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Historia de una (exitosa) censura de la ultraderecha a una muestra en Providencia CULTURA|OPINIÓN

Historia de una (exitosa) censura de la ultraderecha a una muestra en Providencia

Dos días después de la inauguración empezaron a salir los trapitos al sol. La presión de los grupos extremistas que se habían pronunciado a través de la web derivaron en palabras mayores. La administración del edificio Gibraltar –peces gordos con influencia en el poder económico– y la Municipalidad de Providencia, recibieron las denuncias y descargos de las organizaciones políticas y religiosas en cuestión. Junto con ello, desde el directorio del edificio –donde habría algunos inversionistas ligados al Opus Dei– se habrían ejercido presiones para desmontar la exposición anticipadamente. Durante la misma jornada, se apersonaron los inspectores municipales, para corroborar múltiples denuncias por daño a la moral y las buenas costumbres.


“El arte no es político, es artístico”.
Carlos Ossa.

Después de la sobresaturación visual que acompañó al espíritu insurreccional y popular del estallido social, luego eclipsado por la pandemia, pareciera que la relación entre arte y política se ha caracterizado por su mezquindad. Este diagnóstico apenas tangencial coincide temporalmente con el triunfo presidencial de Gabriel Boric, y puede extenderse tanto al campo autónomo e institucional de las artes, como a los desbordes de lo artístico hacia las manifestaciones sociales. Ya nada causa molestia, ya nada resulta provocador. Ninguna obra cuestiona o incomoda realmente al poder en los museos, galerías y centros culturales, que, por lo demás, se han convertido en verdaderas ONG que acogen las más variopintas demandas, decoradas por códigos visuales que calientan menos que sol de invierno.

Así, lo político del arte se ha reducido lamentablemente a activismos institucionales que derivan en obras predecibles, autocompasivas y genuflexas a los discursos identitarios en boga, sumamente provechosos y eficientes cuando se trata de formular proyectos culturales. Todo esto validado por la insufrible retórica del “cuerpo”, el “territorio” y la “memoria”; conceptos que, si bien contienen un inmenso potencial político y disruptivo, a estas alturas ya resultan vacíos de contenido cuando se hace usufructo de ellos únicamente con el fin de cumplir la lista de expectativas de una institución, como quién llena un carro de supermercado.

En otras palabras: desde principios de 2022 en adelante, la relación entre arte y política es amarrete, zalamera, y además, chamullenta. Incluso en los matinales se puede rescatar más material para la discusión y el pelambre refinado. Por cierto, como en todo, hay excepciones.

Arte, política y ultraderecha

El sábado 29 de julio se llevó a cabo la inauguración de una exposición de artes visuales, en una galería de arte ubicada en el piso -6 del edificio Gibraltar, a pasos del metro Cristóbal Colón (comuna de Providencia). El recorrido de la exposición, titulada ¡Hasta el reino de la mierda eterna!, comenzaba con un texto de sala escrito por Maira Astudillo sobre la obra de Gonzalo Tapia, joven artista egresado de la Universidad de Chile. A grandes rasgos, el escrito aludía irónicamente a la condición ambivalente –estercolaria y a la vez higiénica– de imaginarios característicos al neofascismo y la ultraderecha, con un tímido guiño a la culpa católica.

Cabe mencionar que, a nivel general, el arte chileno contemporáneo ha eludido las referencias directas al repertorio de íconos, signos y rostros que componen la memoria visual de la derecha; salvo casos excepcionales –entre los que podemos contar a Hugo Cárdenas, Claudio Correa, Voluspa Jarpa e Hija de Perra– las iconografías políticas abordadas por el arte chileno se han limitado a los imaginarios culturales de izquierda. Ausencia que, a diferencia del arte, no han soslayado los medios de comunicación masivos a los que tanto ha despreciado la izquierda tradicional, debido a la supuesta alienación capitalista que sus mensajes producirían (como la inolvidable frase: “Longueira la tiene corteira”, entre los innumerables chistes publicados en The Clinic).

Luego del texto de sala, destacaba la primera pieza de la exposición de Gonzalo Tapia: un acrílico sobre tela de amplias dimensiones, en el que figuraba la imagen a cuerpo completo del líder gremialista y fundador de la UDI, Jaime Guzmán: travestido, con un escote pronunciado, montado sobre el lomo de un equino y mostrando el dedo del medio, a modo de cita de la polémica pintura El libertador Simón Bolívar de Juan Dávila, que causó revuelo mediático a principios de los 90. Esto, acompañado de otra pintura en pequeño formato, que enfatizaba la inmundicia anunciada en el texto de sala, en la que figuraba un menjunje de vómitos.

