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Lafourcade y el reino natural de la crónica Opinión

Lafourcade y el reino natural de la crónica

Juan Guillermo Tejeda
Por : Juan Guillermo Tejeda Escritor, artista visual y Premio Nacional "Sello de excelencia en Diseño" (2013).
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Lafourcade no sé si tuvo una personalidad propia, lo que sí es innegable es que desde su interior surgieron numerosos personajes, muchos egos diversos: el escritor que amaba su oficio, pero no lograba amar ni ser amado por sus colegas, el hombre que salió una vez en los sesenta en la Revista del Domingo como «el menos simpático», o sea, el más pesado de Chile, el jurado televisivo en programas destinados a hacerles bullying a los ansiosos concursantes, el fundador de movimientos y generaciones absolutamente dudosas, como la del 50, que nunca he sabido qué pudo haber sido, salvo una foto en las escalinatas de lo que entonces era la Escuela de Bellas Artes.


Lafourcade nos ha dejado, y nos había ya dejado hace unos diez años por su alzhéimer. Él es una figura a la que asocio con un veloz movimiento de pupilas, un abrigo azul muy denso, y a la mucha cosa mediática, en su caso interpretando para las inmensas mayorías el rol del escritor, sobre todo en unos años en que los escritores de toda la vida, por el exilio y otros inconvenientes, escaseaban.

Exhibió con soltura todos los defectos y algunas de las virtudes que puede tener un ser humano. Publicó mucho, siguiendo modas y estilos internacionales, aun cuando su escritura de ambición literaria no creo que vaya a pasar a ser parte de nuestro patrimonio ni material ni inmaterial. Con todo, Enrique Lafourcade es, me parece, uno de los grandes, un maestro indiscutible.

Su reino natural era el de la crónica. Los chilenos no hemos tenido casi literatura, no hemos sido excesivamente buenos ni en el ensayo ni en la novela, ni en el cuento ni en el teatro, aunque los poetas nos han amenizado la existencia existencialista del ser mismo de la cosa: los países que dan a la nada, al vacío, como nosotros, tienen esa tristeza y hacen poesía, aparte que la poesía, sobre todo la moderna, es como más fácil yo creo.

También tenemos, en Chile, a los cronistas. Los conquistadores que venían en el siglo XVI o XVII a estas tierras volvían a España contando unos cuentos más enjundiosos que cualquier novelón alucinante, lo normal en caso de lejanías extremas, y los viajeros franceses o británicos que, a partir del siglo XVIII, hacían la travesía del extremo sur con sus verdades envueltas en mentiras, gigantes, montañas, monstruos sin cabeza, islas solitarias, cautiverios felices o infelices. El mismo Ercilla, más que poesía, hizo crónica. En todo caso, era un niño bien, un soldado más que un artista.

La crónica es como lo del reportero de guerra, que cuenta cosas impresionantes desde el privilegio de haberlas vivido, es la historia escrita en primera persona. Edwards Bello fue otro de nuestros titanes. Hoy tenemos a Roberto Merino, otro grande que, al haberse criado en dictadura, quedó escribiendo como bajo toque de queda, para siempre. Quizá eso le contribuye a ser un maestro, un espíritu único.

En fin, Lafourcade creía necesitar, como tantos artistas, la elaboración de unas piezas serias, de verdad, para ser tomado en serio por el público nacional, y es que no nos basta divertirnos o emocionarnos con un artista, queremos además que nos aburra y tenga muchos premios. Por eso es que vemos a los actores de teleseries ganarse unos Fondart muy caros para representar unas obras tan áridas que uno sale hecho pebre del teatro, y a los periodistas de TV lanzar de vez en cuando un libro con presentadores y cóctel, para ponerse tuxedo intelectual un rato.

Yo he gozado hasta las lágrimas o me he irritado seriamente muchas veces repasando los comentarios de Lafourcade cuando era, primero, uno de nuestros cronistas y, luego, en dictadura y transición, el cronista mayor de esta desolada república a maltraer, y no había mejor trago que su pisco sour de amargura, ingenio, maldad, alegría, chismorreo y cultura, vertido cada domingo en las gigantescas páginas de El Mercurio, el desesperante heraldo de nuestro sometimiento ancestral.

Lafourcade, al contrario que Lihn, que Jorge Edwards, que Pablo de Rokha, que la Gabriela, que José Donoso, que Baldomero Lillo, se lee fácil, su escritura nos envuelve mágicamente desde la primera frase, y eso se llama talento. No todos lo tienen, es un don.

Como ser humano, Lafourcade no sé si tuvo una personalidad propia, lo que sí es innegable es que desde su interior surgieron numerosos personajes, muchos egos diversos: el escritor que amaba su oficio, pero no lograba amar ni ser amado por sus colegas, el hombre que salió una vez en los sesenta en la Revista del Domingo como «el menos simpático», o sea, el más pesado de Chile, el jurado televisivo en programas destinados a hacerles bullying a los ansiosos concursantes, el fundador de movimientos y generaciones absolutamente dudosas, como la del 50, que nunca he sabido qué pudo haber sido, salvo una foto en las escalinatas de lo que entonces era la Escuela de Bellas Artes.

Lafourcade, el rival infinito de Jorge Edwards, el escritor de best sellers inmerecidos como Palomita Blanca, el empresario librero de varias librería célebres, como El Caballo Azul, que la hizo con Marta Blanco en las Torres de Tajamar y que estaba en contra del IVA a los libros. A veces iba yo, en otro tiempo, antes de que fuera superstar, a tomar té con Nicanor Parra a su casa un poco chueca de La Reina («el maestro, que venía un poco tomado, me decía, don Nicanor, yo la encuentro que está derecha», me explicaba Parra), y adjudicábamos talentos, conviniendo ambos en el de Lafourcade.

Lafourcade fue un animal literario, una fiera escribiendo. Antologó a mi padre como cuentista aunque más tarde, en la segunda edición, lo desantologó, cosa que a mi papá le causaba unas risas fantásticas: «Soy el único cuentista desantologado de Chile, ja, ja, ja».

Cuando vino Borges a Chile a saludar a Pinochet («es una excelente persona, su cordialidad, su bondad…», dijo emocionado tras estar con él) y a hacer un panegírico de las dictaduras sudamericanas en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, Lafourcade ofició intensamente de anfitrión literario, invitándolo a él y a María Kodama a comer a su casa. Estuvieron también Parra y María Luisa Bombal en esa cena.

Al día siguiente, Jorge Luis invitó, en su alocución universitaria y siguiendo las frases de Lugones, a usar generosamente la espada, que Chile es en el mapa como una espada. Nuestro dictador le hizo caso. Kodama comentó luego que esas 24 horas en Chile le costaron a Borges el Nobel.

Nos quedó de Lafourcade la crónica de aquella cena lánguida aunque memorable, que terminó pronto por el toque de queda. Creo que el libro en que aparece, muy mal editado, se llama Animales Literarios Chilenos. Bueno, el talento es así, el don artístico no depende del tesón, ni de los sentimientos, ni de nada fijo, simplemente se presenta. Y yo, de haber sido el encargado de los Premios Nacionales, el de Literatura ciertamente se lo hubiese dado, quizás varias veces, o al menos una vez y media, a Enrique Lafourcade.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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