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¿Está obsoleta la izquierda en el siglo XXI? Opinión

¿Está obsoleta la izquierda en el siglo XXI?

Gonzalo Martner
Por : Gonzalo Martner Economista, académico de la Universidad de Santiago.
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Las derivas estalinistas, antidemocráticas y caudillistas provocaron y provocan un daño a la tarea emancipadora de la izquierda. Y también la deriva social-liberal (que tiende a autodenominarse de «centro-izquierda») hacia compromisos y connivencias de largo plazo desdibujan la identidad del proyecto democrático e igualitario al preservar lo esencial del dominio del capital sobre el sistema político, la economía y la sociedad. Pero los problemas que hoy afectan su identidad y su identificación por la sociedad no invalidan ni la vigencia de la izquierda como vector de ideas y valores y representación de intereses, ni menos las causas estructurales de su existencia histórica. Mientras haya desigualdad económica, depredación ambiental, discriminación de género, social, étnica y de preferencia sexual, habrá izquierda. Y parece que todavía por algún tiempo.


Cada vez con mayor frecuencia es posible encontrar en el azar de las lecturas cotidianas la afirmación de que la izquierda estaría hoy obsoleta por haberse quedado pegada en el siglo XX y sus temáticas. Esto lo afirma la derecha pero también desde Guido Girardi a Oscar Landerretche (h) y Carlos Ruiz, los unos para justificar sus propias posiciones, los otros para enfatizar las insuficiencias de la izquierda histórica como si no tuviera ningún mérito rescatable y así afirmar un alternativismo generacional que está de moda. Otros llegan a escribir que la izquierda tiene pánico a perder su identidad si va logrando sus objetivos, y otras cosas creativas de esa índole. Pero sigo sin encontrar algo que se parezca a un argumento de peso para sostener semejantes afirmaciones, una vez que se despeja que no hay izquierda perfecta, ni agrupación humana alguna que lo sea, desde luego.

Y cabe vincular este tipo de afirmaciones con aquello de que «los demás no entienden lo que pasa y yo con mi sapiencia se los voy a explicar». Como si los demás no pensaran ni deliberaran y fueran unos necios porque tienen otras ideas y centros de interés que las propias. Lo cual no debe impedir defender con firmeza las opiniones que se tenga, pero reconociendo que son tales y no verdades reveladas o garantizadas por el manto de alguna seudociencia. O bien enunciar proposiciones -más allá de las simples opiniones y afirmaciones- pero con la disponibilidad de someterlas al rasero de algún razonamiento lógico y/o de contrastación empírica fundada en algún tipo de demostración. Solo así podremos pedir con legítimidad que nuestras afirmaciones sean consideradas por los demás, y eventualmente aceptadas aunque siempre temporalmente hasta demostración de lo contrario, como diría Karl Popper. Esta es una de las principales lecciones de la modernidad a la que no cabe renunciar en aras de los tiempos convulsos.

Vamos a lo nuestro: evidentemente el mundo ha cambiado aceleradamente desde la revolución industrial, así como lo han hecho la configuración del capitalismo global y las estructuras productivas locales y las internacionalmente integradas desde fines del siglo XX. Como resultado, el trabajo y la sociabilidad se han transformado considerablemente. Y el afán de lo cotidianamente nuevo, de la “página en blanco”, del eclecticismo post-moderno, han construido una representación un tanto particular del mundo actual. Tomemos como ejemplo las «fake news». ¿Alguien piensa seriamente que nacieron con las redes sociales o que estas las iban a evitar? La mentira, la tergiversación y su manipulación por esferas de poder son «más antiguas que el pan», que, como hoy sabemos, fue inventado hace al menos 14,4 mil años. Otro ejemplo:¿han cambiado las redes sociales y las nuevas tecnologías los fundamentos del funcionamiento del inconsciente en las conductas humanas? Tal vez muchos significantes, pero no en demasía los significados, como diría Lacan. Internet y las redes sociales han acelerado y multiplicado muchas cosas. Pero se llega a afirmar que la sociedad ya sería radicalmente otra, como Byung-Chul Han, que nos propone la idea de la autoexplotación generalizada a través de las redes y la consecuente “sociedad del cansancio”. Para no hablar de la bioingeniería que prepararía una sociedad de posthumanos, y otras especulaciones.

¿Ha cambiado la sociedad hasta ese punto?

