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«Al amparo del cielo»: un documental de un lirismo extraordinario CULTURA|OPINIÓN

«Al amparo del cielo»: un documental de un lirismo extraordinario

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Esteban Valenzuela Van Treek
Por : Esteban Valenzuela Van Treek Ministro de Agricultura.
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Si se trata de nombrar, podríamos llamar el cine de Diego Acosta como realismo naturalista, un moderno Claudio Gay que retrata la diversidad de Chile y en su investigación-filmación de tres años para hacerse parte de los arrieros. Una película sin conversaciones cliché, en blanco y negro, pero donde la sintaxis visual es perfecta en una opción por la serenidad, sin apuro. Con una sinfonía de las peripecias de los transhumantes ancestrales y los sonidos del viento, el agua y las bestias amadas, hasta asustarnos con la caída de las piedras, las tormentas y conmovernos los pájaros de mal y buen agüero que se aparecen como brujos andinos.


«Al amparo del cielo» es una película documental de un lirismo extraordinario. Aborda la vida cotidiana de arrieros ovejeros de las altas montañas de Colchagua de Chimbarongo, que hacen sus veranadas desde Aguas Buenas en San Fernando, por cajones cordilleranos que enfilan hacia el norte hasta tocar los hielos eternos frente a Rengo.

En San Fernando, Pedro Siena, con «Los húsares de la muerte», mostró en blanco y negro silente en 1925 las peripecias de Manuel Rodríguez y la toma de la capital colchagüina en su rol de guerrillero. A su vez, «El Chacal de Nahueltoro», del también colchagüino Miguel Littin, fue el gran film chileno policiaco y de la violencia de la marginalidad campesina redimida y castigada.

Diego Acosta Hernández, machalino, por su parte, se mimetiza con el clan de don Cucho y se cuela en las rocas para hacernos parte de la intimidad de los ganaderos libres. Aquellos que deben aprovechar el comunitarismo ancestral de las vegas cordilleranas para hacer pervivir su rebaño y el modus vivendi de los peregrinos al oasis gélido tras desfiladeros, torrentadas, construyendo puentes y amasando vidas.

En 2020, Acosta ganó el Festival Internacional de Cine de Valdivia con una película sin conversaciones cliché, en blanco y negro, pero donde la sintaxis visual es perfecta en una opción por la serenidad, sin apuro. Con una sinfonía de las peripecias de los transhumantes ancestrales y los sonidos del viento, el agua y las bestias amadas, hasta asustarnos con la caída de las piedras, las tormentas y conmovernos los pájaros de mal y buen agüero que se aparecen como brujos andinos.

El jesuita Luis de Valdivia describió en 1600 a los chiquillanes de alta montaña entre el Maipo y el Maule, quienes hablaban una lengua distinta al mapudungún. Delgados y silentes, como estos arrieros y la mujer que les acompaña, curtidos por el sol que rebota en los peñascos y en la libertad sin cercos que es la vida de los transhumantes del planeta, especie en extinción, como la de los filatélicos o los trovadores.

Acosta es de la estirpe de Win Wenders y «En el curso del tiempo», la obra preferida en los ciclos del Goethe Institut en los 80. El transcurrir del tiempo de un personaje, que en un furgón recorría pueblos para reparar antiguos cines de películas filmadas con las mismas máquinas imperfectas que usó el cineasta y su equipo.

No es «Paris-Texas», donde el sujeto son los autos y las carreteras para describir la prostitución en autovía. Aquí las estrellas son los pedregales, las cumbres y el cielo, y el balar de las ovejas por las piedras y pastos de Chile, emulando los poemas de Raúl Zurita en «Anteparaíso».

Si Sergio Catalán de los mismos lares- Puente Negro, al oriente de San Fernando-, el arriero que cabalgó montaña abajo 80 kilómetros para avisar en 1972 de los uruguayos sobrevivientes, se convirtió en un ícono de coraje y bondad, Acosta y don Cucho nos devuelve a estas tribus pervivientes de Los Andes, donde no hay fronteras aún y la animalidad serpentea fraterna camino arriba, cuando los hielos descansan y regalan un vergel cerca del cielo, la utopía de la tierra prometida de todo el que cree en el lugar de liberación.

Si se trata de nombrar, podríamos llamar el cine de Acosta como realismo naturalista, un moderno Claudio Gay que retrata la diversidad de Chile y en su investigación-filmación de tres años para hacerse parte de los arrieros. Logra una película extraordinario en que nadie actúa y todo es extraordinario.

Don Cucho, cuenta Pepe Acosta, padre y unos de los productores en su vida dedicada a dignificar a los ovejeros de O’Higgins, al ver la película y pasar adelante vestido impecable de huaso arriero, atinó a decir: “Está re buena, pero pa’ la otra mostramos lugares muchos más bonitos”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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