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Hasta que duela… Opinión

Hasta que duela…

Ignacio Walker
Por : Ignacio Walker Abogado, expresidente PDC, exsenador, exministro de Relaciones Exteriores.
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A decir verdad, hay dos grandes temores en Chile: el temor a la violencia y el miedo a que esa misma elite política y empresarial vaya a dejar las cosas básicamente como están. Ese sería el fracaso de Chile, no solo del Gobierno y de la oposición, de los partidos y los parlamentarios, sino del país en su conjunto. Hay quienes nos sentimos legítimamente orgullosos de lo que hemos hecho como país en los últimos 30 años, pero esa realidad escondía un Chile sumergido, en el que imperan el malestar y la rabia. El que siga pensando como lo hacía hace dos meses, no ha entendido nada. Quiero pensar que estamos en otro Chile y que todos asumimos la parte de responsabilidad que nos cabe en lo que se refiere al lado oscuro de la luna. Vienen dos años de un proceso constituyente exigente, vienen días –no semanas, no meses– en que debemos demostrar que somos capaces de restablecer el orden público y simultáneamente debemos avanzar en una agenda social “hasta que duela”. Solo así será posible (re)construir esa «patria justa y buena para todos», que no está mal recordar al cumplirse por estos días 30 años de la elección de Patricio Aylwin.


Partamos por afirmar que el país ha vivido un acelerado proceso de crecimiento, desarrollo y modernización en los últimos 30 años. Lo anterior –que no es un juicio de valor sino un hecho– ha traído consigo progreso y bienestar (este sí es un juicio de valor respaldado por una abundante evidencia empírica) para vastos sectores de la población. Una transición exitosa, crecimiento económico, fuerte disminución de la pobreza, avances sociales en los más diversos ámbitos, apertura externa e integración al mundo, primero en lo político y luego en lo comercial, estabilidad macroeconómica y responsabilidad fiscal, desarrollo de la infraestructura (incluida la social y las telecomunicaciones), son solo algunas de las características y de los logros de ese proceso.

La otra cara de la moneda es que los beneficios del progreso y el desarrollo han sido distribuidos de manera desigual. Junto con la fuerte disminución de la pobreza (y relacionado con ello), han surgido unos nuevos sectores medios –emergentes y aspiracionales– que se encuentran desprotegidos y que viven en una situación de precariedad y fragilidad, lo que ha sido agravado por el bajo crecimiento económico en los últimos años. El gran temor es cómo hacer frente a una contingencia que agudiza esa precariedad e, incluso, amenaza con volver a la pobreza, como sucede con la pérdida del empleo, una enfermedad catastrófica o la vejez.

Los temas de salud y de pensiones son particularmente críticos para estos sectores medios. Y tanto el movimiento social de 2011 como la explosión social de 18 de octubre, bajo el primero y el segundo Gobierno de Sebastián Piñera, expresaron las demandas sociales de esos sectores.

El movimiento social –ese sí que fue un movimiento social– de 2011 no lo fue solo de los estudiantes universitarios, sino también de sus familias y de los sectores medios. El tema fue el de la abultada mochila financiera que pesaba sobre esas familias, una situación que ha mejorado significativamente desde entonces, aunque todavía se puede hacer más en términos del CAE y de la gratuidad.

[cita tipo=»destaque»]Los acuerdos sociales que hemos conocido en días recientes son auspiciosos pero claramente insuficientes. Los avances en materia de tarifas, pensiones, ingreso mínimo y presupuesto 2020, entre otros, sin duda que apuntan en la dirección correcta. Sin embargo, con ser un avance, son insuficientes. La gente no espera milagros ni soluciones mágicas de la noche a la mañana. Lo que la gente quiere y sobre todo lo que los sectores medios desean, es una solución en el ámbito de la demanda social “que duela”: que le duela a la billetera fiscal (como ha dicho Eugenio Tironi en los primeros días de la protesta social) y a la billetera de los grandes empresarios y grupos económicos (“sabemos que tenemos que meternos las manos al bolsillo y que duela”, dijo Alfonso Swett, presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio).[/cita]

La explosión social del «18/10» fue mucho más imprevista, dispersa y violenta que la de 2011, pero ambas tienen en común una demanda por mayor justicia social. Esta explosión social, gatillada a partir del alza del pasaje del metro –“no son 30 pesos, son 30 años” es el equivalente a “educación gratuita, pública y de calidad” de 2011– es en verdad una reacción de indignación no solo contra las desigualdades, sino que de manera muy fundamental contra los abusos y los privilegios de la elite política y empresarial.

