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Se me ocurrió que era el primer hombre: sobre “Viajando al sur desde el Estrecho de Magallanes” CULTURA|OPINIÓN

Se me ocurrió que era el primer hombre: sobre “Viajando al sur desde el Estrecho de Magallanes”

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Juan Pablo Pereira G.
Por : Juan Pablo Pereira G. Poeta y traductor. Escribió Blácbuc (2010) y tradujo Definición Hermética, de H.D. (Overol, 2017). Ha escrito reseñas y críticas en diversos medios digitales y físicos, así como diversos prólogos y presentaciones de poesía chilena. Actualmente trabaja en traducciones de W.S. Merwin, Paul Blackburn y Alexander Pope entre otros.
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No sé si este en verdad es el libro de la tristeza que su lectura me provocó y que, injustamente, le imputo. La noción misma de la aventura en el libro llevará a otro lector, más londoniano o salgariano que yo, a la exultación del encuentro con lo aún casi salvaje. Un libro de Rockwell Kent.


Desde una perspectiva superficialmente histórica, los libros parecen vivir, persistir, decaer, morir y renacer con las épocas; a veces la suya; a veces, prolongada o brevemente, las que le siguen. Los motivos potencialmente, pero rara vez incontables de su permanencia son quizá análogos a lo que entendemos para las vidas humanas, en la especie de una suerte de animación, el insuflado de sentido que imaginamos para en lo que, estrictamente, no es más que cosas que recogen unos signos. Palabras que describen tal vez algo.

Pero intentaré poner tentativamente, ocasionalmente de cabeza esa aproximación –vitalista, organicista, pesimista, ¿conservadora?–, atenuándola. Toca acercarse a este libro en concreto, Viajando al sur desde el Estrecho de Magallanes (Pehuén Editores, 2023), del artista estadounidense Rockwell Kent (1882-1971), que tantea y reconecta destellos de una memoria magallánica, moviéndola un poco hacia la luz de la atención de lectores con miríadas de motivos para ignorar tanto este libro como dicha memoria.

Cabe resaltar al acto editor de Pehuén, a cargo de Fielding Dupuy, Catalina Valdés, Amarí Peliowski (además traductor) y Samuel García-Oteíza: hay cuidado y erudición en la edición –ilustrada y paginada como la original en inglés, acompañado de varios e iluminadores ensayos sobre Kent, este libro y su contexto–, lo que impide la opacidad de una lectura que sólo la confine en su época, neutralizándola allí.

Este es un libro de viaje escrito hace un siglo, por alguien que vino a un lugar –entonces y ahora, todavía tentativamente Chile– y describió algo que tal vez se parezca a lo que vio. Lo que vio, por cierto, está perdido para siempre. Eso lo sabemos por otros libros como este, antes y después. Este libro es denante, de un antes que tenemos, paradójicamente, redivivo, prenda de esa pérdida que nos muestra.

Podrá interesar también la figura de Rockwell Kent: neoyorquino –del estado, no la ciudad–, artista, radical, trascendentalista (“I want the elemental, infinite thing; I want to paint the rhythm of eternity”, nada menos), se dedicó a la exploración como extensión de su trabajo artístico, profusamente recogido en este libro; de modo poco sorprendente, eventualmente ilustraría Moby Dick.

El desgaste de la noción misma del viaje de aventuras es un posible obstáculo para la lectura de este libro. También cierta data en la narración: el amplio catálogo de valores, por así decirlo, leñadores, cazadores y balleneros, propios de la optimista arrogancia del Occidente forzándose sobre el mundo, reescribiéndolo con hachas y arpones, quiéralo el mundo o no. Es que la idea de la narración de la exploración de los canales fueguinos por parte de un artista norteamericano, a principios del siglo XX, ¿qué puede tener por decirnos, un siglo después? El mundo ha estallado repetidas veces desde entonces, la noción misma de exploración –al menos física– está circunscrita ahora a los fondos abisales o el espacio –fuera de este globo, cansado y manido.

Pero no fue así desde siempre. Reducida la travesía entre nosotros al turismo o la vanidad del dinero ocioso –parecidos, a veces lo mismo–, la narración de Rockwell Kent de su recorrido por los canales patagónicos supone un rescate legible desde, al menos, dos enjambres de posibilidad.

