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TC: el fin del tribunal soberano Opinión

TC: el fin del tribunal soberano

Fernando Balcells Daniels
Por : Fernando Balcells Daniels Director Ejecutivo Fundación Chile Ciudadano
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La creación del TC no solo significa una duplicación en la magistratura sino que una superposición de lógicas jurídicas en conflicto. Los tribunales orientados a hacer justicia en el caso particular son distintos a aquellos que buscan aplicar la ley general sobre la singularidad de cada caso. Esa diferencia es ideológica más que práctica. Se alega el irrestricto respeto de la ley y se opera, por otro lado, para ganar los juicios aunque sea raspando la integridad de la ley. Esa diferencia teórica configura un sistema que se instala para defender derechos adquiridos y otro que pugna por la emergencia de los derechos comprometidos y debidos.


La Corte Suprema ha insistido en su derecho a revisar la legalidad de los fallos del TC. El Gobierno amenaza con «incluso llevar adelante una reforma constitucional». La peculiar comprensión del derecho que tiene el Ejecutivo, le impide entender que de eso se trata todo.

Lo que el Poder Judicial pide es que una instancia política representativa resuelva las incompatibilidades que resultan del hecho de tener un Tribunal Soberano sobrepuesto al sistema jurídico y político republicano. Un conflicto de competencias declarado con escándalo es lo único que puede mover al sistema político.

Esto ha sido una bocanada de aire fresco y una apertura importante para que los ciudadanos puedan exigir justicia en igualdad ante la ley. El final o la prolongación de esta anomalía institucional dependerá de la elástica capacidad del sistema para estirar, tramitar, enterrar y olvidar sus inconsistencias.

Supremacía, omnipresencia y descontrol

En el conflicto de las facultades al que asistimos, el asunto no es saber quién está invadiendo el terreno del otro. En rigor, es la Suprema la que invade el territorio del TC, puesto que nada es ajeno a la Constitución. La vida de una gallina tiene múltiples formas de relacionarse con la Constitución; sea como propiedad de un bien económico o en su capacidad de afectar a la salud de la población. Los derechos interactúan unos sobre otros en conflictos solapados o abiertos que deben ser administrados por la justicia y por sus jerarquías institucionales.

¿De dónde viene el TC?

Los tribunales constitucionales no son necesariamente ajenos a un Estado republicano, pero el nuestro lo es. El TC es una galleta institucional parchando irresoluciones culturales y jurídicas que no pueden ser validadas ni impugnadas por una democracia dañada. El TC no viene del pacto de garantías democráticas entre Frei y Allende, sino del pacto de garantías antidemocráticas firmadas para apaciguar al pinochetismo.

Lo que hace la Corte Suprema es advertir al TC que, en ausencia, sea por abstención o por incapacidad temporal de los sistemas políticos, ella velará por la legalidad de los actos del Tribunal Constitucional. Lo que dice la Corte es que el TC agotó su crédito. Según la Tercera Sala (en legítima representación de toda la Corte), el TC ha sobrepasado los límites de prudencia que, a falta de otros límites, deben actuar como contención de las intervenciones jurídicas de dicho tribunal.

En la desmesura de su actuar, hemos asistido en muy corto tiempo a la congelación de la Ley de Defensa de los Consumidores; al cambio de horario de una audiencia judicial; a la impugnación del monto de la multa a una empresa; a la paralización de un juicio por delitos comunes contra un comandante en Jefe y a la atribución de una conciencia ilimitada y expandible a instituciones y a las piedras.

La Tercera Sala y las tinieblas

Lo que la Corte hace es aplicar las leyes que a las instituciones no les interesa aplicar. Dejó de importarle a la Corte el convenio implícito y estructurante según el cual la ley es declarativa y no es necesariamente exigible. Los fallos en materia de salud y de medio ambiente, entre otros, no hacen más que llamar al Poder Legislativo a cumplir con su trabajo. El conflicto aparente de competencias envuelve diferencias en el concepto mismo del acto de juzgar pero, sobre todo, involucra conceptos distintos del orden jurídico republicano.