Pero ¿qué hay detrás del movimiento social de 2011 y de la explosión social de 28/10?

Un proceso de acelerado crecimiento, desarrollo y modernización como el que ha vivido el país en los últimos 30 años genera tensiones, contradicciones y desigualdades de diverso tipo. La modernización es en sí misma un proceso disruptivo que conduce a la movilización social. Eso está escrito en los manuales de sociología política (ver, por ejemplo, Samuel Huntington, El Orden político en las sociedades en cambio, 1968).

Lo que ha emergido en el ámbito social, en torno a una demanda social que es percibida como justa y legítima, no es una patología sino una consecuencia del acelerado proceso de modernización de los últimos 30 años. Malestar social, demanda social y protesta social son aspectos de la modernización en Chile y en cualquier parte del mundo en que se viva un proceso similar. Dicho lo anterior, tenemos que asumir que el país es más pobre que hace dos meses y que en los próximos dos o tres años seremos más pobres que en los últimos 30 años. Cualquier solución, medida o política pública que se acuerde e implemente hacia el futuro, tendrá que tomar en cuenta esta realidad indesmentible. Si hasta ahora ha sido difícil administrar la escasez, lo será aún más hacia el futuro.

La nueva Constitución

Con tener una legitimidad formal, la Constitución de 1980 –reformada en más de 30 oportunidades– no alcanza a tener una legitimidad suficiente.

En su momento, desde la oposición a la dictadura de Pinochet (el Grupo de los 24 sentó la doctrina al respecto), dijimos que la Constitución de 1980 era “ilegítima en su origen y antidemocrática en su contenido”. Esa fue la doctrina común de las fuerzas democráticas que luchamos contra la dictadura. Eso cambió en 1988. La decisión de inscribirse en los registro electorales de la dictadura (y de sus leyes políticas), para derrotarla en su propio terreno, significó reconocer una legitimidad formal a esa Constitución (reformada por primera vez en 1989 por una abrumadora mayoría). Todos los que hemos desempeñado cargos públicos en los últimos 30 años hemos “jurado o prometido” respetar la Constitución.

En 1992 el entonces Presidente Patricio Aylwin envió un completo proyecto de reforma constitucional para eliminar todos los enclaves autoritarios de la Constitución de 1980. Solo en 2005 fue posible hacerlo.

Ya vendrá el momento de hacer el análisis sobre la sordera y la ceguera de la derecha durante los últimos 30 años en materia constitucional. Solo diremos que usó y abusó de su poder de veto y transcurrieron 20 años desde el Acuerdo Nacional hacia la Plena Democracia (1985), suscrito también por representantes de la derecha democrática, hasta que fue posible remover los enclaves autoritarios y establecer una democracia auténticamente representativa (2005). Transcurrieron 25 años desde la recuperación de la democracia para eliminar el sistema electoral binominal (enero de 2015) gracias al voto de tres senadores independientes y con el rechazo de toda la UDI y de toda RN.

Lo que quiero decir es que no estuvimos mirando al techo o haciéndonos los lesos durante estos 30 años en materia constitucional. Simplemente no tuvimos la fuerza política y electoral para cambiar las cosas como hubiese sido deseable.

En 2005 el entonces Presidente Ricardo Lagos promulgó una Nueva Constitución. Eso es, por lo menos, lo que muchos pensábamos en ese entonces. Pecamos –en mi caso integraba el gabinete como ministro de RR.EE.– de ingenuos, pero no de mala fe. Más que una nueva Constitución, lo que hicimos (tarde, con fórceps, por todo lo que hemos dicho) fue introducir una reforma constitucional que logró remover los enclaves autoritarios y modificar aspectos fundamentales del texto constitucional, aunque el fin del binominal habría de esperar otros diez años.

