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El Hoyo: El inquietante film en el que “los de arriba” no dialogan con “los de abajo” CULTURA|OPINIÓN

El Hoyo: El inquietante film en el que “los de arriba” no dialogan con “los de abajo”

Roberto Pizarro Contreras
Por : Roberto Pizarro Contreras Ingeniero civil industrial y doctor (c) en Filosofía USTC (Hefei, China).
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Lo primero que se le viene a uno a la cabeza al ver este filme es el sitio que ocupa cada quien en la sociedad global: mientras que los de arriba pueden aspirar a sabores vírgenes, los de abajo deben masticar los mendrugos del gran banquete. En efecto, en El Hoyo los prisioneros de una cárcel vertical van consumiendo un cada vez más disminuido buffet (los residuos) que se desplaza de arriba abajo por la abertura central de cada celda.


Inquietante más que morbosa, y realista antes que crítica, es esta cinta del director vasco Galder Gaztelu-Urrutia, cuyos derechos han sido adquiridos por la trasnacional de contenidos audiovisuales Netflix, y que ha sido ganadora de la reciente edición del Festival de Sitges. 

Lo primero que se le viene a uno a la cabeza al ver este filme es el sitio que ocupa cada quien en la sociedad global: mientras que los de arriba pueden aspirar a sabores vírgenes, los de abajo deben masticar los mendrugos del gran banquete. En efecto, en El Hoyo los prisioneros de una cárcel vertical van consumiendo un cada vez más disminuido buffet (los residuos) que se desplaza de arriba abajo por la abertura central de cada celda.

[cita tipo=»destaque»]Todas estas parecen actitudes muy naturales, que los seres humanos vivimos con más o menos intensidad en función de nuestras experiencias y de la sensibilidad para aprehenderlas. De lo que se trata, me temo, no es de ocultarlas punitivamente, como si no fueren dignas de perdón, sino por el contrario, de asumirlas y hacerse cargo de estos lastres históricos si es que de verdad queremos sortear el hoyo (o los hoyos) que estancan nuestro tránsito hacia un nuevo estadio del homo sapiens.[/cita]

Sucede, visto de cierta forma, que en todo orden de cosas (académico, empresarial, familiar, etc.) está uno repartiéndose el pastel pellizcado de quienes detentan la plusvalía de la primicia. Así, el académico de este lado del mundo, no hará otra cosa que ser el exégeta de los grandes teóricos de la sociedad mundial transigiendo ser autor de puras notas al margen de pensamientos venidos de la Universidad de Nueva York, la Universidad de Friburgo, el MIT, La Sorbona, por nombrar un puñado de instituciones de prestigio planetario. El común de los empresarios (¿una especie de Fantuzzi tal vez?) no hará sino emular el proceso de producción de alguna corporación de talla continental y la reproducirá a escala local, sin verse las caras con su santo patrono, pero tampoco con las pymes cuya cuota de mercado embarga. El estudiante universitario chileno, por su lado, si no estudió en la mejor universidad del país o carece de la red de contactos que solo una estirpe dinástica podría granjearle, no podrá ocupar las plazas de consultoras como McKinsey & Company o The Boston Consulting Group y tendrá que conformarse, como gran cosa, con algún puesto modesto en una Isapre o AFP. Los teóricos de la escuela económica neoclásica llamarían esto bien simplesmente “efecto derrame” o “teoría del chorreo”, si bien la cuestión opera en clave negativa desde la perspectiva de los “beneficiarios”.

Pero la cosa no queda ahí. Una película con tanta sensación e intensidad humanas no puede reducirse en modo alguno a “un puro tweet”, como dijo una vez un autosuficiente Coelho respecto al Ulises de Joyce.

Otra tonalidad que se graba en la retina es el vértigo o premura con que los reos deben consumir el banquete. El salvajismo a que compele el hambre y las precarias condiciones del encierro, conllevan una anulación de los procesos racionales que imposibilitan cualesquiera diálogos consensuados entre los prisioneros. De esta forma no es raro ver cómo fracasan en El Hoyo ciertos discursos de índole colectivista que buscan el bien común en la distribución equitativa del banquete, y una sarta de insultos se vuelva contra estos a cambio. La figura del protagonista (Goreng) es ejemplar a este respecto. Él ha escogido, como objeto que le acompaña en su reclusión, una edición de Don Quijote de la Mancha, y con su apariencia y acciones rinde tributo a su vez al personaje principal de la más destacada obra de la literatura española. ¿Pero a quién mierda se le ocurre llevar consigo una novela cuando está en El Hoyo?, es lo que se le consulta a Goreng en cierta fracción del largometraje. No vaya a ser que con ello persiga expiar sus culpas, alardeando ser partidario de una moralidad que no se condice en los hechos con su ética (mutilar, amenazar y aniquilar, en fin, al enemigo). O bien, es posible que después de todo perdure en él la esperanza de deshacerse de las rémoras de la carne y realizar en algún minuto el ideario quijotesco.

