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El aroma de una mirada incendiada CULTURA

El aroma de una mirada incendiada

Ese hecho no solo mata a un ser humano, mata a una comunidad, a un pueblo. Por eso Rodrigo nos pertenece como memoria, pero también como vida; por eso Carmen Gloria nos pertenece como historia de un pueblo oprimido, y sin esta película no podría recordarlos con las lágrimas que cayeron al ver cómo hoy continua su dolor en otras corporalidades: cuerpos carbonizados como los de los presos en la cárcel de San Miguel; de un Eduardo Miño inmolado por la injusticia; por personas que aparecieron extrañamente quemadas en supermercados a días del Estallido; de jóvenes quemados por químicos de un guanaco en la desmedida represión policial, y así tantas y tantos, donde han quedado impune aquellos actos.


Tenía tres años en 1986 cuando vivía en el pasaje O de la población San Miguel, y el aroma a cazuela con hueso de poca carne se mezclaba con el olor a cera de los domingos en la mañana de aseo, o con el de la parafina en los días de invierno. Esa fragancia compuesta de la pobreza siempre me ha invitado a llamarle “olor a dignidad”.

Recuerdos tengo de los apagones y del olor a lacrimógena, de cuando mi madre nos escondía bajo la cama por disparos o el gas de la policía. 1986 no lo recuerdo, tenía tres años pero en mi sangre corre una extraña memoria de objetos, colores, sabores, aromas, y una extraña felicidad de niño. 1986, no te recuerdo Rodrigo Rojas de Negri; 1986, no te recuerdo Carmen Gloria Quintana. Ustedes jóvenes queriendo cambiar un país que sigue igualmente cruel y violento, mientras yo era un mocoso que jugaba con autos en el pastizal pajoso del frente de mi casa cruzando la callejuela de tierra, esa tierra que hacía tener mis brazos de leche con chocolate, porque entre el sudor y el polvo suelto quedaba similar a la superficie de la taza encantadora de ese brebaje, al que pocas veces podíamos acceder y que nos dejaba sonrientes con unos bigotes tibios. 1986 y no los recuerdo…

Crecí, crecí sin entender el cambio en 1989, crecí en los 90 y no entendía cómo existía tanto miedo, cómo había tanta quietud y comodidad en la sociedad, tanto aparente silencio y sumisión. El tiempo te hace entender de cómo es imposible no tener ese miedo y aquel silencio. El horror es en demasía vivido para poder sostenerse en vida, la injusticia e impunidad descarada se enrostran hasta hoy en la cara de una “mirada incendiada”. Una mirada que ve arder a un hombre cuya única arma era una cámara de fotos, que ve arder sus propios ojos de libertad cuando la enciende la opresión es su más descarnada versión.

El intento de vivir a pesar de la imposibilidad de hacerlo, el intento de sobrevivir y seguir, es la esencia de la película, donde el dolor está en cada sombra de los muebles y objetos. Cada escena de la película me conecta con aquella memoria y, quizás con un Rodrigo o una Carmen que me chasconeó el pelo al pasar por la calle, ilusionándose con el mejor futuro de un niño que podría depender de ese impulso de juventud.

Y si fue así, me pregunto ahora, ¿existen?, ¿siguen vivas?, ¿dónde están? ¿Cuánto dolor vivieron antes de morir de manos de insensibles e inhumanas máquinas de odio fascista? «La mirada incendiada» te recuerda esa incansable fuerza de querer vivir, de continuar y la esperanza de un fin; la porfiadez de hacer parecer bella la vida, aunque por dentro te carcomía cada situación intolerable de injusticia, de manos amarradas, de bocas amordazadas, porque al más mínimo intento de voz, la muerte te empujaba a la oscuridad.

Esa rabia contenida había que barnizarla de rituales de esperanza para así perder el miedo, una bocanada de aire para que el mayor agente de sublevación pudiera aproximarse, a un grito de todo lo oprimido, y fueran las cuerdas vocales de una esperanza intacta que soltaran sus cadenas, para no mostrar lágrimas al quemar pelafustanerías en una barricada y enviar al cielo señales de humo que redactan enérgicamente la demostración de existencia, a pesar de todo.

Estoy aquí existo, vivo y no se puede más de esta manera, ese momento libidinal y orgásmico, donde no pararán el grito que implora aquel cambio, un final, en el cual se pueda retomar fuerzas y así poder volver a cultivar tras años de hambruna por la sequía, abrir las llaves en la tierra árida y sedienta de agua, que a pesar de todo sobrevivió y en sus yagas despliega su existencia y soberbia clemencia de transformarse. Pero un hecho tan espeluznante puede quitar la voz para siempre, no sólo de las víctimas directas, no sólo por inhalar fuego, sino de quienes están en el entorno, de quienes en épocas de posverdad y de cerco informativo se las ingeniaban para poder acceder a una conciencia más cercana a la realidad, mediante arriesgadas personas que intentaban informar del modo más veraz posible a lo que sucedía en un país farsante.

Ese hecho no solo mata a un ser humano, mata a una comunidad, a un pueblo. Por eso Rodrigo nos pertenece como memoria, pero también como vida; por eso Carmen Gloria nos pertenece como historia de un pueblo oprimido, y sin esta película no podría recordarlos con las lágrimas que cayeron al ver cómo hoy continua su dolor en otras corporalidades: cuerpos carbonizados como los de los presos en la cárcel de San Miguel; de un Eduardo Miño inmolado por la injusticia; por personas que aparecieron extrañamente quemadas en supermercados a días del Estallido; de jóvenes quemados por químicos de un guanaco en la desmedida represión policial, y así tantas y tantos, donde han quedado impune aquellos actos.

La verdadera impunidad es perderlos de nuestra memoria. Es ahí, donde ya no importa el “olor a dignidad” que recordaba, el olor a parafina con el hueso con poca carne, es un hoy 1986 y los recuerdo, con la memoria del olor de sus cuerpos, sus carnes vivas emparafinadas entre la lacrimógena, olor a pelo quemado, y en mí, aún ese olor a carne humana que sentimos los vecinos de la cárcel de San Miguel, la carne de Rodrigo Rojas de Negri, de Carmen, de Miño, y de tantas otras personas que fueron quemadas para desaparecer sus rastros de toda memoria y de toda posibilidad de justicia. Pero la memoria y la justicia existe en mi nariz, en mi cerebro que activa con el aroma esa memoria emotiva; está en mis pulmones oscurecidos por el fuego, y desechos en el arrojo del dolor.

Tu memoria hoy se hace más necesaria, porque tus ganas de cambiar este mundo, Chile, para yo hoy ser yo, para que ellos y ellas puedan ser ellas, no puede ser en vano. Lo que encarnaste después del fuego que te descarnó debe ser, y no solo “quizás ser”, sino que DEBE SER la fuerza y la rabia para poner fin a todo ello contra lo que ustedes lucharon en su momento, lo que comenzaron nuestras generaciones más atrás y más atrás, hoy mutiladas, fracturadas, y divididas donde la individualidad ha visto enemigos y enemigas, en donde debería correr tu sangre de hermandad, tu sangre de Rodrigo Rojas de Negri para de una vez por todas poner fin a toda posibilidad de fascismo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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