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La revolución de los chalecos amarillos y el liberalismo social Opinión

La revolución de los chalecos amarillos y el liberalismo social

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Benjamín Ugalde
Por : Benjamín Ugalde Doctor en Filosofia, Universidad de Chile
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La lección que nos deja esta crisis a los liberales es que –si no queremos perder la conexión social con los ciudadanos– el liberalismo debe atender a las demandas sociales de un modo innovador y no con una visión política anticuada que propicie más tecnocracia y más planificación centralizada. Por el contrario, debemos buscar un nuevo liberalismo que empodere a la sociedad, a las personas, entregándoles verdadero poder de decisión y evitando la coacción sobre sus vidas, no solo a nivel cultural sino también a nivel socioeconómico.


El presidente de Francia, Emmanuel Macron, se encuentra en una de las peores crisis políticas que haya visto el país galo en mucho tiempo. Macron llegó al poder fruto de una amplia votación (66%) de sectores de centroizquierda y centroderecha para impedir el gobierno de la ultraderecha nacionalista de Marine Le Pen. En un comienzo, su elección parecía auspiciosa para el nuevo liberalismo continental que busca refundar la Unión Europea y sacarla de la crisis en la que se encuentra hace casi ya una década.

El liberalismo de Macron resultaba atractivo para quienes pensaban que este podría remover del letargo a esa inmensa economía estancada, que es Francia, y su enorme aparato fiscal que, bajo gobiernos socialistas y conservadores, prácticamente no ha retrocedido. Sin embargo, a poco más de un año y medio de su elección, un alza de impuestos en los combustibles, impulsada por su gobierno, ha descolocado a sus defensores y ha desatado una batahola de proporciones en la tierra de las revoluciones.

Las protestas se esparcieron rápidamente por toda Francia y alrededor de Europa –en Bélgica y Holanda, particularmente–, con miles de manifestantes en las calles; incluso, los estudiantes secundarios de los liceos galos paralizaron masivamente sus actividades y se plegaron a las protestas contra Macron. Este movimiento social de origen espontáneo, sin jerarquía ni cabeza política, se ha ganado el nombre de los “chalecos amarillos”, pues sus participantes utilizan la distintiva prenda de ese color que los automovilistas deben usar en caso de emergencia en Francia, al igual que en nuestro país.

Con un apoyo ciudadano cercano al 75%, la mayor parte de los analistas concuerda en que este movimiento diverso representaría fundamentalmente a una extendida clase media francesa hastiada por el exceso de impuestos que los acongoja, día tras día, en uno de los países con las más altas tasas de fiscalidad del mundo (cerca del 50%).

El liberalismo de Macron –de marcado corte tecnocrático– ha justificado el alza de impuestos en un cambio de matriz energética para disminuir el cambio climático. Las autoridades francesas han señalado, en este sentido, que el diésel produce “externalidades negativas” que deben ser gravadas con un mayor impuesto, idea impulsada por la teoría económica “mainstream” y conocida también bajo el nombre de “impuestos pigouvianos”. Pero esta idea –a primera vista positiva, pero económicamente muy discutible, como históricamente lo ha planteado la Escuela Austriaca de Economía– no ha calado en la sociedad francesa.

El ciudadano común, la clase media, percibe justamente lo contrario; a saber, que un aumento de los impuestos sobre los combustibles es tremendamente perjudicial y deteriora aún más su escuálido presupuesto. Con ello, los franceses han demostrado que, si la idea ilustrada y ampliamente refrendada en los foros internacionales por Macron de “salvar el planeta” gravando las “externalidades negativas”, se impulsa a costa de los ciudadanos imponiéndoles una fiscalidad más onerosa, ella no solo está destinada a fracasar políticamente, sino también a pavimentar el camino a los liderazgos populistas y nacionalistas que pululan hoy en el mundo entero.

