En el Día Nacional del Artesano, celebrado el pasado domingo, es justo que se ceda la palabra al artesano y que se escuche su voz, en lugar de sesudas elucubraciones de los especialistas que hacen la disección y taxonomía de la artesanía, con la frialdad del médico forense al practicar alguna autopsia.
La artesanía es un arte vivo del pueblo, es el arte de las clases populares, por eso la diferencian de las “grandes artes” o artes de academia, por una simple razón: que el arte de las élites educadas, de las clases pudientes y dominantes, no debía confundirse con el arte proletario.
Sin embargo, sin este arte, recogido por el pueblo de generación en generación, y que se va perfeccionando en las manos y el sentir de cada artesano, nutriéndose de la savia profunda del diario vivir y sufrir de las mayorías marginadas, no habría el arte elitista, pues este, como planta adventicia, se nutre de aquel.
Millones de personas en el mundo se dedican a la creación artesanal, en especial en los países orientales, China e India, y en los pueblos indígenas de África y América. La artesanía brinda trabajo autogenerado sostenible, utiliza con creatividad recursos naturales propios y libra de la pobreza a esa gente.
Los gobiernos estatales no hacen inversión alguna y, sin embargo, la artesanía, que es la cultura que atrae atención, es “la última rueda del coche, pero es el rostro que nos representa”. No hay país que no exhiba su artesanía con orgullo, en afiches y propaganda turística, junto con sus paisajes y atractivos naturales o arquitectónicos. Allí está siempre el artesano anónimo, explotado en imagen.
¿Qué son sino artesanía, los objetos de oro, plata y pedrería, los textiles y ceramios, los ídolos venerados por distintas religiones, los amuletos de poder, los ornamentos de maderas o de piedra de todas las culturas? Ahora, son exhibidos como tesoros, como objetos de culto en grandes museos, lo que fueron concebidos y hechos en humildes talleres por manos simples de artesanos.
La artesanía, sea hecha en barro, fibras, madera o metales preciosos, es fuente de creatividad, crea patrimonio cultural, identidad cultural, resume la sabiduría ancestral de un pueblo. Así lo creen los coleccionistas y toda persona culta que los adquiere y guarda o exhibe en algún lugar de su hogar y oficina. Como amuletos modernos, las artesanías son tomadas en las manos, apreciadas, acariciadas como si fueran testigos mudos de antiguas presencias ancestrales. Son presencias vivas que convocan pasiones, sentimientos de humanidad y solidaridad.
La artesanía es nuestro último cordón umbilical con los orígenes de la civilización, de allí la simpatía que despierta. El hombre tecnologizado de la era cibernética se ablanda, se enternece hasta las lágrimas, ante objetos simples, de texturas y matices primitivos que lo retornan a los orígenes de su humanidad. Por eso hay que conservarla, apoyarla, enaltecerla, no dejar que se extinga, porque entonces, nuestra civilización, también, correrá esa misma suerte.