Como fuere, los prisioneros se enfrentan al dilema del mismo nombre que nos ofrece la teoría de juegos de las matemáticas: en la desconfianza de que el otro no cumplirá con su parte (de la comida), todos los prisioneros intentan salvarse solos y el resultado es, pues, un desastre, la ruina alimentaria, literalmente. Explica un poco El Hoyo la dinámica de los asuntos humanos en política. Es como ascender una escalera dialogando a puñetes toda vez que alguien bajo apremio o cuyo carácter es impulsivo (ora por efecto de la cultura en que se ha formado, ora por una predisposición genética) no ha querido transar sus opiniones o entender las del resto: los más malheridos van quedándose en los peldaños inferiores, a merced de los victoriosos. Esto explica que la conglomeración de los juicios en una sociedad no sea perfectamente piramidal, sino que su forma obedezca más bien a un trapecio, dado que el “oficialismo” racional debe moderar o compartir su influencia con otras razones dotadas de un poder de facto que contrarresta el suyo (de jure). Y si bien esto podría parecer trillado en el nivel de los individuos de una sociedad, no lo es tratándose de razones: la novedad está en que estas no son elevadas por su magnitud lógica incondicionalmente, y aun haciéndolo, su dominio se ve constantemente acechado por las “malas” razones (razones apasionadas) que quieren usurparle. Otra forma de mirar, si se quiere, la microfísica del poder planteada por Foucault.

Finalmente me gustaría mencionar un aspecto que es tan doméstico como odioso: la degradación del otro. ¿En qué medida me relaciono deficientemente con aquellos que considero abajo mío y sobre mí y lo reconozco, aunque fuere de manera no explícita, es decir, en la intimidad y vergüenza de la conciencia? En El Hoyo, como anticipé, es significativa la escena en que Imoguiri, personaje secundaria, pone en práctica ante Goreng un modelo de “solidaridad espontánea”: los de abajo no hacen sino despreciar a punta de agravios e imprecaciones su directriz de comer las porciones que les ha asignado y preparar a continuación otras dos para los reos del piso inferior, a quienes deben heredar la indicación. Goreng, molesto con la actitud hacia su compañera, chantajea al par de chimpancés balbuceantes con contaminar con heces el banquete si no colaboran con el esquema comunitario de distribución planificada de los recursos, lo cual tiene éxito. Por otro lado, está la patética intentona de Baharat, quien pretende ascender a través de la cárcel arrojándole la cuerda a los cautivos de arriba. Llegado un punto, se muestra la crueldad e indiferencia de estos “superiores”, quienes acceden a sostenerle la cuerda (no sin antes denostarle racialmente), pero solo para defecarle en el semblante cuando llegue a la cima y dejarle caer.

¿Quién no ha incurrido en estos pecados alguna vez? La denigración no tiene por qué ser flagrante ni mucho menos premeditada. Puede adoptar formas tan etéreas como decidir no entablar una conversación de índole intelectual con un conserje por prejuzgar su capacidad de asimilar los tópicos de la discusión, prefiriendo otro interlocutor que, en apariencia afín a nosotros, acabamos con el tiempo sobrestimando su cualificación. Asimismo ¿quién no se ha sentido, cuando menos una vez en la vida, disminuido por el estatuto superior que se adjudica, fundadamente o no, a otra persona?

Todas estas parecen actitudes muy naturales, que los seres humanos vivimos con más o menos intensidad en función de nuestras experiencias y de la sensibilidad para aprehenderlas. De lo que se trata, me temo, no es de ocultarlas punitivamente, como si no fueren dignas de perdón, sino por el contrario, de asumirlas y hacerse cargo de estos lastres históricos si es que de verdad queremos sortear el hoyo (o los hoyos) que estancan nuestro tránsito hacia un nuevo estadio del homo sapiens.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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