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Crítica de teatro: Obra «Demonios», una voz propia La obra se presenta hasta el 14 de mayo en la sala Teatro Cinema

Crítica de teatro: Obra «Demonios», una voz propia

César Farah
Por : César Farah Dramaturgo, novelista y académico, es docente en la Universidad de Chile, Universidad Adolfo Ibáñez y Uniacc. Ha escrito las novelas La Ciudad Eterna (Planeta, 2020) El Gran Dios Salvaje (Planeta, 2009) y Trilogía Karaoke (Cuarto Propio, 2007), así como la trilogía dramatúrgica Piezas para ciudadanxs con vocación de huérfanxs (Voz Ajena, 2019), además, es autor de la obra El monstruo de la fortuna, estrenada en Madrid el año 2021, también ha escrito y dirigido las piezas dramáticas Alameda (2017, Teatro Mori), Medea (Sidarte 2015-2016, México 2016, Neuquén 2017), Vaca sagrada (2015, Teatro Diana), Tender (2014-2015, Ladrón de Bicicletas) y Cobras o pagas (2013-2014, Ladrón de Bicicletas).
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Demonios” es una obra que yo catalogaría de imperdible, una propuesta escénica que hay que visitar y comentar, una obra que solventa la opinión que hace tiempo sostengo, en Chile se está haciendo mucho teatro, de todas las calidades, cierto, pero en su gran mayoría bueno, muy bueno.


Es un logro pocas veces visto cuando un artista logra una voz propia, madurar en su disciplina y construir un discurso verdaderamente autoral. Creo que esto es un doble logro si estamos hablando del teatro en Chile, pues a menudo tengo la impresión que muchos de los teatristas no tienen necesariamente una voz ni una opinión propia, más bien se observa una suerte de actitud borreguil que sigue modas escénicas y relaciones  de amiguismos.

Con mucha responsabilidad, puedo aseverar que Marco Guzmán es un artista que ha decantado su talento de manera profunda, hasta producir una voz propia, superando a sus maestros y, a mis ojos, convirtiéndose en uno.

Ya hace tiempo que su trabajo viene llamando la atención, pero con “Demonios” ha logrado cristalizar una obra que sostiene un estilo y lenguaje que le son propios, hay rasgos formales y conceptuales en su trabajo que sustentan una poética que le pertenece y que está en constante dinamismo, lo que –por cierto- habla muy bien de su actitud creativa.

Por su parte, la dramaturgia de Lars Noren, consiste en la instalación del conflicto singular, cotidiano, en él, se pone acento en los sujetos y en cómo estos expresan una de las grietas fundamentales de nuestra época, eso que podríamos llamar la práctica de las relaciones humanas. Digo “practica” de las relaciones humanas porque –en rigor- estas no se producen ni ejecutan en la abstracción teórica, sino en las acciones concretas, reales de las sociedades (integradas por sujetos) y de los que la teoría (que no necesariamente es abstracta) se hace cargo.

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Lo interesante del texto es que Noren, aunque trabaja con los conflictos de sujetos particulares, dichos sujetos están construidos como imágenes de una sociedad, incluso sustentados en el célebre “gestus social” brechtiano, así, por particularizados que sean los personajes y los conflictos, estos dan cuenta de cómo se articulan las fuerzas, idiosincrasias y valores de una sociedad, tal como (esto también lo digo responsablemente) una extensa tradición teatral ha hecho a lo largo de la historia, desde la tragedia griega (si, la misma de hace 2500 años), pasando por el barroco (en efecto, el de los españoles católicos), el realismo (el del siglo XIX, claramente burgués) o el absurdo (pobrecitos, que depresión que tenían) de los años cuarenta.

Es el silencio respecto de una toma de posición política, jerárquica en valores morales (que palabra obscena resulta hoy decir “moral”, lo siento, soy así), por parte del autor, es lo que molesta del texto.

Tengo perfecta conciencia que esto resulta ser uno de los grandes atractivos de la dramaturgia para la mayoría de la gente, evidencia este gusto –en mi opinión- la naturaleza posmoderna del horizonte de expectativas de (cierto) público. Sin necesidad de ser ingenuo o panfletario, el arte puede tomar una posición ideológica y, por extensión, política, sobre los conflictos que se manifiestan en la obra, ese silencio distanciado tipo Foucault que evita tomar posición en una orilla del rio, para mí, deslava la fuerza de un texto.

Guzmán resuelve esto certeramente, con su dirección escénica y de actores.

