
No se acaba hasta que se acaba: sobre “La afición”, de Martín Cinzano
La afición a los deportes siempre será superior a la afición a la literatura. A un librero latinoamericano lo contratan para sumergirse en el Getty Research Institute, de Los Ángeles, California, con el fin de escudriñar en el archivo personal del poeta Enrique Lihn, quien alguna vez propuso la ingeniosa formula de buscar la realidad desde dentro de un espejo y no al revés, como indica la sensatez de lo evidentemente insensato. Digamos, entonces, que el librero se lanzó a esa encomienda para rejuntar las huellas que constatan la amistad epistolar de Roberto Bolaño y Enrique Lihn, dos seres poseídos por la literatura, incapaces de dominar un balón o de conectar un jonrón, por supuesto, aunque uno de ellos pregonó que en 1962 le había atajado un penalti a Vavá, ni más ni menos, en un entrenamiento del “Scratch du oro”, camino a su segundo campeonato mundial.
La afición a los deportes puede llevar a la aflicción, sobre todo cuando el fanatismo desaforado impera en el espíritu de los aficionados. Ver el llanto inconsolable de un macho ante la derrota de su club es una escena patética, sin lugar a dudas, pero tiene raíces profundas en la afección incondicional que estos plañideros tienen hacia el equipo de sus amores, y que suele convertirlos en lo que no son en sus vidas cotidianas, cuando la derrota les da sus ramalazos. Estas reacciones son territorios realmente insondables para quienes viven el deporte como una práctica donde el triunfo y la derrota no es lo esencial. “Ganamos, perdimos, igual nos divertimos”, cantaban unos niños, que llenos de barro y pateando un balón se cruzaron con Eduardo Galeano en la costa del Mediterráneo. Lecciones en un mundo donde ganar es una obsesión y la derrota una afrenta que humilla al amor propio. Todo esto no contradice (pero si piensan que sí contradice no me hagan caso), las abundantes y sesudas explicaciones sobre las motivaciones que inducen a los fanáticos para transformarse en monstruos o niños a los que le arrebataron su globo, muchas de ellas tan profundas que uno puede justificar cualquier arrebato de insensatez.

Antes de abrirnos la puerta para entrar en las 12 crónicas que reúne en La afición*, su autor se pregunta si la afición a un deporte es “una costumbre salvadora o una maldición”. Él mismo ofrece la respuesta, que por lo demás refleja el sentimiento que todos los aficionados del planeta tienen hacia los deportes: nos ata al mundo o nos vuelve unos parias de la derrota.
Una vez abierta la puerta, Martín Cinzano comienza a relatar historias con una sencillez que no sólo es capaz de entretener, sino de invitarnos a reflexionar sobre los caminos de la vida. Lograr este propósito, voluntario o involuntario, necesita de lo más preciado que todo escritor tiene, aunque no siempre lo reconozca: su autobiografía, por lo menos en términos literarios.
La portada deja ver el lugar que tiene en este libro “El rey de los deportes”, como dicen que definió al béisbol el rey de la relatividad, Albert Einstein. Esto no es casual y tiene todo que ver con la biografía de Cinzano, que desde los seis años comenzó a formarse en los diamantes de Iquique, Tocopilla, Arica, Antofagasta, María Elena y San Antonio, durante los campeonatos infantiles en un país como lo es Chile, donde un gol tiene la fama de la cual carece un jonrón. A finales de los noventa del siglo pasado, cuando cubanos y venezolanos llegaron al sur del Continente para impartir cátedra, Cinzano aprendió que en el béisbol, como en la vida, es vital relajarse y simular que todo está bajo control. En 2005, al mes de llegar a México, tuvo la insólita vivencia de integrar una novena, en la Facultad de Filosofía y Letras, donde el deporte se entremezclaba con lecturas tan inquietantes como las que procuran la amargura de Juan Carlos Onetti o la sapiencia de un hombre como el filósofo alemán Martin Heidegger, para quien la nada es la base sobre la que se construye el ser, que no se por qué me recuerda esa célebre frase del legendario cátcher de los Yankees, Yogui Berra: “Esto no se acaba hasta que se acaba”. Filosofía de la buena.
Los deportes le sirven a Martín Cinzano para presentarnos a esa cofradía que, de una manera u otra, todos tenemos en la vida, y que la integra esa pandilla de nuestras andanzas cotidianas, que en este caso se van haciendo a base de brazadas en el agua, brindis furtivos, madrugadas insomnes, raquetas y canchas de alquitrán, cascaritas callejeras… Las doce crónicas que construyen La afición, son, para decirlo sencillamente, una manera plena de volarse la barda. Cinzano tiene ese don milenario de saber contar el cuento.
Para muestra de lo que este volumen puede depararnos, he aquí el principio de una de las crónicas más desorbitadas y fantasiosas, a la vez que plenamente inquietantes, “Goles que no ví”, una pieza que nos incita a buscar en nuestra memoria algunos de esos instantes que pasaron de largo ante nosotros y que sin embargo dejaron su impronta en alguna de nuestras células o neuronas, y que probablemente hasta modificaron nuestra vida:
El fotógrafo Benoit Grimalt hizo el recuento de las fotos que no hizo (la de su papá con bigotes, el gol de Maradona con la mano, Buñuel, Nueva York, un huracán, etc.) y con ese material publicó la bellísima serie 16 fotos que no tomé, postales dibujadas que Grimalt lanza al mundo apiladas dentro de uno de esos sobres en que los laboratorios entregan -o entregaban- las fotos. Si se nos ocurriera embarcarnos en un recuento de todas las cosas no sólo que no fotografiamos sino, más terrible, que ni siquiera vimos, la lista no cabría en sobre alguno y seguramente acabaríamos mal, o peor: con una suerte de especulación peligrosa acerca del sentido de la vida como ausencia.
La afición a los deportes siempre será superior a la afición a la literatura. A un librero latinoamericano lo contratan para sumergirse en el Getty Research Institute, de Los Ángeles, California, con el fin de escudriñar en el archivo personal del poeta Enrique Lihn, quien alguna vez propuso la ingeniosa formula de buscar la realidad desde dentro de un espejo y no al revés, como indica la sensatez de lo evidentemente insensato. Digamos, entonces, que el librero se lanzó a esa encomienda para rejuntar las huellas que constatan la amistad epistolar de Roberto Bolaño y Enrique Lihn, dos seres poseídos por la literatura, incapaces de dominar un balón o de conectar un jonrón, por supuesto, aunque uno de ellos pregonó que en 1962 le había atajado un penalti a Vavá, ni más ni menos, en un entrenamiento del “Scratch du oro”, camino a su segundo campeonato mundial. La encomienda, en realidad, fue un disfraz que le sirvió al librero, cazador de primeras ediciones, para cruzarse al otro lado del espejo, en busca de lo que verdaderamente le importaba: “comparecer en el Dodger Stadium de Los Ángeles para el partido inaugural de la postemporada”, o en el Oracle Park de San Francisco, donde los Giants recibirían a los Reds de Cincinatti, o en el Petco Park de San Diego, donde las cervezas cuestan entre 226 y 278 pesos mexicanos, y donde en aquella ocasión los Padres se enfrentarían a los Chicago Cubs. Obstinado, el librero. Casi todo esto se cuenta en esa modesta, pero a la vez poderosa Odisea llamada muy apropiadamente “Shipwreck”, que en español quiere decir naufragio. Cinzano se esmera en arrojarnos a un viaje onírico donde todos salimos ganando: lectores, lectoras, aficionados y aficionadas.
Ficha técnica:
*La afición, Laurel, Santiago de Chile, 2023. 140 pp.
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