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“Nostalgia del desastre” de Constanza Michelson: mirar las cosas hasta el final CULTURA|OPINIÓN

“Nostalgia del desastre” de Constanza Michelson: mirar las cosas hasta el final

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Esta reseña fue leída por la escritora María José Viera-Gallo en el lanzamiento del último libro de Constanza Michelson.


 

  1. La última vez que leímos a Constanza Michelson, fue en algún lugar de la noche. Las sirenas habían dejado de sonar. Los muertos, de contarse. Las mascarillas eran deshechos de arte olvidados en la vereda. El estallido social se había convertido en un triste aullido que penaba entre las ruinas de un futuro que no llegó; los fantasmas del fascismo aparecían a pleno sol como si nada.

Si en Hacer la noche, la autora se refugiaba -y nosotros con ella- en el lenguaje nocturno, un lenguaje que definía como un pensar lento, literario e inconsciente, en Nostalgia del desastreviaja a un tiempo anterior al de la noche, -el de la aurora o del génesis- para intentar responder las preguntas que dejaba abiertas en su anterior libro de ensayo: ¿Cómo dormir si no hay amanecer? ¿Cómo no convertirnos en cadáveres despiertos?

Joan Didion tal vez tenga una respuesta: «Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir.

 

  1. La historia que nos va a contar la narradora de Nostalgia del Desastre, y que se cuela entre sus reflexiones ensayísticas, se sitúa en el fin de la familia, el fin de la dictadura, el fin de los sofocantes años 80s, marcada por un suceso en que se ve “eso” que no se debe ver y que nos altera para siempre.

En esta historia hay una niña, un padre, una madre y entre ellos, el disparo de una bala no tan loca.

Violencia intrafamiliar, femicidio fallido, abuso patriarcal, crónica roja, son términos demasiado fríos para narrar eso que provoca en la narradora el fin de su inocencia y el despertar de su yo. La autora describe este rito de pasaje obligatorio, como una caída, un nacimiento psíquico, sin jamás pensarse a sí misma como una víctima.

“No sé si se puede nacer lento, sin disparo”, reflexiona. “Aunque el preámbulo sea despacio, sutil, dubitativo, hay un punto de inflexión, de choque y catástrofe; se nace o no se nace. No se puede nacer un poco”.

La ausencia de sentido de lo que se vive en un determinado momento, la no-palabra, es lo que hace posible la literatura y culmina en este libro, el más literario de la obra de Michelson, mitad ensayo de crítica cultural y mitad autoficción, que reflexiona libremente sobre las heridas del mundo de hoy, mostrando por primera vez su herida autobiográfica.

No es usual que una psicoanalista desarticule un episodio de su vida ante nuestros ojos. Una psicoanalista es una sacerdotisa que hace posible que otros se narren. Su función es la de escuchar. Entreleer. Y desaparecer. Todos quienes han pasado por el diván hsn fantaseado con revertir los roles, enmudecer en el relato de otro.

Pero escribir es lo contrario a desaparecer, es un acto de presencia, es convertirse en otro -el Je est un autre de Rimbaud-, y como dice Annie Ernaux, obedece al deseo de querer “mirar las cosas hasta el final”.

Para mirar las cosas hasta el final, y en el caso de este libro, desde el final, la autora cuelga su traje de sacerdotisa y se hace transparente.

“Si se habla de manera anónima u oculto en el nosotros” dice explicando su intromisión,“dejamos de ser responsables, por lo tanto, libres”.

Y más adelante:

La libertad es dotar de sentido a lo que se hace, responder al pedazo de mundo al que nos debemos.

Tal vez de eso se trate de escribir, de ser simplemente libres.

 

 

  1. Todos quienes escriben tarde o temprano tropiezan con ese pedazo de mundo al que nos debemos que es la familia, nuestros padres y nuestra infancia.

La literatura le permite a Constanza Michelson mirar las cosas hasta el final desde un ángulo abierto, sabiendo, tal como nos dice, que la perspectiva y la narración dosifican el espanto.

Deconstruye ante nuestros ojos la escena en que la banalidad del mal entró a su casa- no para volvernos pasivos voyeristas sino para despertarnos a nuestra propia escena de terror.

