. A su vez, el trabajo de Diego Hinojosa es correcto, alimenta a Sir Simon Canterville en una opción interesante, precisamente por alejarse de lo obvio o tradicional, hay algo torpe, tímido y dificultoso en su caracterización que muestra, en efecto, una verdadera invitación a ingresar en su mundo.

A su vez, quién entrega los elementos físicos y el espacio para la obra, fundamentales en la propuesta, es el diseño de Eduardo Jiménez. Su trabajo es excelente, por su inteligencia y lógica interna que fundamenta el trabajo actoral, al mismo tiempo, comunica dentro de la historia, al entregar signos que construyen un mundo, con motivos y temas pertinentes al lenguaje general del montaje. Es un trabajo preciosista y bello, realmente brillante; se acompaña muy bien del universo sonoro de Camilo Salinas (¿es necesario presentarlo?), pues la música que ahí se modula sostiene la escenificación, dotándola de ritmo y ambientación, tal como la iluminación de María José Laso y las marionetas de Tomás O´Ryan, ambas usadas de modo inteligente, sin engolosinarse con los elementos, persistentemente en función del trabajo total y produciendo el ambiente exacto para el desarrollo de la acción.

En pocas palabras, “La niña de Canterville” es un muy buen trabajo, solido y preciso, compacto, entretenido, familiar, pero no fácil. Muy buena obra.

Teatro UC

Jorge Washington 26, Plaza Ñuñoa

Hasta el 30 de octubre

Miércoles a Sábado 20:00 hrs.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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