Ha existido en los tribunales una subordinación disciplinada al texto de la ley, muy en la tradición francesa que quisiera sustituir el juicio reflexivo por un juicio determinado. Pero las reiteradas falencias del sistema de resolución de conflictos políticos han inclinado lentamente a los tribunales hacia una justicia que no es de activismo, sino apenas de atención más consecuente a la aplicación de las leyes. La atención activa de los tribunales se debe a la insistencia de los abusos y la denegación de los derechos de igualdad y de exigibilidad de las protecciones legales.

Duplicidades

En Chile, el Tribunal Constitucional se sobrepone al Poder Judicial de una manera distinta a la que opone la Corte Suprema de Estados Unidos con los otros poderes del Estado.

Nuestro ordenamiento duplica la institucionalidad jurídica y no es verdad que los ámbitos respectivos estén claramente delimitados por la reforma del 2005. Si así fuera, resultaría fácil discriminar en la racionalidad y la legalidad de las pretensiones de uno y otro poder de justicia. Lo que hace especialmente difuso el límite, es justamente la atribución de un poder ilimitado y descontrolado para el Tribunal Constitucional.

La creación del TC no solo significa una duplicación en la magistratura sino que una superposición de lógicas jurídicas en conflicto. Los tribunales orientados a hacer justicia en el caso particular son distintos a aquellos que buscan aplicar la ley general sobre la singularidad de cada caso. Esa diferencia es ideológica más que práctica. Se alega el irrestricto respeto de la ley y se opera, por otro lado, para ganar los juicios aunque sea raspando la integridad de la ley. Esa diferencia teórica configura un sistema que se instala para defender derechos adquiridos y otro que pugna por la emergencia de los derechos comprometidos y debidos.

El Poder Judicial chileno tiene un par de siglos de recorrido debatible pero presente. Esa historia abarca tanto sus evoluciones internas como su interacción con otras instituciones y con la sociedad en su conjunto. La justicia se ha ido formando en la sedimentación legal y en la jurisprudencia que refleja sus relaciones con la historia del país. En el Poder Judicial coexisten una idea del bien público y una tradición de defensa y accesibilidad a la propiedad privada y pública. El sistema judicial chileno ha sido formado por las fuerzas del laicismo y del humanismo cristalizadas en su burocracia; por los errores vergonzosos cometidos durante la dictadura y por una consecuente apertura a las inquietudes sociales de la ciudadanía. No hay justicia republicana sin derecho a apelación.

Un costumbrismo sin arraigo histórico ni jurídico

El TC se instala sobre esa tradición jurídica para defender la intangibilidad de su autoridad sobre la Constitución y para permitir recursos de las empresas en contra de los «excesos» constitucionales en fallos judiciales, actos administrativos o incluso en proyectos políticos.

Sus juicios se basan en una inspiración que, a falta de tradición, está formada por su propia y exigua jurisprudencia, apañada por los textos de velador que los académicos de la cofradía comparten. El TC quisiera responder a una tradición jurídica anglosajona donde se apela a la costumbre, aunque acá reine la ausencia, por doctrina, de todo costumbrismo legal.

El TC es el intento de instalar un integrismo de los derechos adquiridos allí donde la exclusión social es tan profunda que impide la formación de un depósito cultural común al que apelar. En realidad, lo que hace el TC es tratar de instalar una nueva costumbre allí donde los derechos adquiridos, por tradición legal, no tienen carácter de bien jurídico. La costumbre a la que apela el TC es la de sus propios fallos. Ni la escasez de la experiencia ni la costumbre jurídica permiten insertar al Tribunal Inapelable en la institucionalidad del país.

Palabra del señor

En el caso del TC, la jurisprudencia propia es la única fuente de saber válido al que el tribunal puede recurrir. A falta de un señor sobre él, el soberano es el que no tiene a quien recurrir ni ante quien justificar sus actos.

Es verdad que la separación propuesta por Sergio Muñoz alude a la más clásica división entre la letra y el espíritu de la ley. Con esa separación se reduce el papel del TC al de dictador del texto de la ley. Una especie de oráculo que elegiría los artículos pertinentes y los significados adecuados y los daría a leer, dejando la aplicación a la libre interpretación y aplicación de otros órganos del Estado.

