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María Ospina Pizano y «Azares del cuerpo: los claroscuros del lenguaje y otras cotidianidades CULTURA

María Ospina Pizano y «Azares del cuerpo: los claroscuros del lenguaje y otras cotidianidades

Cierto que este libro tiene que ver con los dolores de Colombia, su historia reciente, pero lo que narran estas páginas también ocurre en Chile o en cualquier país tercermundista, y eso es el principal activo de este libro: reconocernos en la miseria, en el desengaño, en la soledad de muchos, pero también en el recuse, en la posibilidad cierta de imaginar a través de las palabras, la escritura.


“El oficio de escritor es sobre todo el de mediador. Se sitúa entre la vida irrepresentable y la lengua que se devora a sí misma, en una franja turbia, móvil”.

Clarice Lispector.

«Azares del cuerpo» es el primer libro de ficción de la escritora colombiana María Ospina Pizano (Bogotá, 1977), consta de seis cuentos de variada extensión y que es traído a Chile por Edicola Ediciones (2019) luego de ser publicado por Laguna Libros (en acuerdo con Casanovas & Lynch Literary Agency en 2017).

Tal como se puede entrever en el título, las narraciones se vinculan entre sí, y no solo por el entrecruzamiento de una misma historia desde muchas perspectivas y momentos (en el caso, al menos, de los dos primeros textos), sino por la lectura del cuerpo como territorio político, donde se incuban resistencias y azares, en un entramado social que lo obliga al trabajo, a la sobrevivencia.

En Policarpa, Marcela inicia labores como cajera en un hipermercado, intercalado con las vivencias en un campamento guerrillero en medio de la selva y que recoge un manuscrito en proceso de corrección. La reflexión de la protagonista tiene una doble funcionalidad: por un lado, permite rememorar los acontecimientos pasados (con una cuota de invención, claro está), y por otro, en el presente, permite escarbar en los significados de los productos a disposición, desentrañando la semiología del consumo.

“En la sección de higiene personal que le asignaron durante los primeros días para que se familiarizara con los productos, Marcela descubre el significado de exfoliar. La primera vez que ve la palabra sobre los líquidos jabonosos que brillan con su promesa, investiga las etiquetas de los tarros en busca de una definición. Luego compra uno de esos jabones que aseguran raspar impurezas y comienza a echárselo con disciplina todas las mañanas en la cicatriz abultada que le interrumpe el hombro. Quiere irse lijando la huella rosada que allí se teje, a ver si deja de revelar tanto la herida” (pág. 13).

“A ratos le queda tiempo para detallar el techo de metal blanco y cemento del hipermercado. Repara en esa desnudez de paneles interrumpida por cilindros metálicos, cables, detectores de humo y cámaras. Le gusta mirar hacia arriba todas las mañanas, como para salirse de la ficción de la compra y venta” (pág. 21).

Así va hilvanando pensamientos que contrastan con la actitud de sus pares, la parquedad e indiferencia de Diana, por ejemplo, la otra personaje. La lentitud es el gesto disonante y rebelde en toda una topografía orientada al intercambio comercial, donde la razón y la contemplación se suspenden por la velocidad de las transacciones. “No hay tiempo que perder”, pareciera ser la máxima del hipermercado como hipérbole de la sociedad de consumo.

No todo se dice pero mucho se trasluce, ronda, susurra, lo que nos recuerda a Clarice Lispector. Porque el dolor y el trauma son inenarrables, así como la vida, pero el lenguaje, en tanto que inevitable y esquivo, es el único camino que singulariza, que trasluce la existencia en sus dobleces y oblicuidades, más allá del atolladero simbólico, de las convenciones y la sintaxis. Por eso los juegos de nombres, diminutivos, alias, manuscritos, novelas (¿quién es? ¿Quién sigue siendo?); por eso los personajes, de alguna u otra forma, se relacionan con la palabra, lo dicho y lo no dicho.

“La inquieta esa palabra, rostro. La ha visto mucho en las instrucciones de las cremas y jabones que se compra en el hipermercado. Piensa que nunca la ha usado en una frase” (pág. 43).

“Marcela sienta que unas ganas viscosas de llorar le brotan desde la tráquea, pero le alivia saber que Diana no logra percibirlas” (pág. 52).

En el texto titulado Ocasión el pulso narrativo se retrotrae al pasado para contar la adolescencia de Zenaida, como empleada en una casa particular y sus dificultades con la ortografía. Vuelve aquí uno de los tópicos preferidos de Lispector, esta vez en la figura de Isabela: la infancia como inocencia, como resistencia a la simbolización, como subjetividad, la palabra contra la palabra y sus instituciones, la escritura que mira hacia atrás.

“Había progresado mucho en la ortografía desde su llegada a la casa dos años atrás. Pero todavía cometía el error común de confundir la s con la c. Suseder. Acaeser. No. Entonces, frente a la indecisión pensaba en el nombre de Marcela. Marcela se escribe con c porque suena como una s pero está junto a una e” (pág. 58).

“En la tarde, cuando Robertico había llegado del colegio, Isabela le propuso hacer ponqués. Había decidido dejar de pasar las tardes desnuda jugando en el jardín de atrás desde que él le dijo que eso era una porquería” (pág. 64-65).

En Salvación de señoritas, Aurora, la protagonista, vive sola en un departamento de Bogotá y está escribiendo una novela. A poco andar comienza a escrutar desde su ventana a una docena de niñas del “Hogar Femenino Santa Teresa”, ubicado al frente, preguntándose por su estilo de vida, sus deseos más íntimos, con la extrañeza que ocasiona esa vida monacal, distante, retirada del mundo. Con una de ella logra construir cierto lazo, Jessica, con quien se escribe cartas, develando así una necesidad de diálogo e intimidad. ¿Para salvarla o salvarse ella?

“¿Se embutirían algún sobrado de la cocina cuando no había ojos vigilando? Quiso creer que sí. Las imaginó al momento de correr la cortina de la ducha en las mañanas frías de Bogotá para darle turno a la siguiente. Quiso saber si se miraban con deseo. ¿Quizás con envidia deseosa? (pág. 78).

“Me pregunto cómo hacer para que puedas salir de ahí. ¿Cuánto tiempo te falta para que se acabe la temporada que vas a pasar allá? ¿En qué curso vas? He pensado que si quieres irte de ahí puedes venir a quedarte en mi casa el tiempo que necesites” (pág. 95).

En Fauna de las eras, la protagonista se enfrenta a una invasión de pulgas provenientes del gato de la dueña del departamento que alquila y que le provoca ronchas producto de las constantes picaduras. Escrito en forma de diario, la historia evoca cierta fantasía cortazariana donde la figura de la pulga asume proporciones pesadillescas.

“Estefanía me dijo hace un tiempo que Bogotá era una de las ciudades especiales porque siempre que uno iba al cine lo picaba una pulga” (pág. 110).

“Las pulgas siguen su festín. Hoy tengo 19 ronchas: doblez trasero de la rodilla, punta del codo, y otros lugares recónditos. K. me dijo yo creo que tú estás embarazada es de una pulga. Bien podría ser” (pág. 112).

Y no solo pulgas. Hay una constante presencia de animales en la mayoría de estas narraciones: lombrices, pájaros, perros, burros, arañas, cucarachas, que abundan como plagas, como cuentos infantiles, como muchas cosas, atareando y torciendo la normalidad de la urbe. Otra vez un guiño a Lispector.

En Collateral Beauty, la historia se centra en Estefanía quien registra el ingreso de muñecas en una clínica. Sí, tal cual. De muñecas, con sus respectivos nombres. “Clínica de Muñecos Reyes”, una herencia de su abuelo traspasada a su madre y luego a su hermano y a ella. Aunque, ante el futuro cierre del recinto, el anhelo de la protagonista es viajar a Estados Unidos y ofertar tales objetos, pese a la emoción que la embarga y el cuidado especial que tiene por vestirlas acorde a la dignidad de su valía. ¿Cuál será el destino de aquellos tesoros familiares?

“Una a una, las muñecas se dejaron acostar. Sus cuerpos desnudos delataban su nueva precariedad. Estefanía fue hasta el depósito, abrió el cajón marcado ´ropas´ y sacó un bulto de vestidos envueltos en papel de seda. A Leonor le quedaba bonito el vestido de raso azul con crinolina. La túnica de encaje le servía a Beatricita. El vestido de pliegues y mangas cortas le cuadraba a Ingrid” (pág. 144).

“¿Qué sería de las otras muñecas, de los pedazos de brazos, de los ojos sueltos que no cabían en ningún lugar? Desde que enterró a su mamá había comprendido que los vivos nunca dan abasto con los objetos que dejan sus muertos” (pág. 155).

Finalmente, Azares del cuerpo, el texto que le da el título al libro, sigue los pasos de Martica, manicurista, y de Mirla, su confidente y clienta, quien acaba de enviudar y se ha hecho asidua a coleccionar tijeras de todo tipo. El cuento, nos reitera la centralidad del cuerpo, su interacción con lo cotidiano, con los pesares, con las obsesiones, y por qué no, con las ausencias.

En definitiva, María Ospina escribe ficciones delicadas como pretexto para hablar del lenguaje, sus límites, sus derrumbes, imprecisiones, desbordes. Y no solo eso, escribe para hablar del sistema productivo, donde opera precisamente normatividad de la lengua, que estruja la existencia, bajo la promesa de una libertad inalcanzable. La universalidad está presente, cómo no.

Cierto que Azares del cuerpo tiene que ver con los dolores de Colombia, su historia reciente, pero lo que narran estas páginas también ocurre en Chile o en cualquier país tercermundista, y eso es el principal activo de este libro: reconocernos en la miseria, en el desengaño, en la soledad de muchos, pero también en el recuse, en la posibilidad cierta de imaginar a través de las palabras, la escritura.

María Ospina Pizano. Azares del cuerpo. Edicola Ediciones, 2019. 182 páginas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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