Todo lo que hemos dicho es historia, porque gracias a la explosión social del 18/10 –las movilizaciones y la protesta social– una inmensa mayoría de los senadores y diputados de Gobierno y oposición han concordado en la necesidad de una Nueva Constitución, lo que seguramente será ratificado por la ciudadanía en abril de 2020 (aunque eso solo lo sabremos después de contar los votos).

La gran falla 

El Estado moderno existe para la seguridad de las personas (eso es así por lo menos desde Thomas Hobbes en el siglo XVII, con el nacimiento del Estado-nación). Esa es una de las afirmaciones centrales de la teoría política moderna: la idea de que es a través de un contrato social que hacemos posible nuestra vida en sociedad, escapando del estado de naturaleza que corresponde a la guerra de todos contra todos.

El Estado es el monopolio del uso legítimo de la fuerza (Max Weber habla indistintamente de fuerza física, violencia o fuerza violenta). Esa es una de las afirmaciones centrales de la sociología política moderna.

Pues bien, todo eso ha sido perforado desde la explosión social del 18 de octubre. Lo único verdaderamente llamativo y sorprendente de los hechos que hemos conocido en las últimas semanas es el sorprendente grado de violencia que se ha apoderado del espacio público (y privado). El saqueo, la destrucción, la violencia y la delincuencia que hemos conocido son inéditos en la historia de Chile. Ni bajo la Unidad Popular ni la dictadura de Pinochet hemos conocido una situación como esa.

Ha terminado por imponerse la privatización de la violencia, que es la negación del Estado como el monopolio de la fuerza.

A decir verdad, este es un hecho que se ha ido instalando desde hace muchos años. En su población, barrio o comuna los vecinos han tenido que enfrentar la realidad cotidiana del micro y el narcotráfico, el crimen organizado y la delincuencia. Estos se han ido apoderando de los territorios, han penetrado entre los jóvenes y han ido destruyendo, gradual y sistemáticamente, el tejido social a vista y paciencia de todos nosotros, con una especial responsabilidad de quienes hemos ejercido funciones de Estado.

En ese proceso y en esos territorios y en distintos sectores sociales, el Estado no existe, la policía no existe, la sensación de impunidad e indefensión es total. Lo que ha ocurrido estas semanas es que esa realidad, que estaba debajo de la superficie –aunque nunca tanto– ha emergido y se ha generalizado, haciéndose más visible y apoderándose del espacio público.

La violencia ha pasado a constituirse en la gran amenaza y el gran atentado contra la genuina movilización social y las protestas pacíficas y masivas –siempre entremezcladas con la violencia que se desató en la tarde y la noche mismas de 18/10– que hemos conocido en las últimas semanas y que alcanzó su máxima expresión en la movilización de más de un millón de personas en torno a la Plaza Baquedano el 25/10.

La violencia se convierte en la gran amenaza contra la democracia. Es por eso que adquiere una especial gravedad la ambigüedad sobre la violencia que encontramos en algunas fuerzas políticas y sociales que desde el primer día han amparado (en los hechos) la violencia. Junto con restarse de los acuerdos que han procurado establecer un cauce institucional con miras a una solución a la crisis, se ha producido una banalización de los paros nacionales y de la movilización social (cada vez más reducida, por lo demás), los que han creado la pantalla, la excusa y el pretexto para el ejercicio sistemático y permanente del saqueo, la destrucción, la violencia y la delincuencia por parte de grupos muy minoritarios.

El Gobierno y las fuerzas policiales se han visto sobrepasados por la realidad extendida de la violencia. El Gobierno no ha empleado toda la fuerza a la que tiene no solo el derecho, sino que el deber de utilizar, y las fuerzas policiales sencillamente no están preparadas para enfrentar una situación como esta. Todo lo anterior se ha visto agravado por lo que Human Rights Watch (entre otros organismos internacionales y nacionales) ha calificado de graves violaciones a los Derechos Humanos en términos de un uso abusivo de la fuerza.