Habemos quienes opinamos que las estructuras sociales, los elementos fundantes de la sociabilidad y la cultura y los sistemas de centro y periferia a escala mundial, mantienen muchos de sus rasgos y no han cambiado en lo esencial en los últimos 50 o 100 años, que son los que han modelado nuestra actual sociedad y sus conflictos, sin perjuicio de constantes de la condición humana que no parecen estar cerca de desaparecer.

La izquierda nace de la realidad post feudal y colonial para reivindicar derechos de los trabajadores asalariados y precarios, ya no sujetos a la explotación de la tierra como en los modos de producción anteriores sino a la producción industrial o extractiva mecanizada. Ha aumentado primero y disminuido después el peso de los trabajadores ligados a ese tipo de producción, en faenas repetitivas concentradas y sin calificación. Ha aumentado una división del trabajo parcelada y desterritorializada, así como el peso de los servicios a la producción y a las personas, con una fuerza de trabajo de mayor calificación. Los servicios son ya el principal componente de la actividad económica en casi todas partes. En Chile representaron en 2018 cerca del 70% del PIB,aunque de baja complejidad, contra un 58% hace 25 años. mientras la minería y la industria pasaron cada una del 15% al 10% del PIB respectivamente.

Todo esto ha cambiado, junto a la urbanización acelerada, el mundo de los que tienen que trabajar para (sobre)vivir y cuya emancipación la izquierda se propone contribuir a viabilizar. Pero la causa esencial que dio nacimiento a la izquierda permanece: la sociedad se divide entre, por una lado, una pequeña clase propietaria que concentra el grueso de los activos y del excedente económico -con el cual suele además controlar el poder político- y, por otro, todos los sectores de la sociedad que (sobre)viven de su trabajo subordinado, es decir los asalariados, los pequeños productores independientes y el «precariado», como diría Guy Standing, de inserción inestable.

En Chile, el trabajo asalariado representa el 70% del total, sin grandes modificaciones en el tiempo. El trabajo por cuenta propia representa hoy una proporción no muy distinta a la de 40 años atrás, es decir inferior al 20% del total del empleo. El trabajo informal, por su parte, llega a cerca de 30% del mismo.

No hay nada más actual que procurar la (auto)organización de los asalariados en defensa de sus intereses y la construcción de representaciones políticas con poder suficiente para obtener un control al menos parcial (con una socialdemocracia reformista y sus variantes) o sistémico (con un socialismo revolucionario o transformador y sus variantes) de ese excedente y de los activos y las rentas económicas apropiadas ilegítimamente por los dueños del capital en las finanzas, las tecnologías, la distribución, los servicios básicos monopólicos y en los recursos naturales privatizados. Esos clivajes, como dice una cierta ciencia política actual (cabe llamarlas más bien oposiciones sociales fundamentales), ¿han acaso desaparecido?

Nada sería una mejor noticia, pero ahí están la discusión sobre el salario, las pensiones contributivas (que no son otra cosa que salarios diferidos)  y los servicios básicos como una de  las causas principales de las movilizaciones de estos días en Chile, o en Francia y otros lugares del mundo. Los conflictos por el control del excedente y los activos económicos siguen más presentes que nunca. Los que consideran este tema como algo obsoleto no parecen haber visto las cifras de concentración económica en Chile y el mundo y suelen más bien haber tomado partido por los dueños del capital en la pugna distributiva, ya sea por convicción o por las necesidades emanadas de la prestación de servicios al propio capital, voluntaria o involuntariamente (la lectura de Capital e Ideología, el nuevo y grueso libro de Thomas Piketty, es muy ilustrativa al respecto).

Pero al menos los polemistas podrían ahorrarse sus ataques a la izquierda, que sigue en lo esencial definiéndose alrededor de algo que no ha desaparecido para nada: el conflicto de intereses entre trabajo y capital. A los utopistas del reemplazo del trabajo por máquinas y tecnologías, cabe oponerles las reflexiones de Paul Kugman: esto es muy antiguo y lo nuevo -automatización más inteligencia artificial- no hará desaparecer el trabajo sino que lo transformará. Y menos desaparecerá la lucha por el control del excedente económico y su destino privado o socializado, cualquiera sea la combinación futura entre trabajo humano directo y automatización.

