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Prohibir el negacionismo, «bad» idea Opinión

Prohibir el negacionismo, «bad» idea

Juan Guillermo Tejeda
Por : Juan Guillermo Tejeda Escritor, artista visual y Premio Nacional "Sello de excelencia en Diseño" (2013).
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Aquello que entendemos por verdad, es cierto, circula de manera adulterada por los medios y la redes, también por la boca de la gente que opina irresponsablemente o que trafica con noticias falsas. La solución a tal intoxicación pasa por la madurez de las personas y no por la inmadurez por la que trabajan nuestros diputados. Creo que lo que necesitamos como sociedad es –siempre– entender la realidad, habitualmente llena de matices, y no convertirla en liturgia.


“Está definido que no se puede justificar o negar las violaciones a los derechos humanos cometidas entre el 11 de septiembre 1973 y el 11 de marzo de 1990, que estén consignadas en los informes (Retting y Valech) de las comisiones nacionales que el propio Estado de Chile creó”.

Con estas palabras neutras –“está definido que no se puede” – la diputada Carmen Hertz explica su indicación al proyecto sobre incitación a la violencia, y que significará, de aprobarse, penas de cárcel para los así llamados “negacionistas”: esos que sostienen que en Chile no hubo torturas, ni desapariciones ni dictadura, la Maldonado, Hermógenes, von Kast, y sus admiradores o admiradoras de nueva generación. La realidad es ciertamente que se puede –es posible– justificar, o negar cualquier cosa que uno quiera justificar o negar, faltaría más, y eso no cambiará mucho por que unos diputados definan otra cosa. Quizás va a cambiar de forma, como ha ocurrido en Alemania o Francia donde pese a existir legislaciones moralistas de este tipo, los neonazis están por todos lados.

Más allá de lo que se apruebe este dictamen, para mí que cada persona, cualquier ciudadano o ciudadana, tiene el derecho a creer o no creer en lo consignado por un determinado informe, y a expresar libremente su parecer, equivocado o no. En nuestro país, según una reciente encuesta, el 61% de los chilenos cree en el mal de ojo y el 56% en la Virgen. ¿Vamos a meterlos en la cárcel porque no ofrecen argumentos racionales para demostrar que lo que creen es verdad?

[cita tipo=»destaque»]El moralismo vacío de sentido se cierne hoy como una mala peste sobre muchísimos aspectos de la vida social: decir algo que “molesta” a otros ha pasado a ser un cuasidelito. Pues bien, yo sostengo que ni nacer ni morir son cosas que no molesten a quienes nacen y mueren, y que la vida misma, toda ella y desde sus modos más simples, se desarrolla mediante un complejo sistema de tesis, antítesis, síntesis, es decir, lucha, empate, triunfo, derrota, y así ocurre dentro de un acuario, en la tierra de cualquier jardín hermoso o en cualquiera de nuestras modestas y pasajeras vidas humanas. Vivir es una serie de molestias y una serie de agrados. Nos movemos no en la nada sino en medio de otros como nosotros. Aprovechamos lo bueno y ahora queremos, como si fuésemos clientes de un mall, dar categoría de delito a todo lo no tan bueno. La tendencia moralista de rechazar legalmente aquello que “molesta” está teniendo como consecuencia natural el surgimiento de una extrema derecha estridente que lee mejor la realidad y se percata de lo catete que se está volviendo a veces el sistema social.[/cita]

La misma Declaración Universal de los Derechos Humanos dice con toda claridad en su artículo 19: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. Sin embargo, para defender los derechos humanos, nuestra comisión parlamentaria de derechos humanos se pasa por el aro a un derecho humano esencial, el de opinión. No dice allí que las opiniones tengan que ser correctas. Son las que son, lo que cada compadre o comadre crea, piense, sienta y diga.

Poner penas de cárcel por creer o no creer es tratar a las personas no como sujetos adultos, que lo son, sino como objetos inmaduros, como cosas. No estamos en un internado. Ir por esa vía forma parte de un neomoralismo. Moralismo que prescribe mediante un recetario de normas (redactado por una Comisión de seres que no son mejores que cualquiera de los demás) aquello que debe decirse o debe pensarse, y que opera punitivamente en contra de quienes desobedecen. Cosa que no tiene nada que ver con la ética: la ética es un asunto de concordancia dialéctica entre las convicciones, la decencia, la virtud, los dichos, los hechos, la cultura y momento en que todo ello ocurre, etc. Uno sabe muy bien cuando ha hecho bien, cuando no.