En el lado positivo, las principales fuerzas políticas sociales y los más destacados líderes de opinión pública han señalado con claridad que el uso de la fuerza debe hacerse siempre con respeto por los Derechos Humanos. Es cierto que en la población genera sentimientos encontrados (“¿cómo van a reprimir si están con las manos atadas?”, es una frase que se escucha) y, por otro lado, aparece como un gran triunfo civilizatorio que el respeto por los DD.HH. se vea como un límite en el ejercicio del poder político bajo un Estado democrático de derecho (como es y sigue siendo Chile).

Pero seamos claros: el concepto del Estado como garantía de la seguridad pública y de los derechos de las personas y como monopolio del uso legítimo de la fuerza, ha sido perforado por la violencia que hemos conocido las últimas siete semanas.

¿Qué hacer?

Empecemos por este último punto, que corresponde a lo más urgente, lo más acuciante y dramático desde la perspectiva de la indefensión e impunidad en que se encuentra la población, con impredecibles consecuencias para la paz social y de la estabilidad democrática.

Orden público. Si el Estado es el monopolio de la fuerza, entonces aquel tiene el deber de ejercer esa fuerza y reprimir la violencia. Tiene que emplear toda la fuerza física a su alcance, dentro de la Constitución y la ley, con respeto por los Derechos Humanos. No hay ninguna contradicción en ello. Es lo que hacen los países civilizados, democráticos y desarrollados del mundo al hacer frente a la violencia, el saqueo, la destrucción y la delincuencia.

El Estado tiene que emplear toda la fuerza y reprimir la violencia y el Gobierno tiene que gobernar, pero nada de eso ocurre en el Chile de hoy. Existe la sensación de un vacío de poder, de una impunidad y una indefensión generalizadas. El Gobierno dispone de los mecanismos constitucionales y legales para reprimir la violencia. Pues bien, no lo ha hecho ni lo hace.

Es cierto que las fuerzas policiales han demostrado que no están preparadas para hacer frente a una violencia como la que hemos conocido. Tampoco funciona la cadena de policías, fiscales y jueces. Para qué decir la ausencia absoluta de un sistema de inteligencia como el que se requiere.

El Estado ha fallado, el Gobierno ha fallado. En las calles, en las poblaciones, en los barrios y en las comunas campean el saqueo, la destrucción, la violencia y la delincuencia. Esto se ha convertido –a través de los matinales y los noticiarios– en una suerte de reality, mientras la población contempla atónita esta realidad cotidiana.

Cierto que hay que reorganizar a las policías y que hay que contratar asesoría extranjera para mejorar los sistemas policiales y de inteligencia. Pero la gente no puede esperar. ¡Hay que actuar ya!

Lo anterior supone que los militares se hagan cargo del resguardo de la infraestructura crítica. Si lo anterior requiere de una reforma constitucional, entonces que se apruebe esa reforma en 48 horas. Esa medida, que se justifica en sí misma, tiene la ventaja adicional que permitirá que las fuerzas policiales se vuelquen a la calle para controlar el orden público (mejorando los protocolos y procedimientos). Si la situación amerita que se dicte un estado de excepción constitucional, entonces el Presidente de la República tiene que decretarlo. Que no espere contar con declaraciones, acuerdos y resoluciones habilitantes de las fuerzas políticas de Gobierno y oposición para arroparse y ejercer lo que la Constitución y las leyes le permiten hacer sin más.

Deben aprobarse ya las leyes antiencapuchados, antisaqueos y antibarricadas. Si el Estado y el Gobierno no tienen los instrumentos constitucionales y legales para actuar con decisión y eficacia, pues bien, el Parlamento tiene que proveer de esos mecanismos para cumplir con su misión de resguardo de la seguridad pública y la seguridad de las personas.

