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Crítica teatral: «El amor de Fedra» de Sarah Kane, una apología al amor artificial

Crítica teatral: «El amor de Fedra» de Sarah Kane, una apología al amor artificial

Al ver la obra nacen preguntas sobre las decisiones estéticas y las ideas que subyacen a la propuesta dramatúrgica de la atormentada autora británica. La deshumanización de las relaciones va en progresión, sin embargo, ya no impresiona, como hace 20 o 25 años. Practicar sexo oral en escena, ya no es un capital dramático polemizante. La dirección la dirección de Francisco Krebs, no obstante, es sensata como para no solo quedarse en ese lugar común (que ciertamente sería tentador); por el contrario, el director se da el espacio de entrar en otros aspectos de la historia, descontextualizando esta tragedia para perturbar desde otro lugar.


Violencia, vacío, parricidio, amor artificial, excesos y consumo de imágenes, son los conceptos que quedan resonando al terminar de ver El amor de Fedra – de la dramaturga británica Sarah Kane-,  que instala la dificultad de enfrentar tales temáticas, al estar inmersos en una sociedad deshumanizada por el colapso material. Pareciera que ya nada nos impresiona ni conmueve particularmente, lo que es peor a su opción reversa: vivir las pasiones humanamente.

La cultura pseudoestetizada (pseudo por no poseer una significación relevante tras de sí, sino la pura imagen carente de sentido) y sobrestimulada, es el tema implícito de la obra. Como ya nada parece conmover -rememorando a Bauman- queda claro que el factor desechable que poseen las relaciones humanas es el factor central de las mismas.

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Sarah Kane, desde el texto, y Francisco Krebs, desde la dirección, deciden, indirectamente, coincidir en escena nacional con El amor de Fedra. Digo indirectamente, porque resulta obvio que no se conocieron, pero el tratamiento que hace Krebs del trabajo de la dramaturga inglesa- considerada hoy de culto- refleja el estilo más fiel propuesto por la autora; de algún modo, la puesta en escena resulta ser muy Kaneana, tal como reconocemos lo kafakeano en Kafka, en Kane apreciamos el sello propio del lenguaje keneano, el que va mucho más allá de la utilización del In yer face (en tu a cara).

La historia trata de una mujer llamada Fedra (interpretada por Paola Volpato) que representa el dolor y el vacío de la posmodernidad. Desprovista de lugares emocionales de dónde sostenerse, se enamora de su hijastro Hipólito (Felipe Zepeda), él que a su vez simboliza a las personas que viven su dolor y angustia a través del consumo y la autodestrucción. Paralelamente, Estrofa (Daniela Ramírez), -la hija de Fedra- mantiene una “relación ambigua” con Hipólito, enmarcando los hechos, a partir de la fragmentación de los formatos tradicionales de las relaciones y modos de vivir los sentimientos, en un estilo de relato muy “posmo».

El rechazo que expresará Hipólito frente a la declaración de amor de su madrastra, desencadena una serie de sucesos que componen la tragedia, la que se ve movilizada por la venganza de Fedra frente a este desprecio.

Hipólito, protagonista del mito original y de esta puesta en escena también, como personaje, es el ser humano desprovisto de humanidad por el tardocapitalismo, es el consumidor por sobre el hombre, el ciudadano descentrado de la era del vacío y la era de la estetización, imagen conocida ya que propone Lipovesky en sus textos del mismo nombre, así, el protagonista no solo responde al propio Hipólito que encontramos en la mitología, sino que refiere al hombre posmoderno en sí, incapaz de generar relaciones, y que no tan solo sufre frente a la carencia de afecto y sentido que le impone el mundo donde se mueve, sino que agrede a este mundo inyectándolo de vuelta con las imágenes que él mismo absorbe o en las que deviene, siempre llenas de violencia, horror y euforia.

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Al ver la obra nacen preguntas sobre las decisiones estéticas y las ideas que subyacen a la propuesta dramatúrgica de la atormentada autora británica. La deshumanización de las relaciones va en progresión, sin embargo, ya no impresiona, como hace 20 o 25 años. Practicar sexo oral en escena, ya no es un capital dramático polemizante. La dirección de Francisco Krebs, no obstante, es sensata como para no solo quedarse en ese lugar común (que ciertamente sería tentador); por el contrario, el director se da el espacio de entrar en otros aspectos de la historia, descontextualizando esta tragedia para perturbar desde otro lugar.

