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Salmonicultura y pueblos indígenas CULTURA|OPINIÓN

Salmonicultura y pueblos indígenas

«Jamás los no indígenas comprenderán que hay otras formas de pensar, de sentir, de vivir los territorios, los espacios; jamás se les ocurrirá siquiera que hay energías (espíritus) a través de las cuales el mar, la tierra, el cielo se presentan con una sensibilidad infinitamente más profunda, al punto que no es por ningún deber ético o moral que defienden mar, tierra o cielo, sino, simplemente, porque a través de sus vidas, de sus historias, de sus circuitos, de sus tradiciones han interiorizado la importancia de cuidar, respetar, gozar y vivir el lugar donde se habita. Cosa que la bruta racionalidad moderna está lejos de entender», escriben en esta columna Patricia González y Gustavo Celedón.


Las comunidades indígenas oponen una real resistencia a la industria desregulada y depredadora de los ecosistemas. Cosmovisiones y relaciones con el territorio que se viven de una manera desconocida para nosotros (incluyendo a los ambientalistas urbanos), chocan fuertemente con la gestión implacable y destructiva de las empresas. Y lo que ahí chocan son precisamente modos de concebir el espacio y, en general, la vida.

Mientras para unos el espacio −o si se quiere el territorio o la naturaleza− es material de explotación irracional, para los otros es vida, historia, desarrollo, relación, comunidad.

El juego es complejo, pues el poder inmenso de la máquina nihilista que es nuestra cultura no tiene al parecer modo de ser detenido por comunidades que histórica y sistemáticamente han sido debilitadas, agredidas, diezmadas. La salmonicultura es una expresión más −pero no cualquiera− de esta historia.

Ella es un claro ejemplo de esa insensatez de los tiempos modernos que, concibiéndola, es absolutamente indiferente a la destrucción que provoca y que miramos como si fuera un programa de televisión más. Pues la salmonicultura, instalándose hoy en los lugares más australes del continente, arroja al menos dos cuestiones fundamentales.

La primera de ellas tiene que ver con aquella insensatez: luego del desastre ecológico que deja en la décima región, parte, siempre consciente, a dejar estragos a Magallanes.

La segunda tiene que ver con las comunidades indígenas del sur del continente, yaganes, kaweskar, tehuelches.

Ya el progreso había creado allí horror. Los selknam, hoy motivos turísticos de la zona, fueron víctimas de un genocidio que el Estado no ha querido reconocer. Últimamente se ha comenzado a hablar de exterminio, a pesar de que no están extintos: esto no es sino una estrategia que busca determinar que, habiendo sido los indios desaparecidos, entonces no hay territorios a reconocerles como propios. Y de ahí, la jaula con salmones.

En conversación con David Alday, dirigente del pueblo yagán de Puerto Williams, y Leticia Caro Kloger, dirigente de la comunidad kawesqár Grupos familiares Nomades del Mar, hemos podido conocer parte de este conflicto desde la perspectiva de los indígenas.

Los problemas son varios, pues, por una parte, se trata efectivamente de una zona rica en agua, vegetación, fauna, que cualquier cultura no enferma tendería a cuidar por sobre todas las cosas.

Por otro, como nos cuenta Leticia Caro Kloger, la salmonicultura es también un problema social y cultural, que afecta directamente a las formas de vida, a los lugares que constituyen el espacio y la arquitectura territorial de los pueblos, a las relaciones de quienes habitan aquellos lugares, etc.

Los kawesqár han evidenciado cómo lugares fundamentales para el ejercicio de la navegación, ejercicio que no sólo constituye una práctica habitual, sino la práctica que los define, que los hace ser lo que son, hoy ven desaparecer peces, aves, transformarse en lugares ajenos. Esto destruye rutas, geografías, la espacialidad del territorio.

Por su parte, en la Isla Navarino, donde se encuentra Puerto Williams, ya se han marcado los lugares en donde se instalarán las salmoneras. Esto a pesar de una serie de títulos que la ciudad ostenta y que bastarían para detener —y ni siquiera pensar instalar− las salmoneras.

Puerto Williams ha sido declarada reserva de la biosfera, área de desarrollo indígena, zona de interés turístico, lugar con el agua dulce más limpia del planeta y en sus tierras, en la Villa Ukika, lugar en donde se ubica separado de la ciudad el pueblo yagán, habita la abuela Cristina Calderón, tesoro humano vivo, pues es la última persona en el mundo que habla la lengua yagán.

Estos títulos son, con todo, los medios o insterticios por los cuales los pueblos indígenas pueden jugar sus cartas. No obstante, el Estado es garante de las empresas, éstas ofrecen convenios, ambos otorgan terrenos, alejados, buscan apoyos por debajo.