El asunto, sin embargo, no tiene que ver inmediatamente con la teoría del derecho, sino con un argumento circular de desautorización y de autoridad que se sostiene en la jerarquía y en el tramado institucional, que es justamente lo que está en discusión. La pregunta abierta por la Suprema es la siguiente: ¿quién tiene derecho a qué?

En una República, las operaciones lingüísticas y retóricas del ejercicio de la ley están marcadas por la necesidad de persuadir a un auditorio que comparte la soberanía con el Tribunal. Sin ese auditorio a persuadir, no hay Estado de Derecho ni hay justicia republicana.

Nota para las ciencias sociales: conciencia y psicosis institucional

La psicosis es el desapego del individuo respecto a los afectos y las instituciones sociales; es una pérdida del sentido de realidad. Más precisamente, se trata de un estado de confusión entre una realidad disminuida y un ego sobrealimentado. El psicópata es insensible porque está por encima de todo; nada de este mundo puede tocarlo. A lo más, se lo puede excitar, como ofreciéndole oportunidades de ejercer su narcisismo, ya no personal sino institucional.

La esquizofrenia ronda en los sicóticos y rara vez se separa de ellos. Las perturbaciones del psicótico son producto de las inadecuaciones entre su corporalidad y su misión. Un pequeño tribunal amateur encargado de la justicia suprema sufre distorsiones de personalidad que ningún espejo es capaz de representarle.

Es el mismo TC el que ha autorizado este lenguaje al dictaminar que las instituciones tienen una conciencia y por tanto una psiquis, con la cual pueden objetar su deber de cumplir la ley. Recíprocamente, pueden ser llamadas a la responsabilidad que se desprende de las consideraciones psicológicas y morales que describen a una consciencia.

Un tribunal iletrado

El TC que solo responde ante sí mismo, puede o no hacer consideraciones a la lógica constitucional o apegarse a la gramática castellana, porque nadie puede reclamarle la calidad de sus acuerdos y de sus fallos.

El tribunal ha incurrido en errores flagrantes y, en su caso, un error roza siempre con la denegación final de justicia, cuando no con el autismo y la psicopatología. Este tribunal está desatado en el sentido en que el psicópata está desligado de la sociedad, alcanzando su desenlace la envergadura de un ente desprendido, que no está sujeto a obligaciones exigibles por ningún sujeto natural, político o institucional. Lo único que evita al TC reclamar su lugar en el Olimpo, es su falta de competencia en el lenguaje.

Las ciencias sociales en nuestro país no han llegado aun a incorporar el giro lingüístico y las teorías del lenguaje performativo. Eso permite argumentar sobre el significado de las leyes sin explicitar las relaciones con el significante que es el portador de los significados y que jamás puede ser reducido a ellos.

Por un constitucionalismo democrático

No hay que ser demasiado perceptivo para entender que el constitucionalismo es un freno a la democracia. Lo que importa, es que la Constitución, teniendo intérpretes oficiales, se levanta como un obstáculo –prudencial o provocativo– a los afanes reformistas del juego democrático. El «choque de trenes» del que se habla en estos días ha estado sucediendo desde hace años, como un enfrentamiento de terneros en el corral. Ha primado la buena voluntad de los niños y sus competencias lúdicas por el poder en el recreo. ¿Qué pasa cuando los años acumulan los agravios y aumentan las distancias?

Lo que sucede es que la flojera de las instituciones y del trabajo político legislativo ha sido excesiva. Acostumbrados a empates irrompibles, los legisladores han preferido la cocinería antes que el trabajo de confrontación pública de los problemas de delimitación de la autoridad. Las autoridades del Estado, igual que las mujeres engañadas, son las últimas en enterarse del proceso de divorcio iniciado sinuosamente ante sus ojos. Lo público se reserva a los escándalos familiares y a los gallitos propios de los recreos escolares. Allí destacan, no los más fuertes, sino los más chistosos. La lista de los candidatos presidenciales es un ranking de comediantes de stand up.

Lo decisivo es reponer o inventar un sistema de estratificación de los conflictos y de resolución de controversias que hoy no existe en nuestro ordenamiento.