El moralismo vacío de sentido se cierne hoy como una mala peste sobre muchísimos aspectos de la vida social: decir algo que “molesta” a otros ha pasado a ser un cuasidelito. Pues bien, yo sostengo que ni nacer ni morir son cosas que no molesten a quienes nacen y mueren, y que la vida misma, toda ella y desde sus modos más simples, se desarrolla mediante un complejo sistema de tesis, antítesis, síntesis, es decir, lucha, empate, triunfo, derrota, y así ocurre dentro de un acuario, en la tierra de cualquier jardín hermoso o en cualquiera de nuestras modestas y pasajeras vidas humanas. Vivir es una serie de molestias y una serie de agrados. Nos movemos no en la nada sino en medio de otros como nosotros. Aprovechamos lo bueno y ahora queremos, como si fuésemos clientes de un mall, dar categoría de delito a todo lo no tan bueno. La tendencia moralista de rechazar legalmente aquello que “molesta” está teniendo como consecuencia natural el surgimiento de una extrema derecha estridente que lee mejor la realidad y se percata de lo catete que se está volviendo a veces el sistema social.

Aquello que entendemos por verdad, es cierto, circula de manera adulterada por los medios y la redes, también por la boca de la gente que opina irresponsablemente o que trafica con noticias falsas. La solución a tal intoxicación pasa por la madurez de las personas y no por la inmadurez por la que trabajan nuestros diputados. La verdad es no tanto un conjunto de hechos blindados de toda duda que se decrete desde un informe, el que sea, sino una constante negociación entre datos, miradas, convicciones, perspectivas, necesidades, etc. Contra una intoxicación no se lucha metiendo en la cárcel a los intoxicados, sino aportando vitamina, higiene, naturalidad.

En Chile hubo un gobierno de Allende, un golpe de Estado militar, una dictadura, unas violaciones sistemáticas a los derechos humanos que quedaron consignadas en los Informes Rettig y Valech, y en buena hora que se hicieron esos informes cuando era muy difícil hacerlo, un saludo y un reconocimiento a sus impulsores y redactores: para quien le interese, ahí están los datos. Si mi vecina dice mañana que Allende no gobernó, o que no hubo un golpe de Estado, no la voy a ir a acusar para que la metan presa: entenderé que, o bien está mal informada o no se quiso leer esos informes, o por alguna razón consciente o subconsciente no acepta los hechos de la realidad, o pretende quizá mofarse de mí.

Prefiero cualquiera de las anteriores a empezar a castigar en tribunales lo que dijo o quiso decir o sintió la persona tal respecto del hecho histórico cual. Creo que eso son prácticas de conventos, de comunidades cerradas, de partidos intransigentes, de regímenes comunistas o fascistas como los que están también registrados en otros múltiples informes y en libros de historia. Escucho a veces tonterías que me irritan, y seguro que las digo e irrito a otros. Debo entender, sin embargo, que cada cual es libre de decir sus estupideces y no quiero cárcel para ellos como nuestros diputados de esa Comisión de Derechos Humanos que, al parecer, no se han leído con la debida atención la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Me eduqué en una época, los años cincuenta, en un colegio religioso y una cultura donde muchas cosas no se podían decir, ni nombrar, ni pensar siquiera. Pertenezco a una familia que sufrió con dureza la represión y las violaciones a los derechos humanos. Afortunadamente, no nos hemos victimizado. No creo tampoco que las experiencias padecidas me autoricen a privar a algunos de su derecho a no creerme, a equivocarse, o de sus ganas malignas de confundirse o confundir a otros, es más, creo que no hay ley alguna que pueda evitarlo. Uno ha vivido su experiencia, y se defiende con los hechos, con la verdad, con la consistencia.

Creo que lo que necesitamos como sociedad es –siempre– entender la realidad, habitualmente llena de matices, y no convertirla en liturgia. A mí me molesta, me complica, que desde nuestro Parlamento se trate de imponer, mediante amenazas institucionales, una Verdad Oficial, la que sea, incluso si esa Verdad Oficial coincide con la verdad. La verdad se impone por sí misma y no debe ser obligatoria.

Más preocupantes que los errores me resultan las unanimidades, tan características de los regímenes totalitarios, y que hoy parecen haber regresado con fuerza a la conversación pública. Como se ha dicho, allí donde hay unanimidad deja de haber política. Y cuando deja de haber política es que estamos, otra vez, en dictadura.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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