En principio, la propuesta se juega a una austeridad en torno a efectos escénicos, limpia de los excesos de maquillaje, vestuarios o sistemas de luces; por el contrario, si bien esto está cuidado y pensado, la opción es la limpieza, lo mínimo que dote de significado y sentido el escenario, proponiendo los signos precisos y abiertos para desarrollar la interpretación de un mundo fragmentado, ambiguo y sintomático, como son los propios personajes que lo habitan. Esta forma de organizar la escenificación es inteligente y generosa, permite que el texto brille y le da espacio a las reflexiones que los diálogos dibujan y abren como posibilidades de lectura, se agradece la mirada de un director que no intenta llenar vacíos discursivos o de malas actuaciones con efectos parafernálicos que a menudo ensucian los proyectos, permitiendo que la sencillez (no la simpleza, por buscar una distinción que me acabo de inventar para exponer como lo llano, no necesariamente es ramplón) desarrolle el trabajo y permita al público interpretar. Desde ese punto de vista, la dirección de Guzmán dota de múltiples posibilidades de exégesis a la obra, permitiendo que emerjan los mundos que en ella subyacen.

Es evidente que esta dirección solo puede brillar, como hace, bajo el sustento de actores destacados, de profesionales de la escena que puedan sostener la belleza, la crueldad, la fuerza y la descarnada propuesta de mundo que hace el montaje.

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Conformado por cuatro actores, el elenco da vida a dos parejas notoriamente diversas en su visión y vivencia de mundo… aparentemente. Estas parejas están conformadas por Néstor Cantillana, Francisca Márquez y Guilherme Sepúlveda y María Gracia Omegna, respectivamente.

María Gracia Omegna demuestra en este montaje la solidez de su trabajo, desarrolla la evolución de su personaje con cuidado, dotándolo de diversos matices que muestran un carácter complejo, dificultoso de aprehender a primera lectura, en tanto está lleno de lugares invisibles, no dichos, de espacios segmentados entre lo que vemos y lo que no, la actuación de Omegna es talentosa e inteligente, porque es capaz de asumir el reto del rol que le toca y expresarlo en las múltiples dimensiones que tiene el mismo, no articula un ser evidente ni básico, por el contrario, desarrolla un trabajo que ilustra muchas lecturas posibles, tanto las del recorrido que ella ha hecho en la construcción de su personaje, como las que abre al espectador.

Francisca Márquez es una fuerza avasalladora en escena. ¿Qué es una fuerza avasalladora en escena? Para no ser metafísico (reconocido vicio en el mundo teatral, especialmente en la docencia) quiero descifrar mis propias palabras. Una fuerza avasalladora es la capacidad de imponer una actuación que seduce constantemente al espectador, tener conciencia precisa de los textos y las modulaciones que estos permiten o que la misma actriz les propone, es comprender el propio cuerpo y sostenerlo de muy distintas maneras según lo que requiere una u otra escena, según lo que exigen los compañeros de escena, según lo que la tensiones y distenciones del texto y la acción llaman a desarrollar, eso es una fuerza avasalladora en escena y, Francisca Márquez, con largueza, contienes y explota todas estas formas escénicas. Con una voz potente, con mirada intensa y con el atractivo que solo cierto tipo de belleza (no la clásica y aburrida que exigen los medios masivos, sino una extraña, misteriosa) nos permite recordar que el mundo es más intenso de lo que a veces recordamos.

Guilherme Sepúlveda es un actor de peso, un actor tan sólido que a menudo sostiene la escena para que el resto del elenco brille, con la generosidad y solidez que solo actores de largo oficio logran. Sepúlveda permite que con su personaje nos riamos, que nos extrañemos, que lo sintamos cercano o lo detestemos, recurre a lo que yo –humildemente- llamaría la precisión del uso de recursos actorales; sin duda, el catastro de posibilidades de técnicas para dotar de vida a sus personajes es alto, sin embargo, elige dichas tácticas con cuidado, precisión y calidad, lo que da como resultado un trabajo notable.

Hablar del trabajo de Néstor Cantillana es hablar de buscar un extrañamiento respecto del personaje público, es hablar de la posibilidad de olvidar al personaje de teleseries, de películas, de vídeos y de series internacionales y ver al actor remarcable que es. Tal vez esta sea la mejor descripción que pueda hacer de su trabajo en esta obra y es, sin duda, un piropo para él como actor: con Cantillana en escena uno olvida rápidamente su fama y prestigiosa y entra en la verosimilitud escénica y la acciones que promueve la obra. Su trabajo es profundo porque su personaje está lleno de tonos y detalles, preciosismo en la construcción del habla, de las acciones, de las emociones y pensamientos que permite vislumbrar el personaje que nos presenta, por otro lado, la energía que derrocha es delirante a momentos o dulce, incluso frágil en instantes clave de la obra. Néstor Cantillana es un actor de los que hay que tener en cuenta, su popularidad y prestigio no son gratuitos en absoluto y su trabajo sobre las tablas es la mejor (e innecesaria por su talento) defensa al nombre que ha logrado poseer dentro del medio.

“Demonios” es una obra que yo catalogaría de imperdible, una propuesta escénica que hay que visitar y comentar, una obra que solventa la opinión que hace tiempo sostengo, en Chile se está haciendo mucho teatro, de todas las calidades, cierto, pero en su gran mayoría bueno, muy bueno.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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