
Hablar bonito, pensar ajeno: cuando el idioma también se coloniza
Decís “team”, “deadline”, “love bombing”, “fashion” y creés que suena mejor. Pero suena a otra cosa: a sumisión elegante. Porque perder el idioma es empezar a pensar con la voz del otro.
No nos conquistaron otra vez con armas. Nos conquistaron con adjetivos en inglés, con hashtags, con frases prestadas que suenan cool. Y lo peor: nos dejamos. Porque creímos que decirlo en español era lento, pobre, poco profesional. Como si pensar con nuestras palabras fuera pensar con retraso.
No se trata de purismo lingüístico. Se trata de colonización simbólica. De un proceso silencioso donde el vocabulario se convierte en mapa de obediencia. Se dejó de hablar del alma y se empezó a hablar de mindset. Ya no se ama: se hace love bombing. Ya no se despide: se aplica un feedback. Ya no se vive: se matchea, se datea, se postea, se produce contenido.
El lenguaje dejó de nombrar la realidad. Ahora repite modas. Y en esa repetición se pierde algo más que palabras. Se pierde soberanía. Porque el idioma no solo transmite ideas: estructura la forma de sentir. Nos enseñaron que decir “centro comercial” es vulgar, pero “mall” es aspiracional. Que decir “meta” es poco, pero “goal” suena a proyecto. Que si no hablás como influencer, no sos parte del mundo.
Así se instala la obediencia: por sonido.
Ya no se dice feria, se dice pop up store. Ya no sos buena onda, sos cool. Ya no te da vergüenza: te da cringe. Y si algo no te gusta, no lo rechazás: lo cancelás. En esta nueva jerga de cartón importado, todo suena moderno y vacío.
Nadie nos obliga. Nadie nos lo impone. Simplemente, lo decimos porque todos lo dicen. Y sin darnos cuenta, renunciamos a las palabras que nos nombraban. A las que tenían historia, acento, barrio. Palabras que venían cargadas de afectos, de pueblo, de calle. Y las cambiamos por un diccionario global sin raíces, sin memoria.
Y es que el lenguaje ya no se hereda: se descarga.
Ahora los niños no juegan. Juegan challenge. No conversan: hacen lives. No se enojan: están cringe. No están tristes: tienen un breakdown. Y el adulto, en vez de enseñarles palabras, les pone subtítulos a su vida en forma de reels.
¿Y quién gana con esto? El sistema. Porque el que no puede nombrar el mundo, no puede cambiarlo. El que no conoce su idioma, no conoce su historia. Y el que repite slogans importados, también repite formas de ver, de amar, de consumir y de obedecer.
Cada vez que decimos love bombing en vez de manipulación afectiva, le quitamos fuerza a nuestra propia crítica. Porque cuando no usamos nuestras palabras, también se nos escapa nuestra rabia. Nuestra claridad. Nuestra rebeldía.
Como diría Fanon, la colonización no termina cuando se recupera el territorio, sino cuando se recupera la lengua. Porque el lenguaje no es solo una herramienta. Es una frontera. Una defensa. Un espejo.
Ahora decir coach suena más legítimo que decir estafador emocional. Decir deadline es más importante que decir límite. Decir team es más comprometido que decir grupo. Como si cada extranjerismo trajera una tarjeta de presentación invisible que autoriza, que eleva, que diferencia.
Y ahí está la trampa: en hacer que nuestras propias palabras nos suenen pobres.
La colonización no terminó con la independencia. Se refinó. Ahora no necesitamos ser invadidos. Nos basta con subirnos al trend, con seguir el flow, con ser parte del mood. Y todo eso —dicho así, en ese idioma que no es nuestro— parece libertad. Pero es formato.
Y ese formato no piensa. Solo repite.
Por eso, defender el lenguaje no es nostalgia. Es resistencia. No se trata de hablar bonito. Se trata de pensar libre. De recuperar el derecho a nombrar con nuestras palabras, nuestras emociones, nuestras ideas. De evitar que nos vendan obediencia disfrazada de estilo.
Porque si el lenguaje es prestado, el pensamiento también lo será.
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