Se dirá que todo lo anterior apunta a fortalecer el carácter represivo del Estado. Exactamente, de eso se trata. El Estado y el Gobierno tienen el deber de reprimir la violencia y el Congreso tiene el deber de aprobar lo que sea necesario para emplear la totalidad de la fuerza física que una situación de emergencia como la que vivimos requiere.

La alternativa, como se ha dicho, es la privatización de la violencia, la impunidad y la indefensión. Esa es la antesala que conduce, según lo demuestra la historia una y otra vez, a los fascismos de derechas (Jair Bolsonaro) y de izquierdas (Nicolás Maduro). ¿Necesitamos recordarlo en Chile?

Muchos intelectuales y líderes de opinión, en un sentido muy transversal, incluyendo una declaración pública de dirigentes históricos del Partido Socialista, han hecho ver este punto con gran lucidez. En esa misma línea van las reflexiones que hemos hecho 17 exministros del PDC.

El acuerdo sobre Paz Social y Nueva Constitución que ha suscrito el viernes 15 de noviembre en la madrugada un grupo muy transversal de senadores y diputados desde RN y la UDI hasta Revolución Democrática, Comunes y el diputado Gabriel Boric –todos ellos pagando elevados costos políticos en sus respectivos sectores–, pasando por los partidos de la ex Concertación y la ex Nueva Mayoría, es alentador y promisorio. Solo el tiempo dirá si se trata de un acuerdo histórico, lo que dependerá de que la nave arribe a buen puerto en términos de una Nueva Constitución que podamos llegar a percibir como “nuestra Constitución”, esa «casa común» como se ha dicho.

Ya hemos mencionado la especial responsabilidad que le cabe a la derecha en términos de la sordera y ceguera de los últimos 30 años en relación con el debate constitucional. El acuerdo ha servido también para ver quién es quién en la izquierda. Se han restado del mismo el Partido Comunista y un sector del Frente Amplio. No es de extrañar que ello haya ocurrido. El PC se restó el acuerdo por el NO de 31 de enero de 1988. Solo cuando el 92% del potencial electorado se inscribió (hacia el mes de junio) el PC hizo un tímido llamado a apoyar dicha opción, la que resultó triunfante en octubre de 1988 como parte de la estrategia de un tránsito pacífico a la democracia (con la derrota de las tesis continuistas de la derecha y el pinochetismo y la vía insurreccional promovida por el PC desde fines de la década de 1970).

Es de esperar que el PC y esos sectores del Frente Amplio que se han restado del acuerdo y que han mantenido una permanente ambigüedad sobre la violencia, puedan entrar en razón y entrar al proceso. El PC ya ha anunciado algo en el sentido señalado.

Vienen por delante dos años del proceso constituyente. Suponiendo que gana la opción del “apruebo” en términos de la Nueva Constitución y una Convención Constitucional íntegramente elegida por la voluntad popular, hay que crear las condiciones para avanzar hacia un gran acuerdo nacional (aunque no logre la unanimidad). El mecanismo de los dos tercios (para normas y reglamento) que facilitó el acuerdo debiera entenderse no como un veto cruzado entre fuerzas minoritarias y adversas, sino como un mecanismo para obligar al acuerdo.

No debiera existir temor en torno al concepto de ”hoja en blanco”. Hay que hacer conversar a los dos tercios con la hoja en blanco. Esta última significa que no hay texto de default, ya que bajo ningún concepto regirá la actual Constitución de 1980 reformada. Si no hay acuerdo efectivamente no habrá texto constitucional y entonces todos habremos fracasado. Si Frederik de Klerk (líder del Partido Nacional) y Nelson Mandela (líder del Congreso Nacional Africano) fueron capaces de poner fin al Apartheid en Sudáfrica –ambos obtuvieron el Premio Nobel de la Paz en 1993– en condiciones mucho más difíciles, nadie entendería que las fuerzas de Gobierno y oposición en el Chile democrático de hoy no llegaran a ponerse de acuerdo.