La escenografía resulta apoteósica, un tránsito entre lo kitch y lo neobarroco; una estética posmoderna, vinculada al azar y al pastiche, a la fragmentación estética y la marginalidad de los significados. Así, es que vemos la cultura chatarra con automóviles en escena, audiovisuales que se dividen en imágenes vagamente metafóricas, en un juego visual (más que sensorial) que provocan una imaginería de vinculada a ese fetichismo por lo fragmentario, en un conjunto de factores que exponen una toma de posición respecto de una imagen de mundo en la dirección.

A través del vestuario, peinados y estética en general, se puede observar la frialdad y deshumanización que propone Sarah Kane en su dramaturgia y de la que Krebs hace eco en su dirección.

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Francisco Krebs, responde de forma inteligente a este texto posmoderno, inestable, ocupado de los márgenes y de la transgresión, porque construye un mundo propio a través de la esteticidad y artes mediales, exponiendo un lenguaje que da vida al texto, proponiendo una mirada, donde el conjunto de medios utilizados y (paralelamente) la construcción de personajes, expresan de forma icónica, el contenido central de esta versión contemporánea del mito de Fedra e Hipólito.

El actor, Felipe Zepeda, presenta un estilo de actuación deshumanizada hasta la exageración, construyendo un personaje que da cuenta –por oposición- de la frialdad antes descrita, frente a tanta euforia del personaje, solo es posible observar que busca rehuir de la profundidad emocional, precisamente porque esta es la única que puede dañarlo. Aunque en momentos su trabajo se aprecia sobreactuado, su construcción de personaje va formando parte de una propuesta y comienza a tomar fuerza a lo largo de la obra siendo, finalmente, su actuación una de las bases centrales sobre las que se sostiene la obra y subraya la idea de la cultura basura, aunque sí se echan de menos algunos matices.

Pese a la interesante propuesta inicial -donde el cuerpo y el gesto es un significante de la posmodernidad, el resto del elenco no estuvo al mismo nivel, lo que desde este punto de vista afecta la identidad general del montaje; faltó, quizá, atreverse a desarrollar un lenguaje más radical y permitirse trabajar desde ese lugar.

Fedra, en la versión de Sarah Kane, es una mujer internamente atormentada. Un ser sensible que se ve golpeado, maltratado por la frialdad, brutalidad, crueldad incluso, de un mundo teñido por el capitalismo tardío. Paola Volpato desarrollando este rol y lo hace de manera competente y pertinente a la exigencia del personaje, al que instala en su indecisión y dolor.

Estrofa es un personaje que tiene una labor accesoria, dentro de la obra, la actuación de Daniela Ramírez, está muy bien articulada, cumpliendo con la expectativa dentro de la escenificación, a pesar de que, en general, la dirección saca poco partido al triangulo emocional que se produce entre Hipólito, Fedra y Estrofa y la tensión que dicho proceso estructura.

Teseo, por su parte, representado por Rodrigo Soto, es un trabajo fenomenal. En una aparición final y más bien breve, es capaz de mostrar la profundidad y expresividad del personaje, cerrar el proceso de la acción y terminar de quebrantar el mundo escenificado, clausurando toda posibilidad de redención en el mundo representado.

Con siglos de mediación posterior a la tragedia griega, Sarah Kane, en el contexto del siglo XX y el teatro In- Yer- Face construye Un amor de Fedra con otra mirada. ¿Cuál es la razón en esta versión que hace a Fedra enamorarse de su hijastro? ¿Hay una explicación? Tal vez la pregunta sea fuera de lugar, puesto que se enamora precisamente de la nada, de la era del vacío, de lo que no tiene explicación; más bien, tiene una imagen aquello por lo que podría (quisiera) enamorarse. Se enamora de la comida chatarra, de la saturación de la imagen, del consumo por el consumo, en el fondo, se enamora porque ese sentimiento le permite huir del innegable hecho de que su vida no tiene sentido. En un muy triste intento de salvación, busca con el amor, huir de la falta de sentido propio.

 

 

 

 

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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