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“La máquina abierta y otros relatos”: Una máquina que siente dolor Reseña al libro de François Léon

“La máquina abierta y otros relatos”: Una máquina que siente dolor

La máquina abierta es un poema no-poema que nos recuerda a otros poetas, quizás malditos, quizás no tanto, quizás malditos por ser catalogados de tales: Baudelaire, Bolaño, Panero. Esta clase de poemas “son como las piedras de los ríos que las podía recoger sin mayor suspenso pero que habían unas que estaban más lejos y que tuviera cuidado porque me podía ahogar o ser llevado por la corriente hacia inhóspitos lagares pero en lugar de ello recogí un perno oxidado que metí en la mochila de Cifuentes tal que seguimos camino por el pueblo”.


¿Se me disculpará que comience este texto aludiendo a Roberto Bolaño? Está tan de moda que quien esto escribe, que no es chileno sino argentino, siente algo de culpa por comenzar con semejante lugar común. Razones no faltan. Acabo de terminar Los sinsabores del verdadero policía y cae en mis manos La máquina abierta de François Léon (Doble Ciencia Editorial), libro en el cual se menciona de manera explícita a Bolaño y a los Detectives salvajes. Y hay que decir que las andanzas del narrador y del poeta Cifuentes recuerdan las de Arturo Belano y Ulises Lima.

El denominador común es el vértigo, hecho de alcohol y de mareos, de una realidad que no se soporta pero que al mismo tiempo es vivida de modo liviano, etéreo, casi anodino. Carreras protocriminales, que están a punto de terminar muy mal hasta que simplemente se diluyen y el paisaje vuelve a cambiar. Quizás se trate apenas de “una adecuación del intelecto a la debacle”, que hace que ni la debacle sea total ni el intelecto permanezca indemne, pero tampoco completamente dañado: un surfeo de la crisis, la cabeza siempre afuera del agua en el momento oportuno.

La máquina abierta tiene algo de Baudelaire, y algo más que alguna cita explícita. Es una máquina abierta por el espíritu del vino:

Cantaba un día el alma del vino en las botellas:
‘Hombre, hacia ti envío, querido desheredado,
Bajo mi prisión de vidrio y mis ceras bermejas,
Un canto pleno de luz y de fraternidad.

Pero aquí no hay canto. En todo caso, si se envía algo, ha de ser “esa infinita desesperación que ni en sueños alcanzan los hombres vulgares”.

La máquina abierta también tiene algo de Leopoldo María Panero, ese otro poeta maldito, esta vez de España, cercano al universo Bolaño, y no sólo por la alusión a Nevermore, seguramente por Agujero llamado Nevermore, según la selección poética más conocida de Panero. Y nos cuenta Panero en “La muerte de Orlando”: “Mucha gente abandona a los animales en los parques. Cuando amanezca el frío habrá acabado con ellos. El policía de guardia podrá escuchar a medianoche, el último maullido del Gato Negro, llamando en vano a la Reina de los Gatos”. Ahora el maullido del Gato Negro recorre la “larga y angosta faja de tierra” de la cual se ha convertido en símbolo.

La máquina abierta es un poema no-poema que nos recuerda a otros poetas, quizás malditos, quizás no tanto, quizás malditos por ser catalogados de tales: Baudelaire, Bolaño, Panero. Esta clase de poemas “son como las piedras de los ríos que las podía recoger sin mayor suspenso pero que habían unas que estaban más lejos y que tuviera cuidado porque me podía ahogar o ser llevado por la corriente hacia inhóspitos lagares pero en lugar de ello recogí un perno oxidado que metí en la mochila de Cifuentes tal que seguimos camino por el pueblo”.

El asado. La tierra. La pelota de fútbol. El calor. Insoportable. Esta es la versión de nuestro Cono Sur del Simposio platónico, tal como reflexiona el narrador y tal como nos lo contó el fotógrafo Marcos López en su famoso “Asado en Mendiolaza” que coronó, en Argentina, la crisis de 2001, cuando parecía que el país se caía tanto como el mundo de La máquina abierta (http://www.marcoslopez.com/series-subrealismo-criollo.php?id=0). Alguien nos iba a traicionar; alguien nos traicionó; pero no nos dimos cuenta.

Pero entre vinos y traiciones, entre poetas y tradiciones, resulta que hay un libro que se llama así, La máquina abierta. ¿Es una máquina? ¿Quién la está abriendo? Por lo pronto, bien podría ser un experimento realizado dentro de un sistema de construcción, más concretamente un obrador como el que inauguraron en los ’60 Georges Perec y François Le Lionnais: el OuLiPo, “obrador de literatura potencial”. Se trata de una creación que opera por restricciones y que, lejos de la visión romántica de la inspiración del genio, se centra en la escritura como procedimiento.

El procedimiento de La máquina abierta no es original (escribir sin puntos), pero su resultado es apabullante. Como reflexiona Waldo Rojas en el Prefacio del libro (leyó Usted bien, es un prefacio sin la letra e, tal como la novela La disparition de Perec, un apellido articulado con e), en la era de los “pictogramas de Internet”, ¿por qué insistir con la puntuación? Y sin embargo hay un marcaje en el libro que en cierto modo se sobrepone a la falta de puntos y comas, y es el recurso a las itálicas, en menor medida a la tachadura, la negrita y la mayúscula: todos ellos recursos facilitados por los procesadores de textos que reemplazaron a las antiguas máquinas de escribir. Esta podría ser, entonces, una primera aproximación a una máquina abierta. Se trata de una máquina de escribir que se abre a los elementos técnicos más a mano en la actualidad, aunque ciertamente otros ya han hecho esto sin computadora alguna, comenzando por el filueósofo francés Paul Virilio.