Todo parece como si el Estado latinoamericano −el tercer mundo en general− fuese el lugar donde la modernidad debe torcerse a sí misma para poder funcionar: instituye una serie de títulos y herramientas para el desarrollo de los derechos humanos, el respeto a la biodiversidad, el medio ambiente, presionado por la misma modernidad que quiere alcanzar, pero, a la vez, crea cuerpos de administración y gestión, corruptos y legales, para que esos títulos y esas herramientas de modernidad humanista no impidan el avance de la industria, cuyo modo de operar y concebir las cosas es totalmente contrario a los “ideales” de modernidad sobre los cual nace, crece y se concibe.

Chile parece no respetar tratados internacionales como la Convención para la protección de la flora, fauna y las bellezas escénicas de América o la Agenda 21. Es más, el territorio yagán en Puerto Williams es ADI (Área de desarrollo indígena) y esto implica, al menos, según el Art. 26° de la Ley Nº 19.253 aprobada en octubre de 1995, protección de los espacios ancestrales y el cuidado de una homogeneidad ecológica.

David Alday se muestra escéptico ante la relación entre el estado y la empresa salmonera. Pero la lucha se da igual. El pueblo yagán da un rotundo «no» a las salmoneras. Hay apoyo del pueblo yagán argentino, gente en Punta Arenas, vínculos fuertes con las comunidades kawesqar por la defensa del mar.

Leticia Caro Kloger nos cuenta que la salmonicultura ha estado presente en el territorio kawesqár desde hace más de 10 años, pero que es en los últimos años que la actividad se ha incrementado y con ella los daños.

Para la relocalización de salmoneras en la región, no hubo un llamado abierto a consulta indígena. Se consultó solo a algunas comunidades que estaban constituidas en esa época y se trabajó a puertas cerradas con ellas. Y la gestión del Estado y las empresas ciertamente favoreció a individuos de esas comunidades. Es decir, la industria y el deterioro sistemático que ejerce, se sustentan en la ilegalidad.

El plan de reclasificación del Parque Kawésqar por parte del Estado, no considera en absoluto los lugares fundamentales del pueblo y busca no otra cosa que dejar a disposición los lugares para el cultivo de salmones, cultivo que, no lo hemos dicho, introduce antibióticos, toxinas, todas ellas generando cambios drásticos en el ecosistema, contaminando el agua, creando sistemas de defensas en los organismos que degeneran en la muerte de otros.

Las fugas de salmones −peces carnívoros− altera también de sobremanera la vida acuática, la relación de los organismos y las muertes masivas concluyen con el abandono de toneladas de peces muertos en el mar, generando contaminación, destrucción, muerte.

La industria debería procurar jaulas con sistemas especiales de filtro para impedir el paso de los excrementos tóxicos que producen los salmones. Pero en Chile la desregularización −garantía de su progreso económico− no da para tanto. A ninguna empresa se le exige aquello y muy probablemente los reyes noruegos que nos acaban de visitar ven con muy buenos ojos todo esto.

Las comunidades kawésqar, por la defensa del mar, no quieren hablar con las empresas salmoneras. De parte de estas, no hay más que ofrecimientos superfluos −convenios− sin destino alguno. El Estado ha sido también esquivo, garante, hemos dicho, de las empresas.

Hay una ley, la Ley Lafquenche, que crea un pequeño espacio para que se pueda resistir, aunque ya sabemos que los gestores del Estado y las empresas son expertos en quebrar la propia humanidad que crean. Pero igual que en Puerto Williams, la lucha hay que llevarla hacia adelante. Un «no» rotundo también.

Esto los ha llevado a formalizar sus circuitos, crear cartas de navegación y así indicar al Estado los lugares imposibles para las salmoneras.

Esto también implica un riesgo: la creación de estas cartas y el conocimiento de estas por parte del Estado y empresas puede terminar en esa otra explotación que deja estragos, el turismo masivo. Puede que en algunos años tengamos a la gran industria del turismo espiritual instalada en los lugares prohibidos del territorio kawésqar.

Luchar contra la industria puede significar, así, más industria. Pero no puede haber sino esa lucha: los pueblos indígenas no están separados de su pensamiento, de su cultura, de sus hábitos; saben que si pierden sus tierras, mares, circuitos, se pierden a sí mismos, sus tradiciones, sus cosmovisiones, sus economías. Saben que hay otra cosa diferente a este sistema, porque ellos la viven, no la suponen. Y más conscientes que cualquier chamanismo urbano, saben también que es a la manera del colono que hay que pelear: con sus leyes, con sus herramientas, con sus argumentos.

Jamás los no indígenas comprenderán que hay otras formas de pensar, de sentir, de vivir los territorios, los espacios; jamás se les ocurrirá siquiera que hay energías (espíritus) a través de las cuales el mar, la tierra, el cielo se presentan con una sensibilidad infinitamente más profunda, al punto que no es por ningún deber ético o moral que defienden mar, tierra o cielo, sino, simplemente, porque a través de sus vidas, de sus historias, de sus circuitos, de sus tradiciones han interiorizado la importancia de cuidar, respetar, gozar y vivir el lugar donde se habita. Cosa que la bruta racionalidad moderna está lejos de entender.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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