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Obra «El Golpe»: la barbarie según Roberto Parra CULTURA

Obra «El Golpe»: la barbarie según Roberto Parra

El lenguaje en décimas del libro permite dejar de lado adoctrinamientos, idealizaciones u oportunismo político, se hace carne en la obra de teatro para proyectar un testimonio universal. Roberto Parra grita para que lo sucedido “lo sepan todos”.


¿Hay alguien en nuestro país sin un pariente al que la junta de gobierno de Pinochet haya asesinado, torturado, exiliado, exonerado o desaparecido? Ésto pregunta sin tapujos, en su obra El Golpe, el poeta nacional Roberto Parra. Sólo él podía desde las entrañas más dolientes y en décima, dejar para la posteridad, cómo no hay casa sin llanto y como los pobres pagan los platos más rotos cuando se sueltan a los lobos.

Es estremecedor escuchar los versos de El Golpe en el GAM, pues desde ese edificio, hoy centro cultural, gobernaron los criminales. La  Compañía La Maulina bajo la dirección de Soledad Cruz logró trabajar una adaptación de los textos de Parra gracias a la dramaturga Florencia Martínez. Todo ello, permite al actor Nicolás Pavez poner frente a nosotros la forma en que el tío Roberto narra la tragedia.

El monólogo está acompañado por el piano y de una portentosa visión panorámica de nuestra cordillera. Las luces nos llevan por las calles, montañas y campos, también al desierto, pues Parra nos hace viajar en El Golpe por esa geografía de la matanza, que convirtió a nuestros accidentes paisajísticos en barrotes de una cárcel de 17 años.

Esta obra se empezó a escribir en 1973 y el original estaría perdido, pues según los realizadores hay tres versiones de la misma. Las décadas de duración de esa larga noche pusieron años calendarios entre sus caligrafías. Hubo que seleccionar estrofas de dos cuadernos, testigos de los mismos hechos. Esto permitió a la obra teatral edificar una secuencia en sus partes constitutivas, desde el golpe de Estado, pasando por la calle, las torturas hasta exponer los casos de los muertos y la frustración por la justicia anhelada, pero siempre denegada.

El lenguaje en décimas del libro permite dejar de lado adoctrinamientos, idealizaciones u oportunismo político, se hace carne en la obra de teatro para proyectar un testimonio universal. Roberto Parra grita para que lo sucedido “lo sepan todos”. Sí, pues Chile también estuvo en Bergen Belsen, vivió el Guernica y observó cómo se llevaron a la familia de Ana Frank desde la comuna de La Reina hasta Pudahuel. Una verdad del porte de Alaska y hoy metida bajo la alfombra del negacionismo rampante de la derecha chilena.

Hay un antes y un después del holocausto y para nosotros hay un antes y un después del golpe de 1973. Roberto Parra, testigo de tanta violencia estatal,  jamás imaginó el salvajismo de Pinochet.

El libro y la obra tratan de poner algo de humor en los hechos narrados, pero no hay caso, el hablante lírico nos repite una y otra vez cómo él ya no será jamás ese muchacho alegre, ingenuo, desordenado, cantor y juguetón. Ello también se aplica para nuestra sociedad, Chile nunca volvió a ser el mismo, perdió toda la candidez descrita por tanto viajero. Todo lo acontecido después de 1990, han sido tristes sonrisas forzadas para las cámaras.

El poeta Armando Uribe explicó en una entrevista hace 20 años atrás, mientras la élite política chilena de izquierda movía cielo y tierra para salvar a Pinochet en Londres, que luego del 11 de septiembre de 1973 la leche de la sociedad chilena se cortó para siempre. Para el poeta de Diario Enamorado y Las brujas de uniforme, desde ese martes tenemos sólo grumos y un “LumpenChile” en todos sus estratos cúmulos.

Hay un lumpen médico tornado en mercachifle, un lumpen oficinista experto en no dejar huella alguna, hasta el lumpen verdulero adulterador de balanzas. Ni hablemos del lumpen militante, el lumpen militar, o el lumpen rentista sostenedor de colegios. Lumpen es palabra proveniente del alemán y significa aserrín, con aserrín jamás se podrá construir un mueble decente.

Según Nicanor Parra, hermano de Roberto,  en la UP vivimos el tradicional clasismo, pues existieron, según él, compañeros de primera y de segunda categoría.  Sin embrago, en el golpe todas las castas de ese proyecto fueron perseguidas y asesinadas.

Cuando llueve todos se mojan, dice el proverbio, pero sabemos que eso no es verdad, los afortunados tienen paraguas o patrimonio. Sin embargo, una de las pocas realidades donde no se discriminó laya en nuestro país fue precisamente la asonada, con su furia fría, repartida de chincol a jote.

Por eso la obra de Parra es tan profunda y necesaria, incluso esos hogares exultantes de champagne para el bombardeo a La Moneda poseen parientes cercanos o lejanos, exterminados o perseguidos. Ante esa realidad, aún niegan y cierran el alma.

Los anti marxistas furibundos de la DC vieron con buenos ojos en sus inicios el golpe de Estado, pero a 45 años no pueden aún pasar las vacaciones o navidades con sus primos de la derecha golpista debido al horror desatado. Y éso que hoy comparten de nuevo directorios de empresas o universidades privadas, en el actual orden y poder neoliberal.

Roberto Parra es el verdadero poeta de la familia, nos explicaba Nicanor. El antipoeta apoyó y sustentó su talento, como reparación a su traición de yanacona. Su educación universitaria,  ese acercamiento al idioma inglés y al pensamiento abstracto le llevaron a perder el lenguaje de la tribu, latente en Chillán. Al contrario, Roberto jamás lo abandonó y lo ejerció como un poeta de letras mayores.

Nada de poeta popular, ese es un alias puesto desde la academia, Roberto Parra y Violeta eran poetas de nuestra lengua. Eran inventores en cada jornada de una palabra nueva para reafirmar nuestra cosmovisión, a nosotros, los más débiles, a los que nacimos, vivimos y morimos en este pasillo llamado Chile, en esta colonia penal con vista al mar.

Sólo Roberto Parra, el poeta, podía cantar doliente las notas negras de esta cueca siniestra, desde ese lenguaje íntegro, rítmico, danzante y sobretodo porque ahora sabemos que desde Auschwitz y Pisagua, la cultura se acabó.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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