En vez de educar, promover y propiciar exenciones tributarias a las fuentes menos contaminantes, los expertos estatales han determinado que la mejor forma de combatir el calentamiento global –el que, por lo demás, es un problema serio y real– sería aumentando los impuestos. Y la verdad es que no puede haber mucha sorpresa. El Estado moderno siempre necesita más dinero y está ávido de recursos para poder sostener la burocracia estatal y las promesas del bienestar que políticos de pocos escrúpulos impulsan, endeudando a países enteros en más de un 100% de su producto interno bruto anual.

Precisamente, en este sentido, el filósofo alemán Peter Sloterdijk planteó –tempranamente en el año 2009– que la crisis de la deuda de los estados de bienestar europeos desataría “una revolución de la mano que da”. En su obra Fiscalidad voluntaria y responsabilidad ciudadana, Sloterdijk realiza una dura crítica al sistema impositivo basado en la coacción, característico de los estados de bienestar modernos, al que llama “la mano que toma”, y propone en cambio una fiscalidad que debería apuntar a sostenerse sobre impuestos voluntarios aportados por los ciudadanos, a quienes denomina “la mano que da”.

Para el filósofo alemán, el gran problema es que el Estado –transformado en un acreedor universal voraz– ha convertido al ciudadano simplemente en un “deudor” forzado de impuestos. Pero, con los niveles de deuda que ostenta la mayor parte de los estados desarrollados, lo ha transformado en un ciudadano “deudor de por vida”. Y aún más, no satisfechos con esto, los tecnócratas estatales han endeudado legalmente no solo al ciudadano actual, también han hipotecado las generaciones futuras hasta llegar a “la expropiación de los no-nacidos” mediante deudas exorbitantes contraídas por los estados para sustentar su aparato burocrático.

Con esto –plantea Sloterdijk– se ha inaugurado lo que denomina una “posdemocracia impositiva” o, dicho de un modo más brutal: “El saqueo del futuro por el presente”. De modo que los mayores acreedores a nivel mundial, hoy por hoy, no son los bancos, sino precisamente los estados. El Estado de bienestar, ávido de recursos, ha endeudado a sus ciudadanos presentes y futuros de manera inconsulta y contra su voluntad.

Esta “revolución de la mano que da” –para usar la expresión de Sloterdijk– de los chalecos amarillos en Europa ha intentado ser detenida por el presidente Macron, comunicando un aplazamiento de seis meses para la entrada en vigencia del nuevo impuesto, pero los manifestantes ya han anunciado que esta moratoria es insuficiente. Está por verse cómo terminará el asunto, aunque las protestas continúan y no se avizora una salida en el corto plazo.

La lección que nos deja esta crisis a los liberales es que –si no queremos perder la conexión social con los ciudadanos– el liberalismo debe atender a las demandas sociales de un modo innovador y no con una visión política anticuada que propicie más tecnocracia y más planificación centralizada. Por el contrario, debemos buscar un nuevo liberalismo que empodere a la sociedad, a las personas, entregándoles verdadero poder de decisión y evitando la coacción sobre sus vidas, no solo a nivel cultural, sino también a nivel socioeconómico. Todo ello, sin que el Estado busque imponer paternalistamente su visión de mundo “bueno” y que, con ello, considere a los ciudadanos como menores de edad y como incapaces de cuidar el medio ambiente más que por la fuerza de la fiscalidad impositiva.

Esta forma de liberalismo es precisamente aquel que podríamos denominar como un liberalismo social, es decir, un liberalismo que no pretenda gobernar desde una elite ilustrada, sino uno –actualizado al siglo XXI– que es social, porque empodera a los individuos que componen la sociedad y les permite desplegar su diversidad e imaginación sin límites artificiales. Este nuevo liberalismo social deberá estar en sincronía con los desafíos del futuro en el que inminentemente emergerá la sociedad digital y la nueva economía que la acompaña.

Un nuevo liberalismo que no siga aplicando anacrónicamente las formas impositivas coactivas del pasado y que busque soluciones innovadoras que empoderen a los ciudadanos, que les den realmente las riendas de su destino. Lamentablemente, parece ser que Macron no ha comprendido aún del todo esta cuestión fundamental. ¿Lo haremos los liberales en Chile?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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