Hace no mucho, Chile despertó, luego anduvo insomne y ahora se durmió. Me gusta pensar en un libro como éste que pueda devolvernos a la vida. Un libro que sea un arca que nos lleve a otro lugar, a un más allá distinto del acá. Para tener derecho a renacer, a tener otra vida, tal vez no sea necesario escribir constituciones sino atravesar las aguas de la muerte, subirnos al barquito de madera de Caronte y cruzar el río.

Creo que Nostalgia del desastre es eso lo que hace: sumergirse conscientemente en la oscuridad, regresar al igual que Dante, del infierno, para desde ahí, intentar encontrar una salida hacia un mañana.

El infierno descrito por Michelson es una zona intermedia y de tránsito, más bien un purgatorio, un estado de excepción que la niña experimenta después de ver “eso” y que con el tiempo se transforma en una sensación de extrañamiento. “La sensación de que el mundo se volvía anómalo se asomaba cada verano aburrido, encada ruptura sentimental, en cada fin de etapa…”, constata la mujer ya no niña.

Tras el disparo, la cotidianeidad pierde su textura, sólo queda el deseo de huir de la infancia, de esperar ser grande, de tener 50 años y refugiarse en la noche.

Nosotros también queremos que la niña crezca, que deje de esconderse en el colegio, que no sea presa de hombres con olor a gel a la entrada de la disco, que deje de ser hija, que re-nazca y escriba libros. Queremos que recupere la palabra que el horror le robó, y empiece su ascenso al cielo, que no es lo mismo que decir paraíso.

 

  1. Me gusta pensar en los libros escritos por Constanza Michelson como “biografías no autorizadas” sobre una misma pregunta formulada al final de Nostalgia del Desastre: ¿Cómo es posible seguir creyendo cuando hemos visto todo?

Me gusta pensar en libros de otras hijas que la autora incluye en el propio como hermanas de lo siniestro, libros que corren el tupido velo -como el de Pilar Donoso-, que dicen muerte- de Josefa Ruiz Tagle-, que nombran la vergüenza -Annie Ernaux-, que no quieren ser hijas de la revolución, ni del nazismo, libros en contra y en nombre del padre, de padres héroes, villanos, ausentes, locos o venenosos. Padres-niños que regalan llamas de mascota en vez de gatos o perros.

“Los hijos”, nos dice la autora, “son lo que queda de la guerra”. “Todos somos hijos de alguien, y todos heredamos historias, verdades a medio construir, silencios raros, líneas que faltan, también líneas excesivas, casi imposibles de digerir. De algún modo, cada hijo se encarga, lo sepa o no, de tener que elaborar una verdad. Traumados o no, las historias comienzan tras caer”. Y más adelante agrega: “Que algo o alguien se vuelva ruina no significa que haya muerto. Son historias que, acabadas, no acaban. Son duelos inconclusos”.

En un mundo en ruinas, un mundo que se siente muerto o al menos desahuciado, como el que habitamos, un mundo aniquilado por rizes y ravotriles Michelson propone despertar del hastío con un particular electroshock: dándole un abrazo al horror.

 

  1. ¿Se puede sentir nostalgia del fuego, del caos, del desastre, de las caídas? La pregunta atraviesa todo el libro sin dar una respuesta. Como siempre Constanza Michelson renuncia a tener la última palabra, y prefiere volver a intercambiar de sillas, y hacernos participe de la conversación. Se me ocurren algunas cosas.

Entre sentir y no sentir, sentir.

Entre ver y no ver, ver, ver el horror en Gaza, siempre ver.

Entre expedientes judiciales y la literatura, la literatura.

Entre la verdad y el arte, el arte.

Entre la estatua del General Baquedano y Elena Caffarena, tal vez prescindir de las estatuas.

Entre el rascacielo y la ruina, la ruina.

Entre la memoria y el olvido, la memoria y el olvido.

Entre una torta recién hecha y una deshecha, como la portada de este libro, la deshecha.

Entre la somnolencia, la repetición y el hastío, el desastre.

Entre el desastre y su nostalgia, su nostalgia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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