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“Denominación de Origen”: la dignidad según una longaniza

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Ricardo Carrasco Farfán
Por : Ricardo Carrasco Farfán Director del Instituto de Altos Estudios Audiovisuales Universidad de O’Higgins (UOH)
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Podrá hablar de embutidos, pero lo que en verdad está en juego aquí es el derecho a tener un lugar. A ser visibles. A que el país no se reduzca a unos pocos nombres conocidos, sino que se reconozca también en sus márgenes, en sus sabores, en sus luchas pequeñas pero profundamente humanas.


En el Chile de hoy, una longaniza puede decir más sobre la estructura del país que un tratado de sociología. Y Denominación de Origen, el notable documental dirigido por Tomás Alzamora, lo demuestra con una maestría inusual. Lo que comienza como una historia aparentemente pequeña —la disputa por un título gastronómico entre dos localidades del sur de Chile— se transforma, ante nuestros ojos, en una alegoría lúcida y provocadora sobre el país que hemos llegado a ser.

En San Carlos, una comunidad rural cuyo nombre rara vez aparece en los medios, un grupo de vecinos se organiza para exigir el reconocimiento de lo que consideran suyo por derecho histórico: la longaniza. La chispa del conflicto es absurda en apariencia, pero profundamente simbólica. Se trata de una competencia en la que el embutido de San Carlos gana con justicia, pero pierde por tecnicismo. Se desata entonces un movimiento que, más allá de la salchicha, se convierte en una cruzada por el respeto, la identidad y la memoria de una comunidad invisibilizada.

Lo que hace de esta película algo más que un documental pintoresco es su capacidad de iluminar, desde lo cotidiano, las fracturas de un modelo que durante décadas ha impuesto la eficiencia por sobre la pertenencia, el rendimiento por sobre la historia. Sin jamás subrayarlo en exceso, la cinta retrata un Chile profundamente marcado por la lógica neoliberal, donde incluso los símbolos más triviales —una fiesta, una receta, un nombre— se transforman en territorios en disputa.

La gracia del film está en no ofrecer una tesis cerrada, sino en dejar que los personajes y las situaciones hablen por sí solas. En vez de expertos o grandes declaraciones, vemos a vecinos organizándose en la sede social, imprimiendo volantes, armando campañas con humor e ingenio. Allí están Luisa, la gestora cultural convertida en heroína; el DJ Fuego con su energía lúdica; Exequías, con su memoria oral; el abogado idealista que pone la ley al servicio del pueblo. Son figuras entrañables, pero también profundamente políticas: encarnan formas de habitar lo común que resisten al vaciamiento neoliberal.

En su estética, el documental mezcla los códigos del reportaje con los del falso documental, bordeando lo ridículo, pero sin caer en la caricatura. El humor —esa herramienta tan rara vez usada con inteligencia en el cine político— funciona aquí como un vehículo para decir cosas serias sin solemnidad. Nos reímos, sí, pero la risa revela; nos conmueve, pero también nos invita a pensar. ¿Cómo es posible que la voz de una comunidad completa pueda ser desestimada con un tecnicismo administrativo? ¿Qué nos dice eso sobre la manera en que valoramos —o no— nuestras culturas locales?

No es casual que esta historia se desarrolle en regiones, lejos de los centros de poder. En esas geografías a menudo relegadas es donde se libra, día a día, una lucha por el reconocimiento, por el derecho a contar y contarse, por no ser borrados de los relatos oficiales. La centralización, esa vieja enfermedad chilena, se expresa también aquí: no solo en el poder de decidir desde la capital lo que es válido, sino también en la narrativa que borra las memorias periféricas.

Lo que Denominación de Origen pone en escena es una resistencia silenciosa pero persistente. No se trata de grandes gestas heroicas, sino de gestos mínimos, sostenidos por una ética comunitaria que se niega a desaparecer. Frente a la fragmentación que impone el mercado, frente a la lógica del “sálvate solo”, emerge aquí otra forma de hacer política: una política desde la ternura, desde el vínculo, desde la memoria.

En un país que ha hecho del individualismo una virtud y del olvido una estrategia de sobrevivencia, este documental apuesta por lo contrario: por la memoria encarnada, por el relato común, por el derecho a decir “esto es nuestro” sin que eso suene a provincialismo o resentimiento. Y lo hace sin nostalgia, sin romanticismo: con la vitalidad y la irreverencia de quienes no tienen nada que perder, pero sí mucho que recuperar.

Denominación de Origen es, en el fondo, una película sobre cómo se construye el sentido. Cómo una comunidad le da valor a lo que hace, a lo que come, a lo que nombra. Y cómo ese sentido puede ser negado por sistemas que privilegian la marca registrada sobre la historia compartida.

Podrá hablar de embutidos, pero lo que en verdad está en juego aquí es el derecho a tener un lugar. A ser visibles. A que el país no se reduzca a unos pocos nombres conocidos, sino que se reconozca también en sus márgenes, en sus sabores, en sus luchas pequeñas pero profundamente humanas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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