Traslapes y trasnoches

Ante la evidencia de los conflictos, es necesario abrirse a considerar los traslapes de unas instituciones en los ámbitos de otras. No en el sentido tradicional en que el Ejecutivo es colegislador y el judicial también lo es por la vía de la legislación en los casos particulares.

Los poderes administrativos y reglamentarios de los múltiples departamentos de gobierno; los organismos autónomos y la Contraloría, todos ellos intervienen en funciones legislativas y judiciales. Se puede suponer que una burocracia fragmentada y contrapuesta es mejor que una unificada, pero esa es otra parte del asunto.

Ya que al parecer estamos satisfechos con nuestra democracia, deberíamos cuidar al menos la República. Si no cuidamos la República, el Parlamento se convertirá en una comisión eternamente prelegislativa; el Poder Judicial y la Corte Suprema serán arrinconados a impartir una justicia subprime, dedicada a los pobres, a la clase media y a conflictos intrascendentes.

Autonomías incompatibles

Aquí es donde se presentan las incompatibilidades entre la ideología de un autonomismo liberal que quisiera fragmentar al Estado y una tradición conservadora que promueve el carácter unitario y la integridad de dicho Estado.

El carácter desatado del TC parece señalar un recurso literario por el cual el autor Fernando Atria puede deslizarse hacia otros adjetivos, como el de desenfreno para la actividad del TC. El riesgo literario reside en que los juegos de sentido envueltos en las palabras hacen suponer un sesgo reprochable. A lo que alude Atria no es a una adjetivación del TC, sino a la comprobación de la desmesura solicitada explícitamente por el mismo Tribunal.

Ningún otro órgano del Estado es soberano como lo es el TC. Todo órgano del Estado responde a los otros poderes y en última instancia al pueblo. No el TC. Hay una historia política que nutre los debates legislativos y el arbitraje entre poderes del Estado. Pero eso no aplica al TC. Este invento de una máquina para producir certezas legales donde no se ha agotado el debate necesario, marca el punto de encuentro en que conservadores y liberales ceden sus diferencias culturales a cambio de mantener su autoridad común en el poder.

El sentido común del abogado chileno

La justicia está efectivamente llamada a cerrar la multiplicidad y a dirimir conflictos, pero antes está llamada a definir los términos del conflicto y las formas que deben respetarse para que un juicio sea válido. No hay manera de cerrar un conflicto legal sin recurrir a una compatibilidad política que solo puede ser sancionada desde fuera del Poder Judicial.

El abogado chileno, seguro de su protección en el sentido común de su tribu y en la letra de la ley, afloja el músculo argumentativo y deja caer el mazo de lo «obvio» para descartar de un solo manotazo al interlocutor. Subsumir lo particular en lo general conduce a callejones autoritarios y oligárquicos. Lo que el abogado chileno no recoge es que la «discrecionalidad» del juez que critican, debe ser ratificada o corregida por tribunales superiores o por el Poder Legislativo. Esa subordinación a otros tribunales es parte de lo que le falta al TC y que lo vuelve ajeno a un ordenamiento republicano.

¿Acaso alguien ignora que los fallos del TC tienen carácter performativo y que dictan un derecho nuevo sin autoridad para hacerlo?

Cuando la última palabra es la primera, la democracia desfallece en brazos del cadáver de la República.

En la misma medida que el Tribunal Constitucional se eleva, la Constitución se degrada.

Tal como la usan algunos gremios empresariales, con aceptación cordial del TC y del Gobierno, la Constitución sirve para fijar máximos a las multas aplicables a empresas y, por qué no, para defender los altos precios de los remedios en nombre del orden público económico. La Constitución ha sido usada para dejar caer el peso de un sesgo ideológico a través de la interpretación de principios generales que subsumen la ley, la democracia y la justicia en particular.

La combinación entre el incremento del empeño administrativo del Gobierno y la omnipresencia del control del Tribunal Constitucional sobre los detalles normativos en el espacio público, muestran en el horizonte la aparición del Gran Hermano y el colapso de los poderes Legislativo y Judicial.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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