Y si de filósofos franceses se trata, sorprende que La máquina abierta se coloque bajo los auspicios de Louis Althusser y Gilbert Simondon: uno muy conocido por mucho tiempo y ahora algo olvidado, el otro olvidado por mucho tiempo hasta hacerse hoy muy conocido. Simondon, como han remarcado varias y varios especialistas en su obra, experimentaba de modo singular con la puntuación. Su obsesión era el punto y coma. Las frases de Simondon no empiezan ni terminan: se encabalgan, están por cerrar una idea cuando se monta sobre ella otra, no en el sentido del inacabamiento sobre el que tanto ha hablado esa filosofía francesa sino en el de la individuación, el devenir mismo, el proceso de la existencia misma, más que su conversión en un producto. No se trataría tanto de una restricción impuesta de antemano, sino más bien de un movimiento de un pensar.

Con Simondon, señala Rojas, se nos hace más clara La máquina abierta. Contra todos los prejuicios que solemos tener al respecto, una máquina no es algo cerrado que hace algo en reemplazo de las manos humanas, o un artefacto que realiza operaciones imposibles para un cerebro humano, sino que es lo humano cristalizado en un objeto. De este modo, la máquina será cerrada o abierta según el carácter de la humanidad que la trate, y ciertamente Simondon denunció con todas sus fuerzas el desconocimiento de la técnica como el auténtico malestar de la cultura contemporánea. Sí, claro, usamos tecnologías como nunca antes. Pero como nunca antes desconocemos sus operaciones. Sólo las usamos y luego las tiramos. La obsolescencia planificada de los objetos se transforma en la obsolescencia planificada de nuestro modo de reflexionar.

La máquina de escribir puede tener o no constricciones, pero seguramente tiene un margen de indeterminación, como dice Simondon. El automatismo es lo contrario de la máquina. El mejor ejemplo es la computadora y por extensión cualquier tecnología basada en información, donde ni las intenciones del fabricante ni las del usuario bastan para entender de qué se trata. A través del hecho de computar, una máquina informacional opera, a partir de sus restricciones de construcción y funcionamiento, un sinfín de posibilidades. Pero la máquina de escribir, la máquina abierta, no necesita ser informacional. Baste que tenga juego, definido por Rojas como el “margen de holgura en el encaje de las piezas mecánicas”. Nada encaja completamente. Ahí comienza el juego.

Para Simondon, el objeto técnico, incluso la máquina, pretende parecer un organismo mediante su proceso de concretización. Para nosotros, la escritura se parece a un organismo porque se parece a una máquina. Hay escrituras más abiertas y más cerradas. Máquinas más abiertas y más cerradas. Vidas más abiertas y más cerradas. Cuanto más cerradas sean, más claras serán las fronteras entre cada una: la escritura, la máquina, la vida. Y ahí, entonces, será el reino de lo plenamente humano. Pero esto ya fue refutado hace 50 años por filósofos franceses. Hay que comenzar por otro lado.

Ocurre que este nuevo mundo fue pensado magistralmente por la cibernética, tal como narra otro animador de OuLiPo, Italo Calvino, en su “Cibernética y fantasmas”. La cibernética es la “ciencia que estudia la comunicación y el control en animales, hombres y máquinas”, dice su mentor Norbert Wiener. Y agrega: “un poema tiene mucha más información que un cliché”. Y continúa: “No es seguro que una máquina no sienta dolor”.

La máquina abierta es una máquina que siente dolor. Pero para entender esto hace falta desembarazarse de nuestras ideas comunes de máquina, lo cual derriba en efecto dominó nuestras ideas de humanidad, de vida, de naturaleza. No es tan difícil si nos fijamos en la manera en que vivimos, si observamos qué dice la biología molecular acerca de qué es la vida, si captamos el modo en que nos conducimos. La cibernética es eso: un saber sobre la manera de conducirse, de gobernarse según la terminología foucaultiana a la moda.

Simondon vio todo esto pero tan temprano que no había nadie para darle cabida. No fue el único. El afamado Jacques Lacan había advertido, en aquellos años ’50, que las máquinas de pensar nos obligaban a considerar la posibilidad de que nunca hubiéramos pensado nada. O más bien, siguiendo la penuria tan propia de esta región del mundo: “hasta que desperté con la luz de la mañana y el ruido de los autos o con la extrañeza de un desaparecido pero con la salvedad que a mí nadie me espera en lugar alguno así es que caminé lentamente mientras me limpiaba el barro de los pantalones y así seguí cantando a falta de un cuervo en la noche lluviosa de Poe que no necesito silencio que yo no tengo en qué pensar”.

  • Pablo Rodríguez, Profesor de la Carrera de Ciencias de la Comunicación Social, Universidad de Buenos Aires. Investigador Adjunto del CONICET

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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