Lo que realmente representa Bolsonaro en la región y su perturbadora cercanía con un supuesto progresista como Sebastián Piñera, no es solamente un discurso de odio peligrosamente cercano a la coerción estatal. Su performance –como el Trump sudaca– resignifica la restitución de la lógica de la Guerra Fría que pretende reasentar a Estados Unidos y sus aliados en la testera del mundo, mediante una polarización sin diversidad, una narrativa absoluta con una única diferenciación: estás con nosotros o estás en contra.
La matanza islamofóbica en Nueva Zelanda hace algunos días marca un hito dentro de los ataques por razones de odio en la actualidad. No solamente por el hecho de que suceda en un país diverso y tolerante ni que el asesino se haya desplazado por dos mezquitas, sino porque la pavorosa novedad guarda relación directa con la ruptura narrativa que hace su autor entre su discurso digital –en algunos casos de ficción– y lo real.
El autor de esta masacre, además de pedir que sigan al polémico youtuber PewDiePie justo antes de la matanza y transmitirla en vivo por redes sociales, adopta rigurosamente la estética del videojuego “Call of duty”: la visión en primera persona, el arsenal de guerra adaptado para tener una alta eficacia y la frialdad en cada ejecución, tienen una similitud escalofriante con la saga bélica que ha vendido más de 55 millones de copias en el mundo. Lo relevante de esto no es el potencial peligro de la violencia en los videojuegos, sino que ocurre una disolución concreta entre las fronteras de lo real y la ficción.
La utilización de una estética digital para una masacre real puede parecer espeluznante para algunos, pero esta disolución viene ocurriendo en otros ámbitos hace ya un tiempo. En el caso del terrorismo, el imaginario de la extrema derecha ha sido fuertemente nutrido por referentes latentes en nuestro continente de manera constante.
Las retóricas del odio propulsadas por la nueva oleada conservadora en la región y el mundo occidental se originan de la defensa de lo propio, de lo “natural”, de la familia, y su relato cultural no se manifiesta necesariamente en obras complejas ni manifiestos políticos, basta con ver las películas de Liam Neeson (Búsqueda implacable 1, 2 y 3; El Pasajero; Non-Stop), la saga de Jason Bourne (interpretado por Matt Damon) o la recién estrenada Triple Frontera, para ver que existe una narrativa cotidiana que se transmite casi todos los fines de semana por TV abierta o cable, que presenta como eje el miedo a la otredad y la respuesta extremadamente violenta para su erradicación.
[cita tipo=»destaque»]El arribo de militares golpistas al gabinete del presidente de Brasil o de VOX a escaños electorales en España, la integración estratégica al Prosur de Mario Abdo, el apologista de una de las dictaduras más salvajes de Latinoamérica y el bloqueo a la paz que hoy plantea Duque en Colombia, son una materialización de las narrativas de odio que entretienen a miles de jóvenes en todo el mundo, mediante plataformas de juegos o series y películas de intriga policial.[/cita]
Ya sean musulmanes fundamentalistas, ex soviéticos mafiosos o latinos narcotraficantes, la violencia simbólica está disponible casi todo el día en los televisores y en las plataformas de streaming (la nueva televisión) y no es solamente que estos antagonistas étnicos aparezcan como perversos enemigos del núcleo familiar o la patria, sino que sus muertes en estos filmes y series son insignificantes, se cuentan en decenas, lo que refuerza la idea de la supremacía, porque no solamente el otro es mi enemigo sino que su vida es absolutamente insignificante.
Más allá de posibles interpretaciones maniqueas, los invito a ver este tipo de narrativas que no son nuevas, las podemos ver en los detestables enemigos extranjeros de Duro de matar o los históricos villanos del Capitán América en sus sagas del cómic.
Es probablemente esta referencialidad cultural la que alimenta los nuevos fascismos, la búsqueda de la militarización y desregulación de los servicios de inteligencia no es solo una ficción, sino que también es una posible realidad que opera como atajo a la política: resolver los problemas con violencia institucional.
El arribo de militares golpistas al gabinete del presidente de Brasil o de VOX a escaños electorales en España, la integración estratégica al Prosur de Mario Abdo, el apologista de una de las dictaduras más salvajes de Latinoamérica y el bloqueo a la paz que hoy plantea Duque en Colombia, son una materialización de las narrativas de odio que entretienen a miles de jóvenes en todo el mundo, mediante plataformas de juegos o series y películas de intriga policial.
Y es que esta mezcla con la ficción le da un carácter más irracional a todo esto, porque justamente diluye lo indeterminable de la realidad y lo somete a un guion hollywoodense, donde el desenlace suele ser relativamente feliz, aunque haya un reguero de sangre.
La diferencia con lo real es que los finales felices no son tan frecuentes, eso preocupa y presenta un desafío para la construcción cultural de la democracia occidental, puesto que lo que realmente representa Bolsonaro en la región y su perturbadora cercanía con un supuesto progresista como Sebastián Piñera, no es solamente un discurso de odio peligrosamente cercano a la coerción estatal. Su performance –como el Trump sudaca– resignifica la restitución de la lógica de la Guerra Fría que pretende reasentar a Estados Unidos y sus aliados en la testera del mundo, mediante una polarización sin diversidad, una narrativa absoluta con una única diferenciación: estás con nosotros o estás en contra.