Además ese conflicto, y por las mismas razones, se ha extendido a la relación capital-naturaleza, pues el afán de acumulación del primero se basa en depredar a la segunda. Pero en este caso, lo hace hasta el punto de poner en cuestión la propia sobrevivencia del planeta. Ese conflicto siempre incluyó, aunque no haya sido reivindicado en la esfera política y cultural con la fuerza suficiente hasta el presente, la subordinación de una parte sustancial de las mujeres en un rol de reproducción doméstica no remunerada para que los asalariados hombres estuvieran disponibles como fuerza de trabajo. La subordinación de la mujer en las diferentes sociedades patriarcales es prolongada en el capitalismo bajo nuevas formas (lo que muestra Nancy Fraser), dado el carácter eminentemente masculino del poder empresarial, como también estuvieron reprimidas la diversidad sexual y variadas identidades culturales. La causa ecológica y la causa feminista, la de la diversidad sexual y la de las identidades originarias y contemporáneas, agregan más razones para situarse en la izquierda, es decir para proponerse la emancipación de las sociedades del dominio del capital, del patriarcado y del conservadurismo cultural. (Un comentario: mucha gente prefiere llamarse progresista en vez de izquierdista, pero ¿quién podría oponerse a la idea de progreso? Algunos pocos lo hacen, pero no alcanza para “clivaje”).

Lo mismo puede decirse de la relación entre centros y periferias. La ruptura del monopolio de los centros de poder político y económico europeo occidental y estadounidense que dominaron los siglos XIX y XX es evidente. La emergencia de China e India en el escenario de hegemonía económica y tecnológica, aunque aún no política, ha puesto en cuestión este monopolio desde alrededor de los años ochenta del siglo pasado (recuperando su rol previo a 1800, dicho sea de paso). Pero en la escena mundial, como destacaba Immanuel Wallerstein, ¡siguen habiendo centros y periferias! Adivinen quienes tienen más poder en el mundo de hoy: ¿los centros o las periferias?.

Cabe preguntarse si existe, entonces, algo sustancialmente nuevo para América Latina y Chile en materia de búsqueda -hoy bajo otras formas- de una inserción más favorable en las cadenas internacionales de valor y en la distribución internacional de poder, en las que tiene un rol subordinado desde el siglo XVI. Si algunos piensan que la globalización actual es un destino inevitable, acepten que otros pensemos que lo inevitable son las pugnas por los roles de los distintos actores en los sistemas centro-periféricos y que defendamos políticas industriales autónomas, diversificaciones, protección y regalías para captar la renta de los recursos naturales, cooperaciones e intercambios no tradicionales y otras yerbas para hacer de los nuestros unos países que no estén meramente sujetos a los vaivenes del capitalismo financiero globalizado y sus crisis recurrentes y a modelos de producción y consumo depredadores. Y que nos sumemos a los esfuerzos de una economía sostenible para contener el cambio climático de origen humano que hoy amenaza el planeta.

Si la izquierda es aquella que en la pugna distributiva inherente al capitalismo se define no ya a favor de la acumulación concentrada de capital sino de los intereses del trabajo -por mucho que este sea hoy más heterogéneo y diverso que en el pasado-, de la producción social sostenible y de la regulación pública, entonces la izquierda no está obsoleta sino que más vigente que nunca. Si es aquella que se declara contraria a las discriminaciones y favorable a los intereses de las periferias dominadas y a un destino sostenible del planeta, entonces es una alternativa que no está aferrada al siglo XX, sino a las luchas actuales por la emancipación de las sociedades humanas, aún cruzadas como están por disparidades inaceptables de poder que no aseguran su continuidad civilizatoria o ecosistémica.

El problema de la izquierda es más bien directamente político: las derivas estalinistas, antidemocráticas y caudillistas en su nombre provocaron y provocan un daño a su tarea emancipadora. Y también la deriva social-liberal (que tiende a autodenominarse de «centro-izquierda») hacia compromisos y connivencias de largo plazo que desdibujan la identidad del proyecto democrático e igualitario al preservar lo esencial del dominio del capital sobre el sistema político, la economía y la sociedad. Los compromisos de corto plazo son, en cambio, siempre necesarios, pues ningún proceso emancipatorio es instantáneo y sin transiciones. Pero cuidando, y eso es lo propio de la política de izquierda bien concebida, que consoliden avances y no pongan en cuestión la credibilidad y la viabilidad de los objetivos de más largo plazo, y en especial establecer una democracia participativa y un modelo económico de bienestar que sea social y ambientalmente sostenible.

Los problemas que hoy afectan su identidad y su identificación por la sociedad no invalidan ni la vigencia de la izquierda como vector de ideas y valores y representación de intereses, ni menos las causas estructurales de su existencia histórica. Mientras haya desigualdad económica, depredación ambiental, discriminación de género, social, étnica y de preferencia sexual, habrá izquierda. Y parece que todavía por algún tiempo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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