Demanda social. Hemos dejado para el final la que a no dudarlo es la madre de todas las batallas. Empezamos hablando de demanda social y queremos concluir hablando de demanda social. Aunque la prioridad absoluta está dada por el control del orden público (no hay mediano ni largo plazo sin control del corto plazo), hemos dejado para el final aquello que es el trasfondo de todo el proceso gatillado el 18 de octubre: la protesta social contra las desigualdades, los abusos y privilegios de la elite política y empresarial, y la demanda por igualdad social y justicia social.

A decir verdad, hay dos grandes temores en Chile: el temor a la violencia y el miedo a que esa misma elite política y empresarial vaya a dejar las cosas básicamente como están. Ese sería el fracaso de Chile, no solo del Gobierno y de la oposición, de los partidos y los parlamentarios, sino del país en su conjunto.

Hay quienes nos sentimos legítimamente orgullosos de lo que hemos hecho como país en los últimos 30 años. Tendríamos que ser ciegos y sordos, sin embargo, si no entendemos que esa realidad escondía un Chile sumergido, en el que imperan el malestar y la rabia contra la elite política y empresarial. El que siga pensando como lo hacía hace dos meses, no ha entendido nada. Quiero pensar que estamos en otro Chile y que todos asumimos la parte de responsabilidad que nos cabe en lo que se refiere al lado oscuro de la luna.

Los acuerdos sociales que hemos conocido en días recientes son auspiciosos pero claramente insuficientes. Los avances en materia de tarifas, pensiones, ingreso mínimo y presupuesto 2020, entre otros, sin duda que apuntan en la dirección correcta. Sin embargo, con ser un avance, son insuficientes. La gente no espera milagros ni soluciones mágicas de la noche a la mañana. Lo que la gente quiere y sobre todo lo que los sectores medios desean, es una solución en el ámbito de la demanda social “que duela”: que le duela a la billetera fiscal (como ha dicho Eugenio Tironi en los primeros días de la protesta social) y a la billetera de los grandes empresarios y grupos económicos (“sabemos que tenemos que meternos las manos al bolsillo y que duela”, dijo Alfonso Swett, presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio).

Pues bien, aún no se nota ni lo uno ni lo otro.

Mi hipótesis es muy simple: lo que hoy cuesta 100 en marzo va a costar 300, por lo que es mejor pagar 200 hoy.

Quienes llevamos 24 de los últimos 29 años en el Gobierno de la nación, no podemos pedirle a una administración de derecha que alcance todas las soluciones de la noche a la mañana. Tenemos que tener un mínimo de pudor antes de apuntar a la gestión de Piñera como el origen de todos los males. Tenemos que tener más humildad y capacidad de autocrítica. Estamos todos, Gobierno y oposición, en el mismo barco. Así tenemos que actuar en el ámbito del orden público, de la Nueva Constitución y de la demanda social.

Por su parte, el oficialismo no puede ampararse en su programa de Gobierno. Este quedó superado por los hechos. Estamos en otro país. Hay quienes no estamos dispuestos a renegar de los últimos 30 años, pero, con la misma franqueza, tenemos que hacer un esfuerzo que va mucho más allá de los números que hemos conocido en estos días.

La estabilidad macroeconómica –que considero un bien público que hay que cuidar y resguardar– no se agota en la responsabilidad fiscal. Supone una responsabilidad social. La contraparte en términos del esfuerzo que se requiere en esta coyuntura crítica en el ámbito fiscal, implica definir un conjunto de reglas del juego claras, estables y equitativas que permita que fluyan las inversiones públicas y privadas (nacionales y extranjeras) en un país que apuesta a la estabilidad política y democrática, sobre la base de un nuevo pacto social construido entre todos.

Vienen dos años de un proceso constituyente exigente. Vienen días (no semanas, no meses) en que debemos demostrar que somos capaces de restablecer el orden público. Debemos avanzar simultáneamente en una agenda social “hasta que duela”. Solo así será posible (re)construir esa «patria justa y buena para todos», que no está mal recordar al cumplirse por estos días 30 años de la elección de Patricio Aylwin.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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