Cormac McCarthy narra en “La carretera” (2006) el viaje a través de un paraje, tan apocalíptico como real, de un padre y un hijo que intentan sobrevivir en un mundo donde la vida humana parece destinada a desaparecer. En días de confinamiento y enfermedad por el COVID-19, la novela del escritor estadounidense nos recuerda el límite de nuestros instintos animales y el apego hacia la vida en momentos de derrota espiritual.
Son días de bullicio mediático y soledad interior. Nuestra mente divaga entre el televisor encendido que parece fanático religioso narrando el fin del mundo, las notificaciones del teléfono y el trabajo remoto en nuestro lugar de relajo. El encierro por el COVID-19 y el insomnio nos sume en estados mentales extraños que nos hacen pensar en libros como “La peste” de Albert Camus, “Muerte en Venecia” de Thomas Mann y quizás, menos obvia, “La carretera” de Cormac McCarthy.
Contextualicemos. McCarthy nació en Rhode Island el 20 de julio de 1933 y, junto a Don Delillo y Thomas Pynchon, es uno de los autores vivos más importantes de Estados Unidos. Sus apariciones en medios son contadas con los dedos de una mano y posee, como pocos, una trayectoria soberbia, que incluye las novelas “No es país para viejos” (No Country for Old Men, que los hermanos Coen adaptaron con maestría al cine), “Meridiano de sangre” (que el crítico Harold Bloom consideraba la “auténtica novela apocalíptica americana”) y la trilogía de la frontera, compuesta por “Todos los hermosos caballos”, “En la frontera” y “Ciudades de la llanura”.
“La carretera”, que obtuvo el Pulitzer de ficción en 2007 y que posee una adaptación cinematográfica correcta pero desabrida, narra el viaje de un padre y su hijo —sobrevivientes de una catástrofe mundial no especificada— que cruzan a pie el territorio estadounidense en busca de los últimos vestigios de humanidad. En el relato vemos con hondura y desnudez el paisaje desolado y las ruinas de lo que alguna vez fueron pueblos y ciudades repletas de vida. La civilización humana parece quedar reducida a una decena de personas que recurren al canibalismo y la barbarie para sobrevivir, y por donde padre e hijo realizan un viaje sin retorno donde la comida, el agua y la protección se vuelve la medida de todas las cosas.
La novela pareciera remitirnos a un relato post apocalíptico, pero vale aclarar al lector que acá no encontrará zombis ni personas con poderes mentales, tampoco efectos especiales ni facilismos de serie paranormal de moda. Lo interesante del libro es precisamente lo contrario. Al leer “La carretera” nos sentimos agobiados de realidad porque, aunque la situación podría ser poco probable, el relato contiene tal crudeza y poética que nos sumerge en ese mundo sin humanos donde la supervivencia está amenazada a cada instante, a cada hora y minuto. McCarthy es capaz de sumirnos en esa desesperación y hacernos reflexionar sobre un aislamiento completamente diferente al actual. Mientras nosotros estamos en casa sin poder salir, ellos están en el mundo exterior sin poder regresar a la calma del hogar. Ambos personajes nos hacen a pensar en las bases del comportamiento humano, en los deseos primitivos y en la profundidad del vínculo entre padre e hijo en tiempos de derrota humana.
La larga travesía de los personajes es también un viaje hacia el interior donde hay inseguridad y dudas ¿qué es nuestro pasado? ¿son nuestros recuerdos una invención, una ficción creada por nosotros mismos para darle valor a nuestra existencia? El personaje del padre cuestiona su vida ante la presencia de una realidad y un presente que parece suprimir su pasado y su futuro, porque cuando basamos nuestra existencia en seguir nuestros instintos, anulamos lo que nos diferencia del resto de los animales: nos volvemos menos humanos.
Padre e hijo deambulan en un periplo casi infinito donde hacia el final de la novela se ve cierta luz de esperanza y vestigios de un futuro posible para el niño. No obstante, dentro de ese anhelo y triunfo, se nos devela una idea tan desoladora como profunda: el sacrificio de una generación es la preservación de la siguiente.
Las asociaciones son extrañas en nuestra mente, sobre todo con el encierro y los sueños por donde se develan nuestros miedos. Es probable que cada uno de nosotros haya fantaseado, quizás por películas y videojuegos, con un fin del mundo emocionante donde una ciudad en ruinas da lugar a aventuras de sobrevivencia. No obstante, no pensamos en la posibilidad de que el fin de la humanidad sea tedioso y sin emoción. Que nos encuentre encerrados en nuestras habitaciones —por una pandemia o desastre natural— recordando momentos pasados, la vida real que sucede fuera de lo virtual, y con un único reflejo en nuestros rostros, la luz cegadora de nuestro teléfono cuando despertamos.