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La historia que no nos contaron sobre Haití Opinión

La historia que no nos contaron sobre Haití

Se suele reducir este país a una cosa: pobreza. Eso nos recuerda una famosa charla TED –y una suerte de advertencia– llamada «El peligro de la historia única», que hizo hace unos años la reconocida escritora africana Chimamanda Ngozi Adichie. En ella dijo: “Así es como se crea una historia única. Se muestra a un pueblo solo como una cosa, una única cosa, una y otra vez, y al final lo conviertes en eso (…). El relato único crea estereotipos, y el problema con los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos. Convierte un relato en un único relato».


Hace casi 17 años, cerca de Puerto Príncipe en Haití, 300 personas esperaban a diario para ser atendidas en la Klinick Sentespri. Ese lugar, que funcionaba como dispensario y centro de atención primaria, era coordinado por dos religiosas y solo abría un par de semanas al año cuando un equipo de médicos extranjeros hacía un operativo de salud. Entonces llegaron tres jóvenes médicos –la primera generación de voluntarios de América Solidaria– para poder aportar desde su profesión al funcionamiento del lugar.

Solía ser un caos. Las personas esperaban desde la madrugada por la sola posibilidad de ser atendidos y ni siquiera con los tres médicos daba abasto: la necesidad y la urgencia por acceder a la salud, especialmente en la primera infancia, eran demasiadas. Durante muchos años, distintos voluntarios estuvieron allí: médicos, enfermeras, kinesiólogos, matronas. Jamás dejó –ni ha dejado– de funcionar.

En 2017 nos fuimos de ese centro, ahora hay médicos haitianos, es parte del sistema público de salud, tiene una sala de dentista, un salón para kinesiología y terapia infantil. Esa realidad de Haití, aunque pequeña, cambió y no fue por el azar: el trabajo de colaboración, empujado desde la propia cultura del territorio, permitió que hoy no nos necesiten en ese centro. Son ellos quienes lo lideran y mantienen, atendiendo a cerca de 80 personas a diario.

Algo parecido nos ocurrió en Sant Zanj Makenson, un centro educativo de Puerto Príncipe donde se estrega atención escolar y médica. Hoy, al menos el 85% de las madres de los niños y niñas que frecuenta la sala cuna y el centro de salud practica la lactancia materna hasta los 18 meses, y el 70% de los profesores aplica una estrategia de resolución de conflictos en el aula.

Esa historia y otras similares quizás son difíciles de creer en Chile (y en tantos otros lugares), pues se suele reducir a Haití solo a una cosa: pobreza. Eso nos recuerda una famosa charla TED —y una suerte de advertencia— llamada «El peligro de la historia única», que hizo hace unos años la reconocida escritora africana Chimamanda Ngozi Adichie. En ella dijo: “Así es como se crea una historia única. Se muestra a un pueblo solo como una cosa, una única cosa, una y otra vez, y al final lo conviertes en eso (…). El relato único crea estereotipos, y el problema con los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos. Convierte un relato en un único relato”.

[cita tipo=»destaque»]Algunos, incluso, nos sugirieron que el episodio que vivimos nos demostraba que debíamos irnos, que ya no había nada por hacer y que, ante esa violencia, solo nos quedaba retirarnos. Pero el trabajo de 16 años no se puede detener. Nosotros, a diferencia de lo que tanto se afirmó en la década de los 90 en nuestro país, no creemos en hacer las cosas en la medida de lo posible, sino de lo imposible. Mientras existan seres humanos, estamos convencidos que hay posibilidades de cambio y no dejaremos de ponernos a disposición para terminar con las cientos de vulneraciones que vive la infancia. Pero no solo en Haití: también en Guatemala, El Salvador, Paraguay, Colombia y en nuestro país. Hoy América es el continente más violento del mundo y no podemos ignorarlo.[/cita]

Hoy, pareciera ser que el único relato que se conoce de Haití es la pobreza, como si no existiera nada más que eso. Como si la riqueza que hemos visto en nuestros años de trabajo no existiera, como si la resiliencia, la fortaleza, la inteligencia, fueran cosa de otros países, pero no de ellos.

En estos años, hemos aprendido muchísimo de ellos técnicamente, sobre todo en medicina: conocimos, por ejemplo, su experticia en medicina primaria, los cuadros propios de esos lugares y cómo tratarlos, el uso de plantas medicinales o las increíbles destrezas que tienen las parteras que atienden a domicilio.

Como América Solidaria llevamos más de 16 años trabajando allá. Partimos en la Klinik Sentespri, pero no nos detuvimos. Hace poco más de una semana, sin embargo, sufrimos una emboscada que recorrió todos los medios de comunicación chilenos. Es, probablemente, el evento más violento que hemos vivido desde que llegamos allá y nos duele profundamente, pero no reduciremos ese país solo a una historia. Especialmente porque el trabajo que hemos hecho, de la mano de las organizaciones locales, es el que nos muestra que los cambios son posibles, que existen más historias que las que suelen contarnos.

Algunos, incluso, nos sugirieron que el episodio que vivimos nos demostraba que debíamos irnos, que ya no había nada por hacer y que, ante esa violencia, solo nos quedaba retirarnos. Pero el trabajo de 16 años no se puede detener. Nosotros, a diferencia de lo que tanto se afirmó en la década de los 90 en nuestro país, no creemos en hacer las cosas en la medida de lo posible, sino de lo imposible. Mientras existan seres humanos, estamos convencidos que hay posibilidades de cambio y no dejaremos de ponernos a disposición para terminar con las cientos de vulneraciones que vive la infancia. Pero no solo en Haití: también en Guatemala, El Salvador, Paraguay, Colombia y en nuestro país. Hoy América es el continente más violento del mundo y no podemos ignorarlo.

No negamos la compleja crisis política que vive Haití, pero también reconocemos los avances que ha logrado la cooperación internacional. Es un país que ha avanzado muchísimo, pero todavía falta. Hoy, quienes viven gran parte de la violencia, de las injusticias y las desigualdades son los niños, niñas y adolescentes: según Unicef, el 27,55% de los jóvenes no sabe leer ni escribir y 200 mil niños no van al colegio, de acuerdo al Banco Mundial. Por eso nuestro foco siempre está en ellos.

Pero las vulneraciones y exclusiones no conocen fronteras. Muchas veces, de hecho, cuando llegan a Chile –buscando una mejor vida junto a sus familias– las violencias solo se transforman: viven la discriminación o la incapacidad de ser acogidos realmente. Solo basta recordar a Joane Florvil o los vuelos repletos de haitianos que nunca tuvieron una oportunidad.

Todos nosotros podemos ser partícipes de que aquellas violencias se terminen. Cuando esos niños y niñas llegan a nuestro país, en pleno proceso de formación, de todos nosotros depende no seguir vulnerándolos. Ellos no cargan prejuicios ni discriminaciones y está en nuestra sociedad hacer que eso cambie o se mantenga.

La charla de Chimamanda Ngozi Adichie terminó así: “Las historias se han utilizado para desposeer y calumniar, pero también pueden usarse para facultar y humanizar. Pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero también restaurarla”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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