Uno es el, si se quiere, literario: la narración de la memoria de esa travesía, es decir, la de la no necesariamente confiable (el mismo Kent nos advierte) bitácora de la exploración austral, un tanto caprichosa y gratuita, feliz y angustiosa, repetidamente sobrecargada de descripción: si se me permite la arbitrariedad, casi accidentalmente Chile en su materia, estadounidense como Kent en su forma.

Los lugares tocados (ya) no son ignotos. En un momento del libro, Kent se cuenta a sí mismo, probándolo: “[e]stando sentado ahí en noble soledad, se me ocurrió (la cursiva es mía) que era el primer hombre en haber escalado esa cumbre” (pág. 102). Lugares rara vez visitados por hombres blancos, salvo los residentes e invasores: duros, a veces brutales explotadores de la rápida desaparición de lo local: los bosques, la fauna, los indígenas, todos en declive. Kent –ampuloso a ratos pero entusiasta contador de su aventura, quizá voluble manipulado y manipulador de lo que cuenta, entre orgulloso, vergonzante e inocente– resulta extremadamente confiable, quizá por darlo por sentado, en ejemplificar la para nosotros angustiosa, rápida acumulación de la destrucción como capas de pasado: los asentamientos, puertos, estancias y misiones de la región, en muchos casos ya en su segunda o tercera muda, asentándose sobre sucesivas quemas, erradicaciones, matanzas y cacerías.

Si otros narradores de lo austral –Coloane es un tanto ineludible como comparación– intentan hacernos llegar, ficción o no, al encuentro de lo salvaje con la brutalidad de la civilizado, Kent llega a observar participante los resultados de esa colisión, la chamusquina rápidamente reconstruida encima con palos, clavos, rifles y perros.

Lo anterior ya nos ha deslizado hacia la posible segunda apertura de este libro: la presentación de una arista de la historia magallánica que podrá o no contribuir a otra narrativa, la de la audacia y curiosidad como motores de esa historia, tan caro todo eso al país romantizado del estado-nación. La simpatía o no que provoque ese intento es la que sea compatible con la propia disposición de un lector determinado; no es culpa de este libro, pero no provoca la mía. Creo que un libro como el de Kent puede tranquilamente ocupar su lugar en el estante de la “historia magallánica”, sin necesariamente doblar la combada tabla que sostiene esos libros, sin encabritarla ni socavarla. Si eso es deseable, no me corresponde juzgarlo a mí. Al menos no contribuye a una amnesia: por lo pronto, incomoda hasta la necesidad de no ignorar el contraste que ilumina con la súbita exposición de lo destruido desde entonces, cuando Kent navegó estos canales.

No sé si este en verdad es el libro de la tristeza que su lectura me provocó y que, injustamente, le imputo. La noción misma de la aventura en el libro llevará a otro lector, más londoniano o salgariano que yo, a la exultación del encuentro con lo aún casi salvaje, a la inmersión casi pictórica en la descripción de un mundo eclosionando ante los ojos magallánicos de Kent; es decir, ahora los míos también después de este libro, siquiera por un rato (y la descripción de senos, islas, puertos, cerros, glaciares, barcas, casas, chozas, humanos y animales vivos y murientes es amplia y generosa en este libro). Puede que la mancha del tiempo como efeméride –son cien años exactos desde este libro– fuerce en mí una especie de terror historizante, compulsivamente empujándome al balance entre entonces y ahora. Pero cabe imaginar a otro lector, un lector feliz que se embarque con Kent, navegue, naufrague y departa con los colonos que avanzan como el fuego, con los alacalufes que huyen con y como los glaciares. Y pueda, por un momento, como un niño o un explorador, volver sin desgarro a un tiempo anterior a la pérdida. Mis parabienes a ese hermoso lector.

Ficha técnica:

Viajando al sur desde el Estrecho de Magallanes
Rockwell Kent
Traducción de Amarí Peliowski
Edición de Fielding Dupuy, Catalina Valdés, Amarí Peliowski y Samuel García- Oteíza
Pehuén Editores, Santiago, 2023
300 páginas

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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