Este primer módulo de la exposición fue completada con dos piezas escultóricas de distintas dimensiones, dispuestas en el pilar central de la sala. La primera: una pequeña efigie de Cristo con el rostro tapado con una bandera chilena y el cuerpo cubierto por amarras –estilo bondage–, que erotizaba al ícono sacro. La segunda: una escultura realizada en papel maché de una mujer vestida con una polera de la banda metalera Slayer, cargando el peluche de una caricatura oriental –kawaii, para los cultivados en el tema– en indirecta referencia a la diputada Camila Flores de RN, conocida por su afición onanista a los muñecos de felpa.

Un carrete piola

Al fondo y a la izquierda de esta pequeña sala, estaba montado el segundo módulo de la exposición; sin lugar a dudas la más llamativa de toda la muestra. Alrededor de una mesa rectangular atiborrada de los más diversos y extravagantes picoteos, brebajes y sustancias, el artista dispuso cuatro esculturas a escala real de figuras públicas con un denominador común: el poder encarnado en sus más grotescas y oscuras facetas.

¿Quiénes fueron los comensales aludidos en esta inmunda partusa regada de cochinadas? El empresario Andrónico Luksic, la diputada Ximena Ossandón, José Antonio Kast y su mismísima Santidad, el Papa Francisco. Dentro de los elementos que componían el abundante menú, relucía un cúmulo de excrementos y un par de bolsas con drogas químicas. Al respecto, es inevitable recordar las bochornosas veladas que hace veinte años organizaba el empresario Claudio Spiniak –amigo personal de Jovino Novoa– donde entre otras entretenciones, se practicaba la coprofagia.

En esta serie de piezas, además de la postura radical del artista, se puede percibir una agudeza, sofisticación y dominio de referencias culturales, poco frecuente en las exposiciones de artes visuales; sobre todo aquellas clasificadas dentro de la categoría “arte joven”. Sin lugar a dudas, esas característica del último trabajo de Tapia resultan sumamente antagónicas dentro de la misma composición visual. Se trata de una propuesta compleja, donde la vulgaridad no es antónimo de refinamiento. Como la prosa única pero jamás igualable de Pedro Lemebel, la obra de Gonzalo Tapia deja claro que se puede ser deslenguado e irreverente sin perder la elegancia y el estilo.

Junto con demostrar un enterado conocimiento de la historia política reciente, el artista se peina con una gama de referencias y sutilezas que dan cuenta de un enorme bagaje cultural donde convergen las más diversas citas. Es allí que se superponen imágenes provenientes de distintos períodos de la historia del arte –local y universal–, los noticieros televisivos, el cine de vanguardia y la cultura pop. Carlos Leppe, Juan Dávila, Goya, Almodóvar, Fassbinder, Bombo Fica y Yerko Puchento quedarían perplejos ante tamaña insolencia visual. Todo esto organizado bajo una cuidadosa composición neobarroca, que podría situarse en los bordes de lo que Susan Sontag definió como estética camp: algo así como el buen gusto por el mal gusto. Una conciencia erudita de la fealdad.

Nada hacia presagiar que poco después quedaría la tendalada

Al salir por la entrada principal del edificio Gibraltar, algunos de los asistentes a la inauguración se percataron de la presencia de un pequeño grupo de feligreses rezando, en una manifestación de desagravio. Se habrían ofendido por las referencias sarcásticas a íconos católicos dentro de la muestra. Posteriormente a ello, comenzaron a circular imágenes del evento a través de las redes sociales de grupos y organizaciones ligadas a la ultraderecha y al catolicismo más conservador, lo que hace suponer que algunos de sus miembros se infiltraron en la exposición.

Debido a la viralización de dichos registros –particularmente el de Cristo sadomasoquista y encapuchado– todo comenzó a ponerse color de hormiga. Insultos varios, cuestionamientos al estatuto del arte en la sociedad, defensa neoconservadora a la importancia de la belleza clásica, una serie de hostigamientos e incluso amenazas de muerte, comenzaron a circular en los comentarios a las publicaciones sobre la exposición en las redes sociales de la galería y del artista.

Dos días después de la inauguración empezaron a salir los trapitos al sol. La presión de los grupos extremistas que se habían pronunciado a través de la web derivaron en palabras mayores. La administración del edificio Gibraltar –peces gordos con influencia en el poder económico– y la Municipalidad de Providencia, recibieron las denuncias y descargos de las organizaciones políticas y religiosas en cuestión. Junto con ello, desde el directorio del edificio –donde habría algunos inversionistas ligados al Opus Dei– se habrían ejercido presiones para desmontar la exposición anticipadamente. Durante la misma jornada, se apersonaron los inspectores municipales, para corroborar múltiples denuncias por daño a la moral y las buenas costumbres.

Considerando la magnitud de la polémica, todos estos antecedentes podrían haber derivado tanto en el interés público como en la visibilización del artista y la gestión de la galería. En un contexto cultural donde predomina lo políticamente correcto, no cualquiera tiene los cojones para mandarse tamaño numerito. Sin embargo, debido a las decisiones tomadas bajo mutuo acuerdo entre la galería y el artista, el asunto no pasó a mayores. Salvo para los cercanos al artista, la galería y los cahuines nocturnos de los parroquianos que frecuentan las artes visuales, el impacto mediático y político que podría haber tenido la obra de Gonzalo Tapia pasó jabonado.

Desamparo y negligencia

Ipso facto a la serie de eventos desafortunados que pusieron en riesgo la seguridad e integridad del artista y quienes colaboraron en la exposición, José Manuel Belmar –director de la galería OMA– optó por eliminar todas las evidencias de la exposición “¡Hasta el reino de la mierda eterna!”. Borró todo el material de la exposición en redes sociales. Eso, con el propósito de protegerse de las múltiples agresiones y amenazas recibidas. No hubo voluntad de llamar a medios de prensa que podrían haber difundido la polémica, y así posicionar al artista dentro de la opinión pública. Tampoco hubo disposición a denunciar el caso ante las autoridades pertinentes y no se le prestó asesoría legal, a pesar del riesgo que corría su integridad física.

Dicha displicencia es contradictoria, considerando que la galería responsable de la muestra integrante de la asociación gremial Arte&Punto. Se trata de una organización que reúne principalmente a galerías de arte. Dentro de sus objetivos declaran proteger a la cultura y el arte, además de promover la defensa de los intereses de los agentes culturales. Al parecer, de acuerdo a la serie de delicados acontecimientos aquí narrados, el no cumplimiento de dichos objetivos fundamentales hace suponer que la asociación carece de peso suficiente, ya que es incapaz de hacerse cargo de los motivos que justifican su existencia.

Cabe mencionar que Belmar estuvo en conocimiento de los detalles del proyecto de Gonzalo Tapia desde abril de este año, y que a pesar de estar al tanto de sus contenidos potencialmente susceptibles a la sensibilidad de grupos política y religiosamente conservadores, decidió, a pesar de ello y con conocimiento de causa, realizar el proyecto en plena boca del lobo. Según el artista, Belmar le habría comentado sobre el interés en el proyecto, que su intención era causar ruido. Sin embargo, fue por lana y salió trasquilado. En un comunicado público que circuló por redes sociales luego del cierre anticipado de la exposición, Gonzalo Tapia corrobora que “pese a haber estado de antemano al tanto de todo lo que se iba a presentar, y a sabiendas de lo que podía pasar, OMA decidió desentenderse de lo sucedido y hacer como si aquí simplemente no hubiera pasado nada”.

Arte, cultura y libertad de expresión

Los lamentables efectos derivados de la exposición ¡Hasta el reino de la mierda eterna! no son ninguna novedad dentro de la historia del campo cultural chileno, posterior al retorno a la democracia. Remontémonos a principios de los 90 y hasta los primeros años de la década siguiente, cuando se llevó a cabo el proceso de reinstitucionalización del campo cultural, otrora asediado por el gobierno dictatorial. Allí, cuando aún no existía formalmente un Ministerio de las Culturas y las políticas del sector dependían de apenas una subdivisión del Ministerio de Educación, se desataron una serie de escándalos de magnitud pública relativos a los límites de la libertad de expresión.

Esbozando una somera panorámica de esos años, podemos recordar la censura a Gloria Camiruaga en el contexto de la exposición Museo Abierto (1990), que derivó en una incendiaria performance del colectivo Las Yeguas del Apocalipsis en el frontis del Museo de Bellas Artes. Pocos años después, luego de las primeras políticas de fomento a la cultura traducidas en FONDART, el artista Juan Dávila y el escritor Juan Pablo Sutherland estuvieron envueltos en polémicas donde sus obras fueron juzgados por grupos de todo el espectro político.

Esos, y otros casos –entre los que también se encuentran “La casa de vidrio” (2000) y la obra de teatro Prat (2002)– fueron blanco de críticas provenientes de sectores conservadores, nacionalistas y religiosos, además de haber tenido gran cobertura e impacto en medios impresos y televisivos. Ambas características de la producción cultural local en el contexto de la Transición a la democracia –críticas a la libertad de expresión y alcance mediático– brillan por su ausencia hoy: una época donde la mayor parte de la producción artística es completamente inofensiva, el periodismo cultural se encuentra casi extinguido y los escándalos semanales se reducen a discusiones de grueso calibre entre vedettes, concubinas de futbolistas y chicos reality caídos en desgracia.

Nivia Palma, quien estuvo a cargo de la coordinación nacional de FONDART entre 1993 y 2002, fue consultada sobre el resguardo de la libertad de expresión en el contexto de las políticas culturales de la Transición a la democracia. Al respecto, y en vista de las reacciones violentas manifestadas por grupos de derecha, Palma recuerda que “en esa época, luego de 17 años de dictadura, se estaba reconstruyendo la idea de respeto a la libertad de creación y no censura. Entonces, sectores más conservadores y de derecha reclamaban mucho en contra de la política pública de respeto a esa libertad de creación del Fondart, les parecía inaceptable. Muchas veces fuimos acusados de inmorales”.

Eso, a propósito de un período de la historia nacional en el que se transitaba lentamente desde una dictadura a una democracia “protegida” en la que aún circulaba el fantasma de la vigilancia y la censura que determinó el acontecer cultural de la época anterior. Hoy, transcurridos treinta años desde el retorno a la democracia, Nivia Palma opina que “es fundamental recordar que hay principios centrales para cumplir en cualquier sociedad que pretenda ser democrática: libertad de creación y expresión, y no censura. El arte y las diversas manifestaciones culturales sólo tienen como límite el respeto a la dignidad humana, la integridad física y el respeto a los derechos humanos”.

Considerando la polémica desatada a raíz de la exposición de Gonzalo Tapia y la negligencia de galería OMA a la hora de asumir los costos involucrados, en contraste con la opinión de Nivia Palma, surge la pregunta por la importancia que merece la libertad de expresión en contextos democráticos.

En ese sentido, Alessandra Burotto –Secretaria Ejecutiva de Artes de la Visualidad del MINCAP– señala que “la libertad de expresión es un derecho, un principio basal de democracia cultural, que el Estado, a través de sus políticas, debe proteger y promover. La manifestación de este valor social es especialmente innato a la creación, precisamente por el sentido intelectual de la propia creación artística, ¿qué sentido podría llegar a tener un arte condescendiente?”.

Justamente es allí donde recae el peso político de la obra de Gonzalo Tapia, ya que propone una lectura de la historia reciente que provoca disenso entre sus potenciales espectadores. El conjunto de piezas de la exposición ¡Hasta el reino de la mierda eterna! no revela ninguna información que sea desconocida, no desclasifica ninguna verdad que no pueda corroborarse a través de una simple pesquisa en Internet. Lo que causa controversia son las operaciones visuales, la alegoría mediante la cual el artista procesa esos datos ya sabidos.

Al respecto, sobre las posibles controversias que puede provocar el arte contemporáneo, Burotto agrega que “nos gusta pensar que una sociedad moderna se construye sobre el principio de la libertad de opinión; sin embargo, a menudo olvidamos que ejercerla supondrá en mayor o menor medida una controversia subjetiva, interpersonal o colectiva. Particularmente el arte, en tanto forma de expresión estético-política que toma cuerpo y lugar a través de una multiplicidad de medios, prácticas y lenguajes que nos interpelan desde nuestra propia contemporaneidad, actúa como un disparador de diversas lecturas y muchas pueden resultar incómodas, irritantes o incomprensibles a primera vista”.

“La seguridad de las personas está antes que todo”

Finalmente, sobre la clausura precipitada a la exposición de Gonzalo Tapia en un espacio de exhibición gestionado por privados, en contraste con las políticas públicas que deberían garantizar la libertad de expresión en contextos democráticos, es necesario preguntarse por el rol y la responsabilidad que juegan quienes se dedican a administrar dichos espacios de circulación, claramente susceptibles a polémicas como la ya narrada extensamente. Si desde el Estado se han promovido políticas culturales encaminadas a la defensa de la libertad de expresión, en simultáneo a la aparición de corporaciones, gremios y empresas privadas que se dedican a la gestión cultural, resulta insoslayable, de perogrullo, que dichos agentes respeten garantías mínimas, por lo demás consignadas como derechos humanos inalienables.

¿Están acaso las galerías de arte funcionando bajo los parámetros que deberían regir la sana convivencia en el contexto de una sociedad democrática? ¿Cuál es su posición frente al Estado y los derechos de trabajadores culturales como los artistas? Si afirman estar de parte de los intereses de los agentes culturales y la defensa del arte contemporáneo ¿Porqué no son capaces de enfrentar con vehemencia los ataques provenientes de grupos ligados al poder religioso y económico, cuando a raíz de ello peligra la integridad de un joven artista?

Al cierre de esta edición, se contactó a galería OMA para conocer los motivos involucrados en las decisiones posteriores a la inauguración de la muestra de Gonzalo Tapia. Vía correo electrónico, indicaron que “tenemos que velar por la integridad de las personas que convocamos, ya sean artistas, curadores, visitantes, colaboradores. Para nosotros la seguridad de las personas está antes que todo”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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