El libro editado por la Editorial Cuarto Propio (2017) es una antología que reúne los textos poéticos de la autora, entre los cuales se cuentan “Este Lujo de Ser”, “Máscara Negra”, “Tatuaje”, “Uranio”, “Trapecio” o “El Libro del Componedor”, obras que han sido reconocidas tanto Chile como en el extranjero, siendo publicadas en Buenos Aires, Nueva York y Madrid.
«Y este fúnebre trueno nunca fin habrá», Friedrich Hölderlin.
Esta crítica bien podría subtitularse “entre el Eros y el Tánatos”, y eso no hace más que reflejar las múltiples lecturas de la obra de Marina Arrate (Osorno, 1957). En particular, una textualidad que habita un habla, de por sí política. Una poética de lo femenino que zigzaguea entre la pulsión de la vida y lo ominoso de la muerte. Porque en sus textos podemos encontrar el goce, el éxtasis, la sexualidad, pero también los secretos, los desvíos, las introspecciones.
Dice Arrate: “Para que me amaras/ maquillé yo mi rostro de negro/ y así pintada/ ascendí de nuevo al escenario/ monstruosa y deformada. / Quería mostrar lo negro/ de mi oculto rostro / (Atrás las maquilladas capas) /Quería ser/ mimo de terror, /ser fascinante” (pág. 77).
«Sed de una lumbre profunda escociendo en lo oculto de mi/ oscura mirada» (pág. 103).
«La muerte es una ronda que se cimbra / al ritmo/ de nuestros cuerpos, me quejo» (pág. 111).
«Anoche soñé con girasoles negros. Había visto uno en una exposición. Gigante y hermoso. Crecía sobre un hombre muerto (…) Un girasol negro es como un sol negro. Crece sobre cosas muertas que flotan dentro de uno, cosas sin solución» (pág. 230).
La escritura de Arrate se plantea subversiva y esta ocurre tanto en la forma como en el fondo. Por un lado, el uso de la palabra: lo barroco o neobarroco, nos recuerda a Francisco de Quevedo, movilizando una estética compleja, pletórica de tópicos y figuras literarias, de ornamentos y superficies decorativas, pero que también nos habla de placeres femeninos no cooptados por estructuras patriarcales que castigan precisamente la emergencia de lo privado (comúnmente asociado al rol de la mujer) como despliegue activo y pulsional. No es una lengua pasiva, por tanto, asediada por el logos-masculino, sino que es la expresión de una liberación que, siguiendo a Rancière, permite el acceso al espacio simbólico, a la existencia social, a la cultura. Es una ética del significante adosada a la experiencia del cuerpo, a la tectónica de la carne en su despliegue fragmentario, intersticial.
Dice Arrate: “Ya no seré más/ la presa del lobo/ la presa del cordero/ así de libre libertina quedaré” (pág. 32).
“Quiero presenciar / la transformación de las costumbres” (pág. 33).
“Este lujo de ser/ esta aparatosa maquinaria este trapecio/ esta migratoria contorsión este va y ven/ esta danza este remolino/ esta especie/ de ser/ esta peregrinación / este vértigo/ este león” (pág. 34).
“Es la estela matutina la que alumbra / su alto entramado corporal y su modo/ magnífico de ser / esculpida y ser vibrante” (pág. 70).
Por otro lado, aquello que se despliega por medio de la palabra: la resistencia primero a la Nación producida por la dictadura y luego a la sociedad neoliberal diseñada por ella en la forma de una ciudad desolada, muerta, tercermundista, donde «despedían las tumbas un vaho/ blanquecino y maloliente» y donde «azulados cadáveres oscilan con sus calaveras/ sangrientas y sus pechos extraviados». O bien en la forma de un circo pobre que de pronto deviene en dolor y catástrofe cuando explota el incesto, la seducción y los celos. En este sentido, la escritura de Arrate desafía a la lengua del dominador cuando interpela al mismísimo Alonso de Ercilla y Zúñiga («¿He de hablarte/ de un error, de una equivocación/ en el sino de tus poemas imperiales? o «¿Escribe acaso mi sombra tu nombre, / Don Alonso, en mapudungun? / ¿Escribo yo acaso mi propio / nombre en mapudungun?»); desafía al mercado, la aparente levedad prometida, la eterna fluidez de objetos transformados en mercancías. Por ejemplo, en el poema “Pintura de ojos”, la hablante lírico (la figura ficcional del autor) al maquillarse no solo se delinea el ojo para “arreglar la mala cara” en un sentido estético o cosmético, propio de cierto ideal de belleza-objeto-fetiche, sino también en el encuentro de la mirada con su doble se manifiesta una profundidad, una resistencia (estamos, claro está, frente a una inversión de los significantes). Bien podríamos movilizar aquí a Jorge Luis Borges, para quien la figura del espejo abre un crisol de posibilidades: donde se “prolonga este vano mundo incierto/ en su vertiginosa telaraña” o “donde todo acontece y nada se recuerda en esos gabinetes cristalinos”.
Dice Arrate: “Se despeja el rostro de las manos. / Dos ojos en el espejo /hechizados se contemplan. / Detrás de ese antifaz/ de serpiente empalizada /dos ojos absortos /embebidos de asombro/ palidecen” (pág. 66).
“(…) Sin embargo, / está viva y la veo. /Recostada en los espejos, devana su / paciencia peinando su rubia cabellera / y esperando el turno / para salir al escenario y pasear / la tela imperial” (pág. 72).
“La mujer sorprende mi mirada. / A través del espejo observo como espía / mis dos pupilas inmóviles. /Quieta, continúa su lento maquillaje, / pero ahora sé /que cuando ella gire el cuerpo hacia mí/ habrá terminado la larga fiesta, / esta vieja ansiedad de parecerme, / mi profundo deseo de tenerla: / La mujer ha salido al escenario. Es suya la palabra” (pág. 76).
La mirada, por medio del espejo, permite el ingreso a la psiquis, a una zona oculta, reprimida y oscura, que según Eugenia Brito «nos instala en un momento iniciático: el momento de la formación de la imago frente a un espejo», lo que genera «en la escritura una fuerza consciente que motiva la producción del rostro femenino, con placer y con miedo». Hay un desear en la poesía de Arrate, hay una fuerza magnánima, vernácula y hasta caníbal que desea apoderarse de la palabra y lucha para declarar su rebeldía libidinal. Y lo hace no sin miedo y dolor, zigzagueando en la borrasca más tupida de una mente que se transforma, finalmente, en contenido, en discurso, en identidad.
En “Obra Reunida” encontramos a “la demente”, a las «leonas», a la «vampira con dientes de sangre», al «componedor de formas», a los pozos circulares, películas de arroz, escapularios ardientes, dioses antiguos, la suma de lo místico y lo profano, que hablan, en definitiva, de la mujer agonística, lujuriosa, vehemente y sensual, a la mujer en su constitución imaginaria y en su construcción simbólica, que celebra tanto la vida como la muerte, en plena condición sacrificial del deseo, más allá de los límites de lo establecido, de la norma falocéntrica y racional, boceando en los territorios de un lenguaje ampuloso